II
Mientras avanzaba hacia las afueras de mi pueblo, cada nueva pedalada desplegaba las consecuencias negativas de mi visión. Empezaba a dudar de la realidad de mi familia. ¿Eran mis hijos algoritmos, como todo lo demás? Ante este pensamiento, no me bastaba con disfrutar de ellos; necesitaba saber que existían. Mi empleo, mis intereses, mis lecturas… todo eso era accesorio. Estaba conforme con sacrificar la realidad del tiempo y la energía que dedicaba a mi institución, cuyas jornadas de trabajo incorporaban cierta dosis de falsedad e hipocresía. Que éstas acabasen siendo el todo, no la parte, no suponía una gran pérdida. Mi trabajo no era lo sustancial. Ni siquiera estaba seguro de cuánto me importaría saber que mi mujer era un programa informático y no una persona real. Quien haya estado, como yo, diez años casado —de nuevo asumo que alguien me escucha— estará familiarizado con la costra que aparece sobre los cuerpos y las mentes de quienes integran un matrimonio. A veces llegué a pensar si el origen de mi fantasía no se hallaba en la brecha que, con el tiempo, se había instalado entre mi mujer y yo, en la honda soledad e incomprensión que en ocasiones sentía respecto a ella. De mis amigos también me había separado lentamente: poco importaba que fuesen fantasmas, o no, los que me ignoraban desde la lejanía.
Pero con mis hijos debía ser diferente. Con ellos no sentía distancia o rastro alguno de ficción; nuestros abrazos brotaban de la pasión más profunda. Cuando jugábamos en el parque, me embargaba una emoción incontenible, sobre todo durante los breves instantes en que yo me abstraía de la inmediatez de sus gestos, de sus palabras y sus sonrisas y pensaba en los recuerdos que estaban construyendo allí y entonces, conmigo. A través de estos momentos accedía a la certeza de que existía una vida distinta a la mía. Aquello no olía, no sabía, no sonaba a constructo virtual. Además, que yo fuese a formar parte de sus experiencias (igual que mis padres lo fueron de las mías) me hacía experimentar el tiempo en su continuidad, como una sustancia compartida entre generaciones. La paternidad y la infancia no podían compararse; sin embargo, las noches en las que daba la mano a mis hijas mientras ellas se dormían me hacían recordar cómo me sentía yo cuando era mi padre quien me leía el cuento y yo quien me dormía. Rescataba el fervor que entonces sentía: la alegría, la sensación exultante de ser un buen hijo, de ser querido, de que la vida era amable y generosa conmigo. Desde el extremo opuesto de este vínculo, hoy me daba cuenta de que el encanto de tender la mano a mis hijas era inseparable del recuerdo de usar los anchos dedos de mi padre como almohada. Sin este contraste, la paternidad palidecía. Porque lo intenso, ahora, era el contraste, no era la vida.
No, mis hijos no podían ser un algoritmo. Cuando el pequeño Darío me abrazaba y mesaba la barba, cuando me tocaba uno a uno los ojos, la boca, las orejas, y se llevaba mi nariz a la boca y me la chupaba; cuando me tocaba el pelo y luego el suyo, y después hacía lo mismo con nuestros ombligos, entonces realizaba un acto de reconocimiento de mí y de sí mismo, de padre y de hijo, diferentes pero unidos. Y cuando mi hija Valentina, la mediana, habiendo fracasado en sus intentos por besarme en la boca (no la dejaba), ponía su cara a escasos centímetros de la mía (nuestras narices se rozaban) y distorsionaba su rostro con muecas que sacasen de mí, ora un gesto de asco impostado, ora una carcajada, entonces hacía de nuestro intercambio juguetón el vehículo de nuestro amor y nuestra intimidad. Una y otra vez lo repetía. Por su parte, Gabriela había inventado chistes y metáforas desde el momento mismo en que aprendió a hablar. Desde que nació tuvo personalidad. Hoy se sabía los nombres y leyendas de los dioses griegos mejor de lo que yo nunca lo supe cuando era mi padre quien (con el mismo libro) me los leía. En mis tres hijos apreciaba la individualidad de la criatura, de un ser vivo que nace, crece y permanece vinculado (mas también libre) a la sangre separada.
