I
Recuerdo un tramo en el camino hacia el trabajo, por el que pedaleaba todos los días, en que un buen número de calles se abrían a mi paso sin que yo debiese detenerme ante ninguna. Sobre la bicicleta, me preguntaba cómo sería vivir así la vida entera, sin preocuparme de que alguien se cruzase en mi camino, teniendo siempre la preferencia. También pensaba si sería posible diseñar una ciudad así, de tal manera que a todo el mundo se le abriesen las calles a izquierda y a derecha, sin nada que pudiese interferir en su trayectoria ni en su campo de visión. De haber esa ciudad —me preguntaba— ¿cuánto se extendería? ¿Cuántas manzanas podrían construirse antes de que en ellas apareciese forzosamente un cruce, un stop, una señal de ceda el paso, una confluencia? ¿A partir de qué número de vías dejarían éstas de ser opciones de libertad para convertirse en su frontera? ¿Cuántas combinaciones serían posibles antes de que dos vehículos tuviesen que encontrarse y, al menos uno, levantar el pie del acelerador, pisar el freno, abandonar el piloto automático de su libertad?
Un día empecé a dibujar el patrón de esta ciudad perfecta. Descubrí que tenía forma de árbol.
Por aquel entonces, yo apenas había hallado obstáculos en mi existencia. En la travesía de la vida, el viento había soplado a mi favor; no había tenido que nadar contracorriente. Me preguntaba por qué había tenido tanta suerte, y la interrogación me sumía en un estado de irrealidad. El mundo se deshilachaba ante mis ojos; los acontecimientos importantes de mi vida perdían consistencia, y también lo hacían las fachadas de las casas que enmarcaban mi trayecto en bicicleta. Si mi calle había ido permanentemente cuesta abajo, yo no había tenido que pedalear.
Invadido por este sentimiento de fortuna, fantaseaba con la idea de que éste fuese un universo virtual. ¿Y si la vida no era más que un videojuego al que teníamos los cerebros conectados? ¿Y si no era más que una comedia artificial en la que todos nuestros pasos estaban programados? De tal sistema, perdía el tiempo imaginando su diseño más inteligente y funcional. Y llegaba a la conclusión de que, lejos de contar con infinitos avatares (tantos como habría cuerpos enchufados), de existir, esta máquina ofrecería a todos los seres humanos la misma versión, la misma existencia. ¿Para qué dar a cada cerebro una vida distinta? ¿Para qué fabricar un mundo virtual increíblemente complejo y vastísimo, conformado por millones de trayectorias diferentes? El artificio resultante sería tan complicado como el mundo material. De ser así, no habría ganancia de energía.
No. Había una hipótesis más eficiente y más sencilla: la de una sola vida repetida hasta la saciedad. No se requería nada más. Y, puesto que la única vida de la que tenía plena constancia era la mía, concluía que ésta debía contener el patrón de la existencia universal. En otras palabras: lo que yo había visto, oído, sentido y pensado era lo mismo que habían visto, oído, sentido y pensado todos los demás seres humanos. Lo cual implicaba, por supuesto, que mi suerte y mi fortuna también eran compartidas. ¡Ya no era el único afortunado! No era diferente a los demás. De hecho, cualquier otra opción implicaba un acto de crueldad extrema y gratuita. Por mínimo que fuera, infringir un dolor adicional a todos los seres humanos venidos y por venir sumaría, a la postre, un acto de barbarie demoníaca. Cualquier esquema de moralidad lo condenaría; el mero cálculo racional lo desaconsejaría. A fin de cuentas, la capacidad de generar cualquier orden (también uno virtual) dependía de que fuese vivible la vida de quienes estaban obligados a vivirla. Incluso si la instauración del Leviatán maquinal hubiese resultado, en el pasado, de un acto libre por parte del género humano, estaba seguro de que la cualidad feliz de la vida pactada habría formado parte del contrato original.
Que nadie me rebatiese entonces, como objeción a esta quimera, que la conexión de todos nuestros cerebros a una misma plataforma, y la absoluta exposición de todos ellos a idéntica experiencia, implicaban una dificultad técnica insalvable. Todo protestaba contra esa suposición. Mi fantasía no consistía más que en una misma vida reproducida tantas veces como cuerpos había. Uno encontraba más riqueza y artificio en La biblia de los que se necesitaban para construir, de forma virtual, todos los encuentros, conversaciones y pensamientos que llenaban mi vida feliz y sencilla. ¿Qué era más complejo —insistía— mi hipótesis de un universo digital o los doce tomos de una obra como La rama dorada? ¿Qué requería más inteligencia: que el género humano hubiese programado una misma vida para cada uno de sus miembros, o que existiese el Ulises de Joyce, La interpretación de los sueños o las obras completas de Shakespeare? Sinceramente, ¿dónde operaba más técnica, industria, humanidad?
