5 de marzo de 2014.
Manicomio del Dr. Rafael Inglott. Interior noche.
El cuerpo de un poeta “maldito” decide jubilarse de la vida. Desactiva uno a uno sus órganos. Se marcha.
En abril pasamos unos días en la capital abrazando a gente querida, comprando poesía compulsivamente, viajando en metros que parecían atravesar el centro de la Tierra, asistiendo boquiabierta a la Noche de los Libros. Recuerdo perfectamente cómo esa jornada, tras la presentación de BLUMEN, de la fotógrafa Irene Cruz, Ana, Anna y yo tomamos la Línea Circular dispuestas a acudir a tantos eventos como nos fuera posible. Ya habíamos vivido algunas aventuras de vagón, así que cuando Ana desplegó el programa blanco y verde y me di cuenta de que aquel chico con coleta nos miraba con curiosidad –pero qué de aldea debemos parecer a veces, eso fue lo que pensé- ni siquiera me preocupé. Ana sí arqueó las cejas cuando el desconocido en cuestión carraspeó con los brazos estirados hacia ella.
– A ver, ¿puedo? –pregunta retórica: ya le había quitado el programa de las manos y buscaba algo con ojos veloces –. Yo os recomendaría ir a esto. Es que… bueno, lo organiza mi madre.
Su madre. Un momento. Habíamos señalado aquel recital con dos círculos: “muy interesante”. Charo Fierro. No podía ser. Ana y yo cruzamos una pregunta absurda. ¿Charo Fierro es Charo Fierro? ¿De Huerga y Fierro? ¿La editorial de Ouka Leele, de Ana María Preckler? ¿La editorial de Leopoldo María Panero? No podía ser. Sí podía. De hecho, era.
Por supuesto, fuimos. Fin de la anécdota.
Cuando conocimos a Charo y a A.B. había pasado algo más de un mes desde que el último de los Panero falleciera en el Hospital Juan Carlos I (anteriormente Hospital Psiquiátrico Insular de Las Palmas de Gran Canaria). Ya saben, aquel hombre conocido por su malditismo y su genialidad. Por el morbo de su historia familiar. O por ser un marginado, por estar loco (<<Yo no he estado loco en mi vida>>, respondió a Tulio Demicheli en una entrevista). Aquel hombre tan nombrado por el ‘mundillo’ y tan poco cuidado por la literatura. Esa semana las librerías de los grandes almacenes recolocaron la antología poética del más joven de los novísimos -esto es algo que me escuece siempre, el beneficio del cese-; algunas de sus fotografías en blanco y negro, siempre fumando, ocuparon finas páginas en la prensa; un par de noticiarios recordaron su voz blanda y la red se llenó de enlaces para ver aquel documental, El desencanto (Jaime Chávarri, 1976) o el día que Carlos Ann y Enrique Bunbury pasaron con el poeta. Y luego qué, porque ni siquiera en la Feria del Libro de Madrid, a la que el escritor acudía sin concesiones desde hacía años, hubo un reconocimiento digno a su figura y su papel en la literatura española del siglo XX. Luego nada. Nada o casi nada, salvo los notables esfuerzos de la familia Huerga y Fierro, sus editores y amigos, por velar su nombre y su obra.
Son ellos quienes organizan homenajes y lecturas. Son ellos quienes han publicado el póstumo Rosa enferma y quienes conservan otros textos inéditos con la única intención de universalizar a Leopoldo María Panero. A ellos hay que agradecer que podamos leer los dieciocho poemas cargados de intertextualidades y voces ajenas que componen esta sick rose que Panero tomó prestada de Blake, en los que se recoge la crudeza que siempre caracterizó su obra de un modo, si cabe, más emocional, más doloroso. Más destructivo, más contaminante. La enfermedad de esta rosa contagia pero es también <<como una flor contra el desastre>>, es también el Panero más auténtico, más puro.
Late Leopoldo María entre los pétalos de esta rosa. Hoy quisiéramos resucitarle como quiso él resucitar a su madre -a Michi no-. No podemos, como él no pudo. Lamentablemente, mientras las librerías cambian sus libros del expositor por los del siguiente poeta muerto, << ya no hay nada aquí, sino el renglón desvaído / La página desangrada y para nadie>>.
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