A pesar de estos momentos incólumes, el velo de mi fantasía se interponía en mi acceso a la realidad. La lejanía que sentía del mundo me causaba un dolor sordo, enquistado y episódico, si bien menor del que hubiese necesitado para convencerme de que mi vida era real y no el simulacro que yo fantaseaba. Quizá fuese éste el único sufrimiento que me reservaba mi visión, mas era insuficiente para disolverla. Intuía que el verdadero dolor se encontraba en otra parte. Me reconocía instalado en una falla existencial, pues sólo un tormento tan intenso como el que yo jamás había sentido (y más temía) podía cerciorarme de la realidad del mundo que habitaba; sólo un sufrimiento tan agudo y descarnado como para hacerme intolerable la vida me persuadiría, por otro lado, de su propia objetividad. Una desgracia que me dejase inerte, inane, desvalido; la experiencia de un dolor desnudo, desalmado, gratuito… sólo eso me daría la certeza de que mi vida no formaba parte de un plan preconcebido, de un régimen de control del que mi visión no ofrecía sino la versión más depurada y perfecta. Era cuestión de tiempo que la humanidad llegara a ese estadio, de eso estaba seguro. Como lo estaba de que, cuando al final lo alcanzara, la forma y el fondo de las vidas artificiales y ofertadas se parecerían mucho a la mía. La única duda que me atravesaba era si habíamos alcanzado ya ese punto: ¿Mandaba ya la máquina? ¿Era yo su feliz creación?
No me atrevía a formular esa pregunta, consciente de que un solo curso de las cosas me permitiría alcanzar su respuesta. El único hecho capaz de generar el sufrimiento sobre el que yo hacía reposar el peso de la evidencia era que una desgracia aconteciera sobre esas tres pequeñas criaturas que aportaban a mis días los únicos atisbos de verdad —si bien insuficientes (así lo parecía) para animarme a abrazar la vida con fe. Pero no era una posibilidad que fuese capaz de poner en palabras. De ello me estaba prohibido hablar.
De ahí que fuera una feliz casualidad que, coincidiendo con este punto muerto en mi argumento, mi bicicleta se adentrase en un nuevo territorio, y que algo en él mereciese toda mi atención. Pido al lector (si es que lo hay) que muestre paciencia; como sucede en la vida, a veces una narración ha de abrirse para poder respirar, aunque sólo sea para expulsar, llegado el momento, un último suspiro. Las calles de mi pueblo ya habían quedado atrás; mi camino avanzaba, ahora, en paralelo a unos terrenos de huerta. Pues bien, cada día, en la rotonda que daba acceso a estas tierras, unos cuadros de gran tamaño me saludaban con extraños mensajes y dibujos esquemáticos. Palabras en mayúscula y gigantescos garabatos saturaban la superficie de estos cuadros hasta que no cabía en ellos una sola letra o pincelada más. Al parecer, el autor los colocaba ahí para que los conductores los miraran al pasar. Usaba grandes tablones de madera, superficies de muebles rotos o puertas arrancadas de neveras. Cuántos desguaces habría visitado el artista, era algo que no me podía imaginar.