Mi certeza no se debilitaba cuando pasaba a considerar los fenómenos de la naturaleza. Mi planteamiento coincidía con los lineamientos de la ciencia. ¿Qué retaba más nuestro entendimiento, nuestras nociones de verdad y falsedad? De un lado: que el ordenamiento del universo fuese el resultado de una explosión inmotivada, metralla coagulada en torno a gigantescas esferas, estrellas que configuraban su propio espacio y su propio tiempo y que, al agotar toda su capacidad de combustión, colapsaban sobre sí mismas, con todo su peso muerto, dando paso a una espiral inversa, a un mecanismo de succión y de prensado que aplastaba la materia sin acumularla ni activar su aparente agotamiento; que, a su vez, en la órbita de una de estas estrellas, organismos unicelulares hubiesen evolucionado durante miles de millones de años, hasta desembocar en los seres humanos, por la interacción de dos variables que actuaban en un circuito cerrado: de una parte, la capacidad de dejar descendencia en un entorno cambiante; de otra, la mutación endógena. Insisto: ¿qué resultaba más inaudito, increíble, fantasioso: el conjunto de estos procesos objetivos, o que, en un momento dado de su evolución histórica, la humanidad hubiese acometido una transición masiva hacia el mundo virtual, como la única manera de estabilizar su supervivencia?
Sobre la bicicleta, repasaba las consecuencias que se derivaban de esta suposición. El decorado por el que yo pedaleaba, por ejemplo, ¿reproducía el mundo histórico tal y como fue alguna vez? Si así era, ¿en qué medida? ¿Quizás lo copiaba tal y como había sido justo antes de la Gran Conexión? ¿O se correspondía, más bien, con una etapa más temprana de la historia? (Pero ¿acaso el concepto de historia sobrevivía? La virtualidad, ¿creaba un mundo paralelo o lo disolvía?) Por último, también estaba la opción de que el decorado de mi vida fuese puro artificio y fantasía, que el universo nunca hubiese sido tal y como lo experimentaba. ¡Quién sabe si nuestra burbuja virtual incorporaba o no indicios del mundo histórico que una vez la fabricara y mantenía! Acaso las propias teorías científicas fuesen un attrezzo construido para esta irrealidad y nada tuviesen que ver con lo que sucedía en el exterior, que era mucho más vulgar. Según los periódicos, habitaban la Tierra ocho mil millones de seres humanos. Pero ¿cuántos de ellos vivían y pensaban fuera del océano de éter? ¿Cuántos adentro? ¿Qué denotaba esta cifra en realidad? Imposible saberlo.
Falso o real, mi mundo revelaba entonces inercias que anticipaban mi fantasía y le daban credibilidad. Recuerdo plataformas digitales en las que el género humano consumía las mismas experiencias durante todas las horas del día. Recuerdo un mismo artilugio portátil infiltrando todas las conciencias. A través de estos instrumentos, la humanidad denostaba verdades y experimentaba mentiras. Se hacía preguntas que nadie contestaba y se daba explicaciones que nadie pedía. De una parte, el lenguaje no significaba; de la otra, los fenómenos no se reconocían. Los límites entre los conceptos sucumbieron al mismo ritmo que crecieron los muros entre gentes, amigos y familias. Al ofrecer pistas internas acerca de una exterioridad posible, mi hipótesis sólo implicaba un paso más allá.
Convencido como estaba de la verosimilitud de mi teoría, sólo una cosa me incomodaba, y es que, al postularme como el representante de una condición universal, estuviese pecando de engreimiento o vanidad. Me asombraba la rapidez con la que contestaba que no, que mi vida estaba a la altura de mi suposición, que no desmerecía el contenido de mi fantasía. Sobre el eje de mi espalda recta, mis brazos se habían alargado con los años y abierto en espiral. Hijo respetuoso, hermano atento, niño educado, compañero feliz, amigo jovial, marido comprometido, amante entregado, trabajador sereno, padre responsable; alegría, euforia, pena, amor, rabia, tristeza, celos, pasión, lujuria, ira, ambición, serenidad, melancolía… excepto el sufrimiento extremo, todo esto lo había sentido. Había sobrevivido a los más variados estados de ánimo sin hacer demasiado daño a los demás o a mí mismo. Tan digna como cualquiera, mi vida merecía ser arquetípica, pues representaba con cierto gusto a la humanidad.
