A propósito de: Xavier Domènech Sampere, Hegemonías. Crisis, movimientos de resistencia y procesos políticos (2010-2013). Madrid, Ediciones Akal, 2014, 312 p.
El pasado lunes 27 de abril se conmemoraba la muerte, después de una larga estancia en prisión, del intelectual italiano y comunista Antonio Gramsci (1891-1937). Durante su encarcelamiento por el régimen fascista de Mussolini emprendió un trabajo que no pudo acabar: sus famosos Quaderni del carcere, miles de páginas sin apenas orden, que serán editadas muchos años después de su muerte y que llegarán a convertirse en un obra clásica del pensamiento marxista y de las ciencias políticas y sociales. Allí Gramsci entre otras cosas puso su atención prioritaria, como es sabido, en el análisis de la cultura y de la ideología como terrenos de construcción política. Entre otras cosas, criticó que los dirigentes del Partido Socialista Italiano no hubieran sabido dar la batalla en el terreno oportuno. Además de sostener que la batalla política se daba en lo nacional, Gramsci argumentó con criterio que la supremacía de una clase no derivaba de su papel predominante en el proceso productivo, sino que debía construirse con trabajo y ánimo en el terreno político y cultural, en donde se manifestaba como hegemonía.
La siempre demandada actualidad de Gramsci no viene solo requerida por la suerte electoral de sus discípulos españoles (ni meros herederos del italiano, ni meros herederos de Laclau), sino porque podríamos asistir a un momento de cesura histórica. Estaríamos en palabras de Xavier Domènech ante un momento de crisis orgánica y por tanto también ante una crisis de la hegemonía social, cultural y política dominante que abriría (y cerraría) posibilidades a un nuevo tipo de movimientos de protesta y a las mismas izquierdas. En este sentido, el fragmentado pero estimulante libro aborda el periodo alumbrando desde el surgimiento del fenómeno 15M y sus desarrollos hasta el año 2013 para proclamar militantemente que “los historiadores queremos que la historia no termine”. Bajo la expresión de Pierre Villar, y de la mano de Gramsci y E. P. Thompson, Domènech nos exhorta a tomar constancia de la necesidad de pensar históricamente el presente.
Bajo este punto de vista, por hegemonía entendemos la capacidad de un bloque social de convertir sus necesidades colectivas en propuestas universales capaces de articular a otros sectores sociales distintos a él. Ella no es posible sin que antes se dé la derrota política e ideológica de esos otros grupos o clases sociales convocadas a ser integradas. Dicho de otra forma, se basa en una alianza de clases, donde una de ellas detenta la supremacía hasta tal punto que consigue convertir su proyecto de clase en un proyecto percibido ya no como de una clase, sino como el proyecto común de todas ellas. La hegemonía es pues una combinación de fuerza y seducción, de victoria y convencimiento. Bajo este marco general, estaríamos bajo la hegemonía neoliberal, como se explica en el agudo capítulo escrito en la muerte de Margaret Thatcher, que se desarrolló con todo su fuerza a partir de los años 80, primero con la Dama de Hierro y luego con Reagan y que acabó por impregnar todas las realidades sociales.
El neoliberalismo sería un intento exitoso de clase por un lado de superar el pacto social de la posguerra, que ligaba los incrementos salariales y de ampliación de derechos a los aumentos de la productividad, que producía una redistribución real de la renta a partir del recorte sobre la tasa de beneficios del capital, y por otro, la gestión de la crisis de la segunda mitad de la década de los setenta a favor de las élites. En esta transformación programática, lo primero fue el paso a modelos productivos fuertemente externacionalizados que circunscribían al trabajador a marcos nacionales, mientras que la producción se organizaba a una esclara superior. Con una profundización de las desigualdades sociales, el consenso social se asentó en una nueva cultura del enriquecimiento individual como espacio de realización social. Como bien señala Domènech, el lenguaje se impregnó de toda una serie de palabras nuevas como emprendedor, excelencia, eficacia, efectividad, que nos hablaban tanto de aquellos que habían adquirido el poder por sus méritos como nos inducían a pensar que la desigualdad social tenía en su base un problema de actitud. Todo ello condujo a la “consolidación de una casta dominante parasitaria, extractiva más que productiva, y al secuestro progresivo de nuestras sociedades en la trampa de la deuda”. Todo ello ocasionó “la derrota de la izquierda”.