Las obras aparecieron una mañana cualquiera, como hongos que hubiesen crecido con el rocío de la noche. Al principio no llamaron mi atención. Pasaron meses hasta que reaccioné a ellas desde la bicicleta. Los primeros días me limité a dar alguna vuelta más alrededor del extremo interno de la rotonda, pedaleando lentamente para apreciar su contenido desde cierta distancia. Quien me viese desde el cielo asociaría mi trayectoria a la de un planeta orbitando el sol. Pero cuando percibí que las composiciones cambiaban de una semana a otra, entonces me incorporé al centro mismo de la rotonda para poder asomarme a su interior con tranquilidad. Me gustaba caminar de un cuadro a otro sin urgencias, paladeando su sabor amargo y oxidado mientras el cielo clareaba y la huerta recuperaba el color. Al fondo empezaban a diferenciarse las montañas violetas. Incluso las mañanas en las que había abundante tráfico, se respiraba allí un silencio calmo. Empecé a pasar mucho tiempo en esa isla en el centro del asfalto. Salía antes de casa y, aun así, llegaba tarde al trabajo.
Un día decidí copiar a mano los mensajes de los cuadros. Al cabo de un mes, mi libreta acumulaba anotaciones por centenas. En la rotonda, el artista disponía sus obras en dobles filas, internas y externas, como sucede en las estanterías en las que no cabe un libro más. Para exponerlas, las apoyaba sobre cualquier poste, farola o matorral, y a veces creaba conjuntos relacionados. ¿A qué hora colgaba sus murales? ¿Cómo hacía para sortear el tráfico con semejante infraestructura? Fantaseaba con esconder una cámara de grabación entre la espesura, registrar el horario del artista y abordarlo algún día con preguntas. A la distancia, seguirlo hasta su casa, tal vez. Mi interés por su obra crecía en la medida en que nadie quería hablar de él. Un museo de dolor crecía a las puertas de mi pueblo, pero nadie se hacía eco: ni siquiera el periódico o la estación de radio locales. Su arte estaba a la vista de todos, pero no parecía verlo nadie. Durante el tiempo que pasé en medio de esa rotonda, ningún conductor me hizo señal alguna o comentario. Y las pocas veces que me crucé con ella, la policía pasó de largo.
A continuación, reproduzco los mensajes que transcribí de los murales que el artista repuso durante las semanas en las que me tomé la molestia de copiarlos. He separado por comas los textos que pertenecen a cuadros diferentes:
«Los asesinos dan así muerte con sirenas», «Ejecución», «Basta de persecución y tortura», «Deteniendo el crimen», «Torturas día y noche», «Detención día y noche», «Detención asesinato», «Basta de torturas», «Detención», «Ejecución con sirenas y ruido día y noche», «Stop asesinando con campana, sirenas, aviones y metro», «Stop torturas», «Destrozando por odio», «Todo por odio», «Basta de rodearme, torturarme y asesinarme», «Ejecutando por odio», «Basta tortura hasta matar», «Policía secreta intentándolo con el metro», «Ahora hasta el final», «Bajo tortura y asesinato», «Torturando por odio», «A sirenazos con ambulancia», «Ya basta», «Van veinte años intentando destrozarme», «Basta de intentar destrozarme», «Detención verdugo con ambulancia», «Tortura y muerte día y noche Resistencia 20 años», «Controlando a los despiadados», «Fascistas sin ley», «Tortura y crimen», «Tratamiento contra el fanatismo», «Stop ejecución con aviones», «Colaboración criminal», «Stop ejecución con ruido día y noche», «Basta de torturas», «Basta de tratar ejecuciones», «Sus detenciones Camuflaje ambulancia», «Basta de tortura», «Destrozando por odio Ya basta», «Se gesta la tormenta», «Detención», «Conductas fanáticas», «Stop masacre por odio», «Stop ejecución con aviones», «Todos a la cárcel», «Detención de los verdugos», «Cada cosa a su tiempo», «Detención», «Stop ejecución con aviones», «Stop ejecución con aviones y sirenas», «Detener torturado y muerte», «El asesino Lo torturan y asesinan El torturador», «Detención, tortura y asesinato», «Verdugos con sirenas y ruidos», «Utilizando