– Conversaciones de ida y vuelta sobre el orgullo de pertenecer a la tribu murcianica –
“Hace ya mucho que falto”, responde mi padre ante la pregunta que de dónde es él, ante su pueblo, ante sus raíces.
La visión se me torna grisácea, la pena se me embalsa y veo acercarse nubes de tormenta que vienen a cuestionarme, a cuestionarnos, por nuestro origen, por cómo estamos cuándo decimos habitar un nuevo pueblo y por cómo dejamos de estar cuando nuestros pies aparecen un día en surcos de tierra diferentes de aquellos terrenos en barbecho que vieron nuestros primeros pasos y tropiezos.
¿Qué es eso de faltar a nuestra tierra?
¿Por qué extrañamos ser manos curtidas al Sur,
entre los territorios del Mar Mediterráneo y nuestras hermanas andaluzas?
Aquí podríamos insertar la típica voz de, “pero, zagala, si en Murcia sólo hay fachas”, que nos vendrá a decir una persona cualquiera en un bar cualquiera de un lugar cualquiera que no es la Región de Murcia.
La escucho
.
La interiorizo
.
Me cala
y
destroza
hasta los huesos.
Nosotras, murcianicas de dinamita (como diría Miguel Hernández), habitando otros territorios del estado español, venimos a tropezar con los clichés adjudicados a nuestra tierra.
Aprieto las mandíbulas, mastico frustración. Sé que somos más que eso. Pero, entonces… ¿por qué dejamos que otros nos vengan a definir? Esos otros que no han pisado ni conocido nuestra tierra, nuestras gentes ni nuestra historia. Los adjetivos que nos regalan tan gratuitamente y sin petición previa me asfixian e inmovilizan, es como si vertieran sobre mí una especie de lodo que me deja inalterable, inerte, me despoja de nuestra idiosincrasia y me convierte en lo que el otro quiere ver, en el estereotipo de murciana con acento particular para el disfrute y entretenimiento del visitante a este museo jocoso de la barra del bar.
Ese otro nos viene a decir lo que somos, lo que fuimos, porque se cree en la potestad de definirnos desde su monóculo clasista (para leer sobre las miradas hacia el Sur, bichea el texto de la compañera Irene Bepop o el libro “Como vaya yo y lo encuentre”, de Mar Gallego). Sin embargo, estas líneas no vienen a sacar la artillería victimista ni a hablar de ese «otro», sino de nuestros cómplices silencios ante la mirada por encima del hombro, ¿por qué nos pasa esto? El relato de Murcia-Mordor lo vengo escuchando desde niña, cierto, me ha empapado hasta enturbiar el amor por mi tierra y el mío propio, pero también hay veces que no replico porque desconozco los hilos de nuestra historia o no los pongo en valor. Porque ni tan siquiera nosotras nos reconocemos ni nombramos.
Quizá mi cuerpo no esté físicamente enroscándose al puñaíco de tierra donde nací y no sepa delimitar al detalle que es eso de faltar a la tierra, pero lo que sí sé es que cada vez que guardo silencio ante esa frase, que asiento o incluso me uno a la crítica fácil y superficial, estoy faltando a mi tierra, a las que allí habitaron y resisten el embiste del día a día.
Falto a nuestra tierra cuando no recuerdo que hundimos las raíces en aquellas mujeres que se quedaron sosteniendo la comunidad mientras que les arrebataban la vida de sus familiares durante el golpe de Estado y la dictadura franquista, en las que fueron castigadas y paseadas por el pueblo para escarnio público con el fin de disuadir a las demás vecinas de llevar a cabo conductas que se salieran de lo esperable para una mujer. Cuando no menciono a aquellas que se echaron a la espalda campo y fábricas, las que cuidaron en hospitales, atendieron a personas refugiadas y dieron un paso al frente, poniendo rostro y nombre de mujer a la resistencia o sembraron palabras y educación dentro y fuera de las escuelas. Cuando no nombro ni recupero la memoria y vida de Antonia Rufina Maymón Giménez, María Rosa Martí Tamariten, Blasa Herrero Guardiola y Carmen García Rodríguez.
Falto a nuestra tierra cuando no recuerdo a Ana Jiménez, conocida también como “la abuela de las vías” y a todas las mujeres combativas e incansables de Santiago el Mayor y de los barrios del Sur de la ciudad de Murcia que lucharon por el soterramiento del tren a su llegada a la ciudad. Este proyecto suponía partir la capital en dos y aislar a los barrios del Sur pero, tras 30 años de rechazo vecinal organizado y del aliento incansable de estas mujeres que inundaron las vías noche tras noche, las vecinas y vecinos pueden cruzar desde una parte a otra del barrio sin obstáculos. Sin embargo, este trago histórico continúa siendo amargo, ya que tres jóvenes son utilizados de cabeza de turco y siguen encausados por los disturbios del 3 de octubre de 2017, cuando aquella noche éramos más de 2000 personas en lucha vecinal contra la imposición de un modelo de ciudad segregacionista.
Pero nuestra organización comunitaria no se remite sólo a Murcia ciudad, sino que defendemos la tierra que nos da sustento de Norte a Sur del territorio. Nuestras manos al Norte se entrelazan formando la plataforma ciudadana ‘Salvemos el Arabí y Comarca’. Estas vecinas y vecinos llevan años oponiéndose enérgicamente a la implantación de una macrogranja porcina que supondría la contaminación del subsuelo y los acuíferos que sacian la sed de la zona de Yecla en un entorno único: el monte Arabí (monumento natural y enclave del arte rupestre levantino declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO). Si dirigimos nuestra mirada al Sur, ponemos cuerpo a las movilizaciones para salvar el Mar Menor donde nos encontramos más de 55000 personas para rechazar el modelo de desarrollo urbanístico y de agricultura intensiva que, o bien ha cementado las costas, o ha venido a modificar territorio, con pozos, vertidos y plantaciones ilegales e incontroladas alterando el equilibrio natural de nuestra albufera.
Si habéis llegado a esta línea, ¿aún osáis a preguntar por qué nos sentimos orgullosas de nuestra tierra y nuestras gentes?
Ahora sí, vuelvo a retomar la frase que me retuerce el estómago (“hace ya mucho que falto a mi pueblo”), pero me contorsiono y levanto hasta replicar que no reconocer ni defender esta memoria colectiva sí que es faltar a nuestra tierra y a nuestras gentes. Somos mucho más que nitratos, corrupción, violencia de género y explotación al inmigrante. Somos limón, sonrisas abiertas, lucha en la calle y polvo en la piel. Somos huerta, defensa del Mar Menor y montañas con fuerza y temple. Somos nuestra tierra, las historias y la sangre vertidas en ella, pero este “ser de la tierra” no nos acompaña como un lunar en la piel, sino que estar enraizadas y definirnos como orgullosas de nuestros orígenes exige también su narración y su defensa a bocajarro cada día.
La próxima vez que un opinólogo cualquiera de barra del bar venga a decirnos que sólo somos el feudo de VOX, zagalicas, sonreír ladeadamente, afilarse los dientes y comenzar a desmigajar disfrutonamente este torrente de memoria viva y lucha vecinal que construimos: orgullosamente, tribu murcianica.