Además, mi existencia tenía una ventaja sobre otras, y es que no era heroica ni grandiosa. Este factor hacía verosímil mi lugar privilegiado en el orden de las cosas, desde el momento en que mi hipótesis debía tener en cuenta la capacidad de los cerebros obligados a vivir la misma vida. No todos podíamos sostener la potencia creativa de un Borges, de un Gandhi; no todos poseíamos la capacidad o el coraje de anudar con éxito las puntadas necesarias para dar el perfil acabado de una vida genial, superlativa. Darse una explicación solvente de los acontecimientos que nos saturaban era un factor esencial para el éxito del régimen virtual que yo conjeturaba. Los participantes debían ser capaces de establecer por sí mismos las conexiones que diesen sentido a sus experiencias virtuales. Su infraestructura biológica debía estar acompasada con los desafíos que su vida planteaba, o lo que es lo mismo: para funcionar, el modelo único de existencia virtual no debía hacer demandas excesivas sobre cualquiera de los seres humanos que lo actualizaban. Todos debían tener cabida; ninguno quedar atrás. Así estaría escrito en el contrato original.
Daba por sentado que el sistema de control no manipularía la genética misma de los seres humanos, adaptándola a una media universal. Quizá en esto me precipitara. Era fácil vislumbrar un horizonte tecnológico en que dicha intervención fuera un asunto cotidiano. Sin embargo, la fortaleza de mi visión residía en la sencillez de sus presupuestos, en que un solo factor era capaz de imponer una vida digna a la mayor diversidad. Como he dicho, la clave residía en que mi existencia no requería de un talento o cualidad singular. Mis logros profesionales estaban al alcance de cualquier cerebro medio; mis cualidades morales no habían sido el resultado de un esfuerzo o disciplina especial. Mi vida había incorporado su riqueza y variedad mientras pedaleaba por una pendiente favorable. Aunque mis contribuciones no habían transcendido el espacio de mi profesión, me enorgullecía ser un ciudadano informado, al tanto de las principales teorías científicas y de los momentos estelares de la humanidad. Esta cultura me permitía acomodar los acontecimientos del día a día en una visión coherente y general. Era un hombre inteligente, culto, disciplinado; mas lo importante era que me había sido fácil ser todas estas cosas en el seno de un ambiente favorable. De hecho, me había sido imposible no serlo. Estas capacidades habían fluido hacia mí como las lluvias de un valle se dirigen hasta el cauce de un río, a través de mil cascadas y afluentes. Todo en mí era física de primer orden, corolario necesario; no había rastro de un chispazo genial que resultase inexplicable. Lo que yo era y había conseguido, lo sería y lograría cualquier otra persona en las mismas circunstancias. De ahí que mi vida fuese la unidad perfecta sobre la que erigir mi proyecto metafísico. Mi existencia era digna, valiosa y potencialmente universal. Ni siquiera la diferencia entre hombre y mujer tendría un gran impacto (si es que dicha oposición seguía definiendo a los cuerpos conectados).
Me preocupaba, eso sí, que mis ideas delataran la clase media a la que yo pertenecía desde el nacimiento. Cavilaba sobre el humus sociológico que había nutrido mi visión. Era consciente de que ningún pensamiento revelaba el elemento pequeño-burgués tanto como la suposición de que, aunque la humanidad quedase reducida a uno sólo de los miembros de la clase media, las virtudes de este último la redimirían por entero. Las voces de Whitman, Proust o el propio Nietzsche eran claros ejemplos de ello. Yo también me había añadido el apellido Universal.