ambulancias», «Stop», «Stop ejecución día y noche», «Ejecutores con bus», «Stop despliegue para destrozarme», «A golpe de ambulancia», «Deteniendo fusilamiento», «La condenación», «Actuando con ambulancia», «Stop ejecución con sirenas y ruidos día y noche», «Detención», «Stop ejecución a sirenazos», «Stop fusilación con sirenas y ruidos», «Stop organización criminal», «Frenando a los del odio», «Stop tortura y asesinato», «Stop fusilación sin tregua», «Asesinos de odio», «Ambulancia», «Empleando aviones», «Torturando con focos», «Stop torturando y asesinando», «Dando muerte», «Zona de tortura Implicación torturas», «Verdugos sin conciencia», «Utilizando focos», «Stop empleando focos y metro», «Asesinando», «Sigue asesinando con aviones», «Frenando los focos de tortura», «Detención de los ejecutores día y noche», «Stop focos de tortura», «Linchamiento a campanazos», «Detención a los ejecutores Día y noche El odio fascista», «Aprovechando tren para torturar», «Empleo de sirenas», «Soluciones franquistas Ejecución por odio», «Pronto lo denunciaré», «Stop tortura con focos», «Aprovechando la tiranía», «La detención», «Asesinando con luz día y noche», «A golpe de avión», «A golpe de focos», «Torturando con focos, aviones y sirenas», «Destrozo del pobre», «Una guerra para destrozarme», «Ahora con focos», «Cruces», «Su detención Autobús», «Abusando de la sangre», «A golpes de luces y sirenas», «Stop ejecución con aviones», «Focos de luz», «Locos fascistas», «Colaboración criminal Atacando con luces», «A golpes de sirena», «Destrozando con ruidos, sirenas y luces», «La detención», «La detención A golpes de luces y láser», «A golpe de avión», «Torturando con luz», «Años destrozándome con aviones y sirenas», «A golpe de luces y láser», «A golpe de campana y metro», «A golpe de ambulancia»¸ «A golpe de moto», «A golpes de láser», «A golpe de camiones de basura y grúas», «Grupo con vehículos amarillos», «A golpes de vehículos de publicidad», «A golpe de buses ruidosos», «A golpe de tranvía y taxis camuflados», «Ya basta Focos de luz», «Toca hacer justicia».
Son ciento treinta y siete. Además de la ambigüedad de ciertos sustantivos (el artista era a la vez el que sufría el mal y lo prevenía), el lector habrá advertido el implacable retorno sobre los mismos temas y motivos. No sólo se reciclaban palabras, sino también las puertas, tablones y persianas que el artista repintaba y volvía a utilizar. Así, muchas obras dejaban de existir tras un par de días para dar paso a otras que, irónicamente, eran idénticas a las que sustituían. En ocasiones, los caracteres se transparentaban desde estratos diferentes de pintura. Ante un dolor que se reactivaba cada día, el artista sentía el apremio proporcional por darle salida, y lo acumulaba capa a capa, en idénticas frases escritas las unas sobre las otras. Sucedía también con los garabatos que las acompañaban: los mismos aviones y helicópteros lanzando las mismas lágrimas; las mismas ambulancias, las mismas campanas, los mismos motoristas, los mismos hombres de palo detenidos en el tiempo, inmovilizados ante vehículos y palabras acechantes. Excepto por cielos que ocasionalmente teñía de azul y de rojo, el blanco y el negro imperaban.
De los murales emergía la historia de una tortura en la que luces y sonidos habían sido empleados para infringir un dolor extremo. Los cuadros expresaban el sufrimiento de una piedra que se parte, de un terruño cuando se desangra en barro después de lluvias torrenciales. Algunas obras dirigían la culpa sobre colectivos concretos —la policía secreta, los fascistas, los fanáticos—, pero el modo en que el conjunto refractaba la responsabilidad sobre las luces, focos, láseres, motores, sirenas y bocinas de las motos, coches, taxis, aviones, grúas, trenes, ambulancias y tranvías, me sugería otra posibilidad. Además, la angustia del artista —decía él— duraba veinte años. De todo ello concluía yo que, a estas alturas, su tortura coincidía con su vida y el verdugo era nuestra civilización.
