El 17 de enero de 2014 arrancaba Podemos, una formación política surgida al rebufo del 15M, que estuvo a punto de «asaltar los cielos» en las elecciones generales de 2016 cuando consiguió 71 diputados y que a partir de entonces no ha dejado de bajar.
Era lógico que un movimiento tan multitudinario como el del 15M, como muchos de los que se desataron en el mundo occidental con la ola de «indignados» desencadenada tras la crisis de 2008, se viera traducido en formaciones políticas que al abrigo de las instituciones pudieran promover la recuperación del orden social roto desde la irrupción y consolidación del neoliberalismo como doctrina dominante desde la década de los 80 del siglo pasado.
Es precisamente tras esos años 80 cuando la socialdemocracia empieza a perder fuelle en toda Europa con la aparición de un socio liberalismo contemporáneo que pretende conjugar las tesis de la socialdemocracia con la ola ultra liberal que se acabaría afianzando en el continente y en EE.UU.
O lo que es lo mismo sumándose en la práctica a las propuestas neoliberales sobre el libre albedrío del modelo económico mediante la desregulación mayoritaria de la industria y el comercio, la consolidación de un nuevo sistema financiero cimentado sobre un patrón meramente especulativo, un concepto de globalización favorable a las élites extractivas y la devaluación de un sistema fiscal destinado a sostener el modelo de solidaridad distributiva vigente hasta entonces.
En definitiva el progresivo menoscabo del estado del bienestar que había alumbrado occidente tras la II Guerra Mundial y depositando a partir de ese momento toda suerte de certidumbres en ese «egoísmo responsable» formulado por la teoría capitalista.
La quiebra de los partidos socialdemócratas
El estrepitoso fracaso de la propuesta neoliberal culminaría en la crisis económica de 2008 y la calamitosa gestión posterior de la misma que, amparada en los mismos usos, haría recaer todas las cargas en las clases medias y trabajadoras aumentando todavía más los desequilibrios.
Durante los años anteriores, en medio de tanto delirio, los antiguos partidos socialdemócratas atrapados en esa misma borrachera tras la renuncia a sus principios más fundamentales, fueron arruinándose en el descrédito ante su electorado tradicional lo que dio todavía más alas a los partidos liberales cegados por una fe inquebrantable en sus teorías.
Tuvo que llegar una pandemia de carácter universal, cobrándose millones de víctimas en todo el planeta, para que muchos dirigentes occidentales hayan advertido el fracaso de su apuesta, aunque todavía lo sea de manera bastante tibia, recobrando ciertos principios de solidaridad que habían sido completamente desacreditados durante las décadas anteriores.
Es muy probable que en ello tenga también mucho que ver el resurgimiento de numerosos movimientos de extrema derecha que se creían extintos en Europa desde la II GM y que han adquirido enorme relevancia a lo largo y ancho de todo el continente.
Como entonces, su mensaje simplista, aún en un mundo tan extraordinariamente complejo, está calando de manera muy sensible entre la ciudadanía vista la incapacidad de los partidos tradicionales para resolver sus problemas, incluso por muy irracionales que parezcan algunas de sus propuestas.
Ascenso y caída de Podemos
En medio de toda esa vorágine y mucho antes de que la pandemia pusiera en evidencia todas las fallas del sistema, tal como había sucedido en Grecia, Francia o Alemania, «Podemos», aparece en el panorama político hispano recobrando muchas de las propuestas abandonadas de los antaño partidos socialistas democráticos europeos de la posguerra tras haber caído ebrios de la misma fiesta neoliberal.
Un nuevo partido que constituía una esperanza para todos aquellos que desde la izquierda y desde la transversalidad de aquellas personas que apenas se habían acercado a la política parecía devolver la ilusión por una sociedad más justa, especialmente para los mayores damnificados por la versión más perversa del capitalismo.
Corría aquel 2016 en el que Podemos irrumpía con sus 71 diputados en las Cortes Generales de un país que no había conocido otra cosa que un bipartidismo rampante desde la desaparición de la UCD.
Podemos representaba la posibilidad de poner coto a ese establishment que parecía seguir siendo heredero de otro tiempo, que se distanciaba cada vez más de la realidad de la calle y al que la crisis económica provocada por él mismo le había acabado favoreciendo sensiblemente dando lugar a un insostenible aumento de los desequilibrios sociales.
A partir de ese momento y, del mismo modo que nos recordara en su día el mismísimo Luis Mª Ansón en su estrategia de acoso y derribo al PSOE de Felipe González, todas las fuerzas conservadoras desataron una feroz campaña para la desestabilización de la joven formación desde todos los frentes.
