A pesar de no haber obtenido Donald Trump la victoria en las elecciones de EE.UU. su ajustado resultado –aunque no tanto como pareciera al principio del recuento-, y 70 millones de votos han venido a consolidar una grotesca manera de hacer política y un perverso desprecio hacia la democracia que ha calado en gran parte de la sociedad de un país que se presuponía un ejemplo para la libertad y la democracia en el mundo.
Trump y sus seguidores no son más que el síntoma incuestionable de un modelo económico y político basado en el neoliberalismo, la corriente más ortodoxa de la teoría capitalista, que tras más de tres décadas de dominio continuado en la esfera europea y norteamericana ha venido a volatilizar los principios más básicos del humanismo social.
E incluso ha provocado –quien sabe si hasta promovido-, la irrupción y consolidación tras la crisis financiera desatada por el propio sistema en 2008 y sus repercusiones en la actual pandemia, movimientos de carácter ultranacionalista próximos al fascismo que se creían desterrados tras la II Guerra Mundial en el mundo occidental y que, de alguna manera, reviven el escenario del periodo de entreguerras del siglo pasado.
Cambien ustedes los Felices 20 por las burbujas de todo tipo desatadas tras la llegada del nuevo milenio, la Gran Depresión de los 30 por la Gran Recesión de 2008 a la que añadir los desastres ocasionados por la actual pandemia y tendremos un cóctel de resultados imprevisibles.
Si a esto se suma, como en aquellas desatadas décadas de la primera mitad del SXX, la efervescencia del nacionalismo más inclusivo y retorcido, capaz de movilizar a unas masas empobrecidas tras su paso por la tan deseada clase media -esta vez a golpe de tuit-, junto a la estigmatización de las minorías, ese mismo cóctel acabará haciéndose explosivo para la convivencia de los ciudadanos.
La distopía presente
Por el momento todas estas circunstancias han propiciado la irrupción en escena de personajes, además del propio Trump, como Jair Bolsonaro en Brasil, Narendra Modi en India, Viktor Orbán en Hungría o Mateusz Morawiecki en Polonia que han alcanzado el poder en sus respectivos países asimismo de otros tantos movimientos afines que se han desarrollado y apuntalado en la mayor parte de países europeos.
En su mayoría democracias afianzadas, algunas desde hace siglos, y nada que ver con otros regímenes totalitarios o semitotalitarios que tienen por antecedentes en el mejor de los casos pseudodemocracias y, por lo general, estados fallidos, dictaduras o repúblicas bananeras en muchas ocasiones víctimas del colonialismo e intervencionismo de las grandes potencias. Casos tan conocidos, sin necesidad de salirnos del continente americano, como los de Cuba, Nicaragua o Venezuela.
Alejados pues de la convulsa historia de Latinoamérica, África o Asia, tanto Europa como Norteamérica se habían caracterizado por su talante democrático, lo que había devenido en un mejor modelo de desarrollo, aun con sus peculiaridades y características propias en cada caso.
El mero hecho de poner en entredicho un proceso electoral de tanto arraigo como el norteamericano por parte de la administración Trump, del mismo modo que lo ocurrido en España declarando el actual gobierno ilegítimo o la inédita constatación del Brexit en el ámbito europeo alentados mediante falacias con un discurso visceral, despiadado y repleto de odio, pone en evidencia la necesidad de un decidido cambio de rumbo en la gestión de la política en lo que, hasta ahora, conocíamos por mundo desarrollado.
Por mucho que los medios de comunicación en la órbita neoliberal intenten blanquear el trumpismo con la mejora de la economía norteamericana y la creación de empleo, todo ello desde la lógica de la ortodoxia capitalista, no pueden dejarse de lado los rasgos más indicativos de la condición humana como deberían serlo la solidaridad, el bien común y la paz social.
Tanto es así que ha sido esa misma ortodoxia la que propiciado las principales crisis de nuestro tiempo, ha puesto en evidencia la actual pandemia ante la indudable falta de recursos públicos para afrontarla y ha colocado al borde del abismo todo el ecosistema del planeta.
La misma que embriagada por el éxito ha trasladado a buena parte de la ciudadanía, de manera extraordinariamente interesada, que la política no sirve para nada y que los políticos son meras marionetas de las élites.
El futuro más inmediato
Como no nos cansaremos de reiterar una y otra vez es preciso que la verdadera política, la que consiguió su mayor logro restaurando los desastres de la II Guerra Mundial hasta caer desorientada por la crisis petroleras de los 70, lo que aprovecharía la horda neoliberal para irrumpir en escena hasta desencadenar las mayores catástrofes de nuestro tiempo, necesita reivindicarse de nuevo.
El Partido Demócrata de los EE.UU. y los partidos progresistas del resto del mundo deberán tomar nota de una vez por todas que muchos de esos electores que hoy se decantan hacia posiciones tan reaccionarias como las del universo trumpista, son los desencantados y olvidados que se cuentan por millones en cada país y han visto cómo sus tradicionales valedores caían ensimismados por las citadas élites.
Para finalizar y volviendo al principio del artículo, aun habiendo salido derrotado 70 millones de ciudadanos del país supuesto adalid de la democracia han dado su voto a un tipo que ha demostrado en sus cuatro años de presidencia que la desprecia completamente.
Trump y su legado seguirán siendo durante bastante tiempo el faro que iluminará a todos sus correligionarios a lo largo y ancho del mundo. Por eso la superioridad moral de los que les menosprecian no es respuesta suficiente y sólo construyendo un mundo mejor para todos será posible hacer frente a semejante desafío.