Si se pidiera a un cinéfilo un listado de los diez directores más notables de las décadas de los 40 y 50 del siglo pasado, ¿alguien incluiría el nombre del director húngaro? Con Ford, Lang, Hawks, Lubitsch, Wilder, Renoir, Wells, Hitchcock, Kurosawa, Rosellini, de Sica, Capra, Buñuel……¿habría sitio para un creador radicalmente libre como de Toth en una época donde el estudio lo era todo? Porque en la importancia intrínseca de de Toth se encuentra oponerse a convertirse en un esclavo en el Hollywood de los 40 y 50 sometiéndose a las reglas de la Universal y las otras cuatro grandes, prefiriendo el mundo del pequeño presupuesto para preservar su independencia creativa, sabiendo que a mayor cantidad de dinero mayor presión y mayor control. Trabajar en el estudio pero sin sentir el aliento del productor de manera permanente tras su trabajo, preferir ser otro Tourneur, otro Dwan, otro Lewis, Ulmer, pero hacer el cine deseado.
Como otros tuertos, reales y ficticios, de la historia del cine, sus hándicaps visuales se transforman en un reforzamiento del estilo y del retrato psicológico de sus personajes, en un cine que sustentado sobre el “género”, utiliza cualquier excusa para eliminar los clichés haciendo del western un noir, del noir un western, del drama un estudio psicológico, de la traición un relato sobre la maldad y su origen. André de Toth, nacido en Hungría con el nombre de Endre Toth, con el que filmó sus primeras cinco películas en su país natal, se americanizó y occidentalizó para entrar en el sistema de producción tras huir de la amenaza nazi, esa amenaza real y sanguinaria que había contemplado como cámara de guerra en la invasión de Polonia, y que le sirvieron de inspiración para una de sus primeras grandes películas, “None Shall Escape”, anticipo visionario de los juicios de Nuremberg, pesadilla ficticia pero de sustrato real sobre el origen, evolución, ascenso y delirio de un jerarca nazi, con una de las escenas más crueles del holocausto.
El cine de De Toth huye, también, de filmar a la mujer como un mero objeto decorativo por el que los hombres actúan o se dejan manipular. Los personajes femeninos del húngaro se sitúan en plano de igualdad tanto en el tratamiento del guión como en su importancia como personajes con sus compañeros masculinos. Son tan dúctiles como los hombres, tan enfermas como ellos, tan psicológicamente inestables, tan asediadas por el deseo. Los personajes de ambos sexos del cine de de Toth no son esquemáticos, ni tienen un solo perfil, nadie es blanco o negro, casi nadie es radicalmente bueno o absolutamente malo, la línea recta no es el camino más corto para que Toth pueda dibujar con precisión los debates interiores de sus criaturas, sean vaqueros, forajidos, atracadores, exconvictos, asesinos psicópatas, soldados, aventureros, boxeadores, personajes en los que resulta mucho más atractivo intuir su combate interior que la trama externa de la película, porque ésta no se entiende en toda su magnitud si no atendemos a la mirada psicológica con la que el director dibuja a sus personajes.
Y si se refugió en la producción barata, con 5, 6, 7 películas en un año en la década de los 50, eso no le impidió disfrutar de nombres como los de Veronica Lake, Barbara Stanwick, Merle Oberon, Gary Cooper, Joel McCrea, Dick Powell, Randolph Scott, Gregory Peck, Sterling Hayden, Kirk Douglas, Vincent Price, Michael Caine…..un elenco formidable para tratarse de alguien que rehuía ese mundo de lujo, esplendor, primera plana y vacuo exhibicionismo de la gran producción, prefiriendo contar historias desde la elegancia de movimientos de cámara que pueden recordar a un Ophuls, espacios abiertos que no desmerecen de los westerns de Curtiz ni olvidan el reflejo del “otro”, del indígena como ser humano despojado de su forma de vida por el blanco acaparador, al mismo nivel de quien ha pasado a la historia como el director que mejor ha sabido respetar la figura del “indio”, como fue Ford, o con ese juego cercano al expresionismo con el blanco y negro del relato criminal que tanto le acerca a las grandes obras de Lang, incluso cuando ambos hablan del huevo de la serpiente nazi.
Y para muestra, “Crime wave”, en su traducción española, “Ola de crímenes”, reflejo en imágenes de lo que no dejaría de ser un relato negro pero que encierra cargas de profundidad como la negación de la reinserción y rehabilitación de delincuentes, o el prejuicio policial mezclado con la violencia y desprecio del poder hacia quien intenta rehacer su vida fuera de la cárcel. El estudio quería a Ava Gadner y a Humphrey Bogart para los papeles principales, pero de Toth, necesitado de libertad para criticar el sistema inquisitivo policial en los años del código Hays, la locura anticomunista y los preámbulos del mccarthysmo, jugó sus bazas; libertad de actores a cambio de reducir en 20 días el tiempo de rodaje. Demostrando saber perfectamente la historia que quiere contar y la planificación visual de la misma, “Crime wave” se filma en dos semanas, con el único reclamo actoral conocido de Sterling Hayden, la única petición expresa del director para un papel secundario, pero que define perfectamente esa dualidad entre lo que hay que hacerse y lo que debe hacerse, entre el prejuicio y la razón, entre lo negativo y lo positivo de cualquier persona.