A pesar de que la socialdemocracia nunca habría tenido tanto poder (Craxi y D’Alema en Italia, Mitterrand y Jospin en Francia, Blair en Reino Unido, la SPD en Alemania y González y Zapatero en España), habría fracasado en el control de los poderes económicos provocando la ruptura de ese pacto social, el abandono de un modelo keyenesiano de izquierdas y la asunción del consenso neoliberal. La propia Thatcher decía que su principal victoria política no era otra que “Tony Blair y el Nuevo Laborismo. Hemos obligado a nuestros adversarios a cambiar de opinión”. Se basculó por tanto de un mundo a otro, de una alianza de clases a otra, de una hegemonía a otra. En España, la transición a esa filosofía de la historia del capital y la derrota de las izquierdas se habrían dado también con la asunción por parte del PSOE de los consensos neoliberales iniciada ya con las políticas de corte social-liberal de ministros como Boyer o Solchaga y culminaría con el harakiri de Zapatero en 2010.
En este contexto, los espacios tradicionales de socialización de valores y de prácticas de la izquierda habrían experimentado una aguda erosión incapaz de corregirse a medio plazo. Domènech inteligentemente aseverará la imposibilidad de volver a un escenario de retorno de política socialdemócratas reales. Aquí habría quizá que recordar la frase recogida en el libro del President de la Generalitat, José Montilla que ante la derrota del Tripartito en octubre de 2010 aseguró que: “La democracia tiene un límite: el límite que marcan los mercados”. Pero también habría que poner de relieve la crisis de representación de las diversas fuerzas políticas simbolizada y cantada en el famoso lema: “¡Qué no nos representan!”. De esta manera el surgimiento del 15M vendría a poner de manifiesto una doble crisis: la crisis de hegemonía del neoliberalismo pero también el hundimiento de las izquierdas tradicionales españolas. En este sentido, según el historiador catalán, el 15M sería no solo una impugnación del sistema, sino también una impugnación de las izquierdas tradicionales ante el fracaso del cumplimiento de la gran promesa de la socialdemocracia de controlar a la bestia y de imponer los intereses de la gente por encima de los del capital. Salido de las plazas estaba fuertemente ligado a las manifestaciones contra los recortes de los derechos sociales y de las condiciones materiales de la gente. Así el 15M reflejó, a su modo de ver, no solo la aparición de una nueva forma de protesta sino la emergencia de un nuevo espacio social y político más allá de las tradicionales identidades de las izquierdas que venía a abrir una nueva posibilidad hegemónica social, cultura y política capaz de tornar las actuales relaciones de poder.
Otra línea que recorre todo este cuidado trabajo tiene que ver con la configuración del espacio político catalán y también entronca con las crisis de legitimización del sistema actual y de las izquierdas catalanas. El atinado análisis sobre la obra Enric Juliana, un intelectual orgánico que diría Gramsci, pone sobre la mesa las dificultades de construcción de los consensos entre las elites catalana y española pero también su ruptura. La apuesta de Domènech, como la del político italiano, es plebeya y nacional. Reconoce con acierto la desintegración del voto socialista, la erosión electoral de CiU, la emergencia anticapitalista y residual de las CUP y la posible victoria de ERC y sus consecuencias. Sin embargo, para el historiador todos ellos son símbolos superficiales del seismo catalán que reducen a un marco institucional una posibilidad hegemónica que lo desborda. El proceso soberanista simplemente escondería un proceso de relegitimización de las elites catalanas incapaz de integrar a las mayorías sociales y populares. Llegado a este punto la apuesta de historiador catalán es clara: iniciar un proceso constituyente “que permita a los de abajo definir el país donde quieren vivir”. Dicho de otra forma, se trataría de poner a la democracia en su eje central bajo un proceso populista de dignificación nacional frente a la agresión a la soberanía popular de las élites financieras tanta españolas como catalanas.
El volumen que culmina en 2013 parece que por momentos atisba lo que sucedería en las Elecciones europeas del año siguiente con la emergencia de Podemos y con sus desarrollos posteriores. Si bien la crisis de hegemonía se ha dado en la medida en que ya nadie dispone de la capacidad indiscutible de definir el sentido común, es decir nadie dispone del monopolio de construir consenso social, también es verdad que este “horizonte de oportunidad” puede cerrarse en la medida en que las élites dominantes dispersen las fuerzas de los subalternos mediante transformaciones sociales controladas. El crecimiento de Ciudadanos responde precisamente a esta necesidad. Ahora estaríamos precisamente en aquel interregno del que nos hablaba Gramsci en el que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer. En ese impasse en donde se verifican los fenómenos morbosos más variados.
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