Lo de menos era la veracidad de las acusaciones, de hecho a pesar de que son incontables en su número, ante la justicia apenas si ha habido alguna sentencia menor a algún miembro del partido y lo ha sido a título personal y no exenta de debate como el conocido caso del diputado Alberto Rodríguez.
Su continua y absurda comparación con los soviets de la antigua URSS, Corea del Norte, el castrismo o el chavismo, demás regímenes fracasados y en general con un modelo de totalitarismo extinto en Europa desde hace décadas ha sido la tónica general en todos los ámbitos y en numerosos medios de comunicación en aras de satanizar al partido y sus propuestas.
So pretexto del «calumnia que algo queda», Podemos primero y Unidas Podemos después, más aún desde que forma parte del gobierno, han tenido que soportar y soportan diariamente tal campaña de estigmatización que es difícil en semejante contexto revalidar el crédito incluso entre su propio electorado.
Pero… no es solo eso.
España es un país con una cultura democrática joven, lejos de otras centenarias democracias europeas, incapaz todavía de enjuiciar con naturalidad su pasado. Menos aún su pasado reciente.
Tanto es así que términos como república o una mera crítica a la cuestión monárquica son puestas en el disparadero por esa parte de la opinión pública que parece presa de un nacionalismo rancio que no deja de azuzarse desde todo tipo de púlpitos mediáticos.
Incluso desde el propio PSOE que, en ese mismo sentido, proclama su alma republicana mientras sirve de principal sostén a la monarquía.
Al margen de multitud de ejemplos como éste y sin olvidar todo tipo de estratagemas del establishment para mantener su inmejorable statu quo, Podemos ha cometido numerosos errores de gestión interna, mucho más allá de declaraciones fuera de tono y lugar que, por desgracia, son comunes en la refriega política e incluso fuera de ella en todos los partidos; pero que en el caso de Podemos son señaladas todavía con más virulencia por parte de sus adversarios políticos.
En primer lugar el exceso de culto a la personalidad del líder. Menos aún en un partido que surge de un movimiento casi asambleario, con cierto carácter transversal como decíamos antes y que si bien es cierto necesita integrarse en el orden constituido en aras de transformar la sociedad, no puede dejarse arrastrar por el liderazgo de una sola persona y su séquito más cercano.
La formación morada también ha resultado un fiasco en su implantación en los diferentes territorios. Podemos, al uso de los partidos tradicionales, se ha edificado finalmente siguiendo el mismo modelo estructural de estos. De arriba abajo –que tanto criticaba en un principio- y ha desdeñado el trabajo de la infinidad de formaciones locales y regionales que, del mismo modo que en su caso, se alumbraron a partir del 15M.
Cambiar los modos y maneras de una sociedad como la actual, altamente rendida al culto del individualismo, por otra donde la concordia sea una de sus señas de identidad, solo puede hacerse desde el conocimiento y la práctica en sus pueblos y ciudades. Es ahí en la cercanía, en la interacción con la ciudadanía, a la vista del trabajo diario, desde donde se visualiza mejor la acción política.
Es cierto que es un proceso lento que ha de conjugarse con la participación en las instituciones públicas para dotarle de mayor agilidad y efectividad pero que no puede desdeñarse de la forma que lo ha hecho Podemos. Sobre todo cuando se trata de su zona del tablero.
No debemos olvidar tampoco ese conocido carácter crítico de la izquierda que, como ha ocurrido tantas veces, divide continuamente a la misma en beneficio de sus rivales políticos.
Por último y aun tratándose de un partido con pretensiones diferentes, más allá de las consabidas máquinas electorales en los que han quedado convertidos PP y PSOE, Podemos tampoco ha quedado libre de luchas intestinas como en el resto.
Y de aquellos y aquellas que ven en la política un puesto de trabajo mucho más allá del servicio público que deben desempeñar en favor de la comunidad.
En el gobierno con el PSOE
Además, es cierto que la entrada en el gobierno tiene un coste. Por si eso no fuera ya poco no olvidemos que el PSOE prefirió en primer lugar un acuerdo de gobierno con un partido nacionalista y ultra liberal como era el caso de Ciudadanos y que solo aceptó la compañía de Unidas Podemos cuando no le quedó más remedio.
El PSOE ha sido históricamente el partido del «sí pero no». El mismo que formó gobierno con la dictadura de Primo de Rivera y después durante la república. El de OTAN NO y acto seguido OTAN SÍ o, como decíamos antes, el que desde su apariencia republicana es el principal sostén de la monarquía.