En “Crime wave” tres presidiarios se han fugado de San Quintín y van cometiendo asaltos violentos en su ruta de huida, hasta que en el robo a una gasolinera se produce un tiroteo con un policía en el que uno de los atracadores resulta herido y el agente muerto. Hayden es el capitán de policía que anda tras la banda fugada y que sospecha de su relación con otro expresidiario que compartió con ellos los atracos del pasado y estancia en prisión. A partir de ese momento la figura del falso culpable planea sobre toda la cinta. El espectador sabe que Lacey nada tiene que ver con los atracos de la banda, pero se trata de un personaje atado a su pasado. Ha regenerado su vida, pero la policía no se lo cree, vive honradamente de su trabajo con su pareja, pero sus excompañeros de prisión también piensan que nadie cambia tanto como para no querer ayudar a sus antiguos amigos y participar en un último golpe. Lacey es un personaje movido por los hilos de su condena y a quien el entorno no ayuda, conocedor de los modos de actuar de la policía, que el atracador herido vaya a su casa y muera allí no hace sino incrementar las sospechas de su participación en los robos. Los Ángeles y California se transforman, para la película de De Toth, en la ciudad del crimen y en la ciudad de una policía acosadora, la misma California donde reside la industria que da de comer a De Toth, mera casualidad o venganza subliminal.
El ”pathos” del personaje queda limitado por las propias capacidades del actor protagonista, pero a cambio, la imponente presencia de Hayden desvía el punto de vista desde, la que parece irremediable entrega de quien se ve impelido a participar en lo que no quiere, pilotando una avioneta que permita a los otros dos delincuentes escapar del país bajo la amenaza de matar a la mujer, a la de un policía violento, racista, machista, que no cree que los derechos sirvan para combatir el crimen. La película divide así sus puntos de atención hasta la confluencia final de ambos personajes en la acción definitiva, donde lo que parece una caída irremediable provocada por la imposibilidad de actuar de otra manera, con la decepción de la mujer que comprueba cómo la realidad impide que Lacey pueda ser una persona libre, se transforma en una redención final, imprevista y racionalmente optimista, donde la verdad termina siendo asumida por el propio policía en un gesto de generosidad que no podía preverse del dibujo psicológico previo.
Bert Glennon, que colaboró como fotógrafo con John Ford, Raoul Walsh, Michael Curtiz o Delmer Daves, sabe dotar al blanco y negro de esa necesaria gama de grises, de sombras y oscuridades que tan bien consiguen definir el alma humana. La visión subjetiva desde el interior de los vehículos (qué cercana se siente la escena final del atraco a las de “El demonio de las armas” de Lewis), el tráfico de la gran ciudad, el día nunca plenamente radiante ni la noche completamente oscura, las insinuaciones sexuales de la pareja casada con un simple gesto de las manos cuando suena el teléfono en la medianoche, o cuando ambos descansan sobre la cama tras un cambio de plano que vuelve a ese dormitorio minutos después, van haciendo del tiempo en la ciudad de Los Ángeles un entramado que consigue introducir las diferencias entre el suburbio y el centro, entre el domicilio y la comisaría; un retrato social donde las diferencias de clase entre los esforzados y honrados trabajadores y los guardianes del orden son mínimas, pero en la que lo importante es que unos intentan sobrevivir y los otros mantener que la brecha social no atente contra el poder. El último mordisco al palillo que permanentemente Hayden lleva en la boca no sólo evita que fume, sino que es una manera de canalizar la rabia interna ante un mundo, los EEUU de los 50, que se descompone y erosiona las libertades individuales. Entre lo que se debe hacer y lo que se puede hacer, muchos escogerán el deber aunque sea injusto. Por eso el cine de De Toth perdura, porque cuenta historias inmarchitables.
OLA DE CRÍMENES. WAVE CRIME. EEUU. 1954. 73 min. Dirección: André De Toth. Guión: Crane Wilbur, Bernard Gordon, Richard Wormser (Historia: John Hawkins, Ward Hawkins). Música: David Buttolph. Fotografía: Bert Glennon (B&W). Reparto: Sterling Hayden, Gene Nelson, Phyllis Kirk, Ted de Corsia, Charles Bronson, Jay Novello, Nedrick Young, James Bell, Dub Taylor, Gayle Kellogg, Mack Chandler. Productora: Warner Bros. Pictures.
En el cine de André de Toth. Ola de crímenes (Crime wave, 1954)
10 octubre, 2018
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