Pronto comprendí que mi extraña cosmología contribuía algo más que el testimonio de una propuesta ideológica concreta. Con el tiempo llegué a comprender que ningún fenómeno social motivaba mis ideas; ningún avance en el desarrollo técnico; ningún suceso en la historia reciente; ningún patrón climático. Como avancé al comienzo de estas páginas, mi fantasía respondía a la necesidad de explicarme por qué había tenido tanta suerte en un concurso (el de la vida) que repartía tanta desgracia. Mi fortuna se correlacionaba con ciertas comodidades de la clase media, pero excedía esta lógica por su carácter total. Familia feliz, buen empleo, ninguna desgracia. Verdaderamente, había sido afortunado. De esta certeza emergió, poco a poco, un sentimiento de alienación que acabó por ser incómodo. Al final, la única manera que encontré de explicar lo inexplicable fue postulando que yo no fuera un caso aislado; que, en vez de ser la excepción (y cargar así con el misterio y la culpa de serla) en realidad yo era la regla; que lo que para mí era, lo fuera también para todos los demás. Acabé por afirmar que mi nombre y mis apellidos eran los de la totalidad del género humano. Yo era igual que ellos y ellos eran igual que yo: un Luis Sebastián Villacañas de Castro entre infinitos otros. La complacencia, el orgullo, el alivio y la moderada alegría con los que me relacionaba con mi vida eran los mismos que sentían los otros Luises hacia la suya, pues interactuaban con cada uno de sus rasgos (incluido su nombre) de la misma manera que yo lo hacía. A fin de cuentas, era imposible no hacerlo. Éramos el resultado de la misma fórmula mimética.
Mi conclusión era que en el mundo no existía el sufrimiento, ni tampoco la tragedia. Si la desgracia me había pasado de largo, entonces no había rozado a nadie. He aquí la ganancia que, en último extremo, extraía de la plenitud de esta ficción: el carácter universal y compartido de mi feliz existencia disolvía los únicos rasgos negativos que, a la vez, podía sentir hacia ella: la incomodidad, la culpa y —sobre todo— el pánico, la angustia extrema a que, con un cambio de viento, la tragedia asomara por fin sus fauces por la puerta y yo, como una veleta, no lograse resistir. La continuidad de mi suerte no podía contrarrestar este temor. Necesitaba certezas. No me conformaba con menos que con la imposibilidad del sufrimiento, con su inexistencia. Y eso precisamente —la imposición por el diseño de la vida buena— es lo que garantizaba mi visión.
Me preguntáis: pero ¿dónde quedaba la muerta violenta? ¿Dónde la enfermedad torturante? ¿Dónde el abuso sin tregua? ¿Dónde la mujer violada, el hombre abatido, el niño humillado? ¿Dónde el hambre — la peste — la guerra? ¿Dónde la vejez que, de un día para otro, siente que ya nada la sustenta? ¿Qué había sido de todas estas cosas, de todas las evidencias —ordenadas, bien dispuestas— de que el nuestro era un valle de lágrimas, tan amargas que sólo los bosques del rencor y del odio podría crecer en sus tierras? ¿Qué había sido de la sangre que riega por igual urbes, desiertos y praderas? ¿Qué del dolor que arde, como una antorcha, en el recibidor de todas las residencias? ¿Qué del padecimiento profundo que, sustrato a sustrato, civilización sobre civilización, había cimentado la historia del género humano desde el centro de la Tierra?
Uno veía el sufrimiento, lo escuchaba, hablaba de él, lo comentaba, pero el aullido nunca emergía de su propia garganta. En mi mundo no existía el dolor en primera persona: esa era mi solución. El mal se desarrollaba siempre y solamente alrededor, siempre y solamente en los demás. Uno se encontraba con gente, con seres humanos a los que el dolor desgarraba por dentro, y gracias a ello aprendía a definir el sufrimiento, a comprenderlo. Pero nunca lo sentía. Pues esas personas que sufrían formaban parte del mismo decorado sobre el que transcurría, ineluctable, la misma vida digna y tranquila. Algoritmos informáticos, personajes secundarios que enriquecían la experiencia virtual, detrás de ellos no había profundidad. Participaban del fondo sobre el que la misma historia se repetía. Siendo así, puesto que sólo existía una subjetividad —la mía— nadie al leer esto podía exclamar: «¡Mentira! ¡Mentira! ¡Yo he sufrido!». Pues nadie sino Yo mismo lo leía. Si en el transcurso de estas páginas me he dirigido a algún lector, ha sido por mera costumbre retórica. Los algoritmos no saben leer. Como un trueno abandonado por la luz y por la lluvia, en mi universo retumbaba solamente la voz de Narrador, que era siempre la misma. Nada había real en el desierto, excepto su voz y su palabra.
Esa era la contribución final de mi fantasía: su bondad. Más económica, sencilla, justa y racional que cualquier alternativa, el sistema sacrificaba con gusto la diversidad humana para prescindir de sus peores pesadillas. Ni siquiera la imposibilidad de diálogo suponía una pérdida. La historia del género humano iba a ser escrita, jamás leída. En ninguna de sus versiones cabía la exterioridad.
(Continuará.)