Nadie pone en duda que los logros laborales y sociales más significativos de la presente legislatura lo han sido por obra y gracia de los ministros y ministras de Unidas Podemos en su mayor parte. Las subidas del SMI, las de las pensiones acogidas al IPC medio o el Ingreso Mínimo Vital. Del mismo modo que la reforma laboral o la figura de los ERTE, consensuadas en muchos casos con los agentes sociales, y a pesar de las reticencias de su socio de gobierno.
Pero ni siquiera eso ha servido para frenar su sangría de votos.
Lástima que la pandemia se haya interpuesto en las labores de gobierno y, ahora, la crisis de la energía y las derivadas de la guerra de Ucrania interfieran del mismo modo la misma. Aún queda mucho por ver pero es de prever que tal estado de cosas pase más factura a Unidas Podemos que al PSOE visto el tradicional modus operandi de este último, sus vaivenes habituales y por cuanto el nivel de exigencia de su electorado es muy inferior al del primero.
La irrupción de Yolanda Díaz
Sin duda la mayor sorpresa de la legislatura y así lo reflejan todas las encuestas. Ni siquiera Núñez Feijoo, tras su llegada a la presidencia del PP y con el viento soplando a su favor, ha sido capaz de superarla por el momento en valoración.
«Sumar», es el nombre provisional con el que ha denominado su proyecto cara a las próximas elecciones generales la ministra artífice de los principales logros del gobierno en materia laboral.
Logros que, de no haber sido por la pandemia, el volcán, la crisis energética, la inflación, la guerra, las debilidades de su propio gobierno, una oposición vehemente y, en definitiva, un sinfín de contrariedades, hubiesen marcado un hito en la historia de un país marcado por un sector empresarial de lo más berlanguiano y un modelo laboral intensivo de salarios bajos.
Sin embargo, muy al contrario de lo ocurrido recientemente en Francia, donde toda la izquierda, incluido un cuasi desaparecido pero otrora poderoso partido socialista francés, se ha aglutinado entorno a la figura del ex ministro socialista Jean-Luc Mélenchon y su Francia Insumisa cara a las próximas elecciones a la Asamblea Nacional, tanto Díaz como la mayoría de los que intentamos entender la cosa política en España damos por descontado que el PSOE no se sumará a dicho proyecto.
En primer lugar porque el PSOE no se encuentra en la situación de extrema debilidad de su homólogo francés y en segundo porque con sus habituales vaivenes ideológicos el PSOE, por mucho que lo siga enmascarando en sus siglas, se encuentra más cómodo –al menos en el aspecto económico-, del lado de ese mismo establishment.
Pero no solo es el partido socialista el que se presenta como presunto rival en esa zona del tablero político. La propuesta de Yolanda Díaz ha encontrado eco en la mayoría de formaciones políticas a la izquierda del PSOE pero en el caso de Podemos es evidente su falta de sintonía.
Máxime por la manera en que Pablo Iglesias la nombró líder de la coalición con IU, porque ni siquiera es miembro de la formación, porque hay mucha gente en Podemos que se considera la única heredera de las esencias de la izquierda y porque ha sido capaz de afrontar la realidad circundante con mucha elasticidad y capacidad de negociación y con un discurso sin necesidad de las habituales salidas de tono del resto de portavoces.
Aceptada por el momento, a regañadientes sin duda tal como se ha visto en Andalucía, el choque de trenes puede producirse en cualquier momento y eso le acabará perjudicando a ella misma, a toda la izquierda y, evidentemente, a todo un país donde el neoliberalismo, a pesar de sus sonados fracasos más allá del favor de las élites, sigue siendo el santo y seña de los partidos conservadores.
Todo ello en un país que todavía no ha superado la adolescencia democrática. Que ha sido puesta a prueba con un gobierno de coalición en duda y calificado de ilegítimo desde el primer momento a pesar de ser la fórmula habitual en los países más avanzados socialmente en todo el continente europeo. Y con un bipartidismo con el que muchos no dejan de soñar para que nada cambie y todo siga igual.
Reconocían no hace muchos días en un conocido medio de comunicación el inconformismo habitual de la crítica política. En épocas de mayorías absolutas se criticaba el modelo por su facilidad y abuso para «pasar el rodillo» y ahora se le critica igualmente justo por todo lo contrario.
Volviendo a lo que nos ocupa la incapacidad de Podemos para saber cuál debe ser su papel en cada momento le ha perjudicado de manera más que sensible tanto en el marco nacional como local. Un exceso de protagonismo y de