Dice una buena amiga que desde que, por nuestra tierra, sólo veíamos una cadena de televisión y por tanto era casi de obligado cumplimiento, no ha vuelto a ver un discurso navideño del rey. Que no le aporta nada más allá de una pérdida de tiempo.
Por su parte Rosa María Artal dice que los mensajes navideños de sus majestades «han sido un cúmulo de lugares comunes que habían de ser interpretados como, en la Antigua Grecia, los oráculos de Delfos, en donde quien quisiera podía terminar encontrando acomodo a su pregunta».
A pesar de ello, ese no ha sido precisamente mi caso y, aunque siempre dude de su verbo, sí que en los momentos más cruciales de su carrera, tanto del rey actual como del emérito, anduve a vueltas de sus reflexiones. Lástima que en esos momentos vitales casi nunca encontré su traducción más allá de la locuaz versión de sus aduladores.
Felipe VI ha vuelto a tener otra magnífica oportunidad para ganarse a la ciudadanía y ha vuelto a perderla. Al menos a esa ciudadanía que no le agasaja por el mero hecho de su cargo y su puesta en escena. Que lo considera un mortal más que debe ganarse el respeto de sus súbditos, día sí y otro también, por gozar de sus enormes privilegios. Tantos que le hacen inviolable e incuestionable ante las leyes.
Pero ha vuelto a fallar. Ya le ocurrió la primera vez cuando su padre abdicara tan de repente y a la vista de cómo su popularidad se derrumbaba a pasos agigantados ante sus numerosos fiascos, más allá de una cacería de elefantes.
Corría la navidad de 2014, un momento de crisis económica por todo lo alto, con multitud de problemas para la gente de a pie, empleados, autónomos y pequeñas empresas. Con la cosa política convertida en un nido de corrupción y Felipe VI volvió a ofrecernos en su primer discurso de navidad el mismo mensaje vacuo y alejado de la ciudadanía al que nos acostumbró la corte durante décadas.
En este 2020, el discurso de su majestad había despertado una expectación fuera de lo común. Además de a la mayor tragedia de nuestro tiempo como es la pandemia del coronavirus, se esperaba o, mejor dicho, podría haberse esperado que Felipe VI hiciera una decidida mención a otras cuestiones difíciles por las que está atravesando el país y su propia casa.
Podía habernos dicho, con claridad y sin rodeos, que siente mucho que su padre haya sido toda su vida un donjuán y haya quedado a su madre, a él y a sus hermanas en evidencia, hasta tener que tolerar de manera pública y notoria la presencia de sus concubinas.
Que lamenta profundamente que ante la adulación continúa de unos y otros y la tapadera que ello le proporcionaba se sintiera con la libertad de cometer todo tipo de presuntas fechorías para enriquecerse más allá de lo que ya de por sí le correspondía por la enorme generosidad del resto de sus compatriotas.
Que fraguara tanta amistad como para ahora servirle de refugio con toda una corte de monarquías de índole feudal, arquetipos de la barbarie contra su propio pueblo, a los que supuestamente abrió puertas por todo el mundo a cambio de pingües beneficios.
Que él mismo, por debilidad, se pasó el tiempo mirando a otro lado hasta que no pudo más y, de manera inocente, espero tanto en contárnoslo que cuando se dio cuenta y lo hizo le pilló en medio de la enorme polvareda levantada por la pandemia.
En otro orden de cosas, se le ha olvidado decir también, que todos esos militares, jubilados o no, que andan por ahí enviándole misivas para volar el estado de derecho, la democracia y, de paso, mandar a otro barrio a por lo menos 26 millones de españoles, se las metan donde les quepa y se pongan al servicio de los ciudadanos que es sólo y exclusivamente para lo que están.
Y, de paso, haberle recordado a su pueblo, que para evitar este y otros malos entendidos, el actual gobierno de la nación, por mucho que se empeñen aquellos que no les guste, es absolutamente legítimo y que responde al dictado de las urnas y a todo cuanto establecen las leyes vigentes.
Tampoco habría estado de más decirles a quienes corresponda que España ni es una dictadura ni una república bananera porque, entre otras cosas, si así lo fuera no podría tachársele de ese modo al gobierno desde la tribuna de oradores del Congreso, ni desde cualquier otro escenario. Y que es rey de todos los españoles, les guste o no a estos y le pese a él mismo.
Porque ser rey, digo yo, significa serlo de todos y no sólo de los que a uno les cae en gracia. Como parece ser que los partidos de la derecha del tablero político pretenden apropiarse del mismo para sí solos, usándolo una y otra vez como ariete frente a ese gobierno que no dejan de llamar ilegítimo.
Felipe VI debería recordar que si es rey debería agradecérselo sobre todo al PSOE, un partido de amplio calado republicano al que muchos de sus electores, a pesar de su deriva monárquica, le han seguido votando durante años. Pero no por ello dejan de ambicionar una república algo que, de hecho, tanto a tenor de sus actitudes como las de su padre apuntan las encuestas que cada vez se ve más cerca ese día donde el jefe del estado habrá de ser elegido por el pueblo.
Encuestas de empresas privadas claro está y desde hace años. Porque desde el mismo momento que el CIS, una institución del estado, se dio cuenta de cómo empeoraba la imagen de la monarquía, dejó de hacerlas del mismo modo.
Puestos a ello, Felipe VI podría haber dicho que iba exigir del Congreso que elimine de una vez por todas de la Constitución sus calificativos de irresponsable e inviolable. Porque él es tan responsable como los demás y no puede estar por encima de la ley de la misma manera que no lo están sus súbditos.
Y que, del mismo modo que todos los políticos están obligados cuando ostentan un cargo público a presentar una declaración de sus bienes antes y después de abandonar el mismo él, que nunca fue elegido por lo que debería exigírsele todavía mayor ejemplaridad, a partir de ahora va hacer que la Casa Real sea de una vez eso que se dice transparente.
Que nos va a relatar cada año su patrimonio y, como sus parientes británicos, nos va decir hasta cuanto se gasta su familia en pedicura y evitar así aquello de que «la casta le venga al galgo».
No, ni Pablo Iglesias, ni Unidas Podemos, ni los nacionalistas ni el sursuncorda están haciendo mayor daño a la monarquía que ella misma. En este mensaje navideño, Felipe VI ha tenido la enésima oportunidad para revertir una situación que debería resultarle cada vez más incómoda pero no lo ha hecho.
Por mucho que tenga la seguridad que, en el corto y medio plazo, mientras el PSOE le sustente y sean necesarios dos tercios de la Cámara para cuestionar su permanencia, Felipe VI no debería mantenerse al margen de la realidad de España y de los españoles.
Aun en ese caso, un servidor, seguiría siendo republicano pero Felipe VI se habría ganado mi respeto. El que un día, aunque fuera a base de engaños, tuve a su padre Juan Carlos I.