Esa, al menos, fue mi hipótesis hasta que nuevos datos me obligaron a matizarla. Un fin de semana en que corría con un vecino por caminos agrícolas, me topé con la letra inconfundible del artista sobre la superficie verdosa de un contenedor: «Asesinado por el cielo». Como mi compañero no reaccionó, me limité a registrar en mi memoria el lugar aproximado donde se encontraba la pintada. Al día siguiente me levanté temprano y salí en busca de la inscripción. Atento como estaba a su palabra y al tono de su clamor, descubrí nuevos murales mucho antes de alcanzar el lugar exacto. Las obras aparecían ahora sobre muros campesinos, casetas de aperos, colchones, postes de luz o tejados de uralita. En vez de pintar sobre superficies autónomas, el artista había dejado sus mensajes sobre los objetos del campo. «Un plan diabólico», escribió sobre el antiguo portón de una alquería que estaba en ruinas.
La amplitud de su radio de acción me obligó a replantearme el propósito y la naturaleza de sus cuadros. De pronto, la rotonda de entrada a mi pueblo dejó der ser un lugar privilegiado para convertirse en el punto accidental en el que mi mundo y el suyo se habían encontrado por primera vez. Pero esta segunda tanda de inscripciones se hallaba en terrenos lejanos, a los que se accedía por el límite norte de mi pueblo, opuesto a la rotonda. ¡Quién sabía dónde apoyaba el eje central de su obra, y hasta dónde alcanzaba su órbita! Fuese cual fuese la verdadera extensión de sus dominios, de una cosa estaba seguro: su arte hundía sus raíces en el campo. De ahí que hubiera elegido un espacio de transición y de frontera, como la rotonda, para hacer llegar su mensaje a los habitantes de mi pequeña ciudad. Para ese museo reservaba la versión final y más depurada de sus cuadros, los mismos que en el contexto de la huerta conservaban un aspecto más agreste y espontáneo. Pese a su secretismo, era obvio que el artista deseaba hacerse comprender.
Pero ¿qué deseaba comunicarnos? Mi interpretación también cambió con el descubrimiento de las nuevas inscripciones, aunque el contenido de éstas no variara en lo esencial. Entendí que, bajo los estratos insondables de su dolor y su locura, la obra del artista conectaba con un fenómeno concreto y un espacio real. Su detención y tortura coincidían con la destrucción de la huerta a manos de las fuerzas urbanas. Desde algún lugar asolado por las autopistas y el asfalto, el artista reaccionaba al lenguaje de la ciudad sin entenderlo. Como una lombriz subterránea, sentía el ruido y la luz de los vehículos, pero no lo que significaban. Cual nativo que permaneciese fiel a costumbres milenarias, se negaba a comprender la racionalidad del invasor. Ni quería, ni podía, adaptar su sensibilidad. En un estado de agitación desesperada, había hecho el penoso esfuerzo de aprender las formas elementales de un lenguaje pictórico que le permitiese denunciar el crimen ante aquellos que lo perpetraban. Como muchos antes que él, se había mirado en el espejo de los invasores sólo para hacer inteligible su imputación. Eso lograban sus cuadros. Al orientarlos hacia los criminales, les mostraba quiénes eran cuando era él quien los miraba.
(Continuará.)
NOTA. En esta parte del cuento se hace referencia a la obra pictórica de un artista real. Con ligeras modificaciones, he extraído los textos y las imágenes de los cuadros del libro Campanadas de dolor 2012-2018. Catálogo incompleto de arte anónimo y efímero en la comarca de l’Horta Nord, publicado por la Fundación Javier Llorens, en Godella, en junio de 2018. Agradezco su trabajo impagable. Espero haber contribuido a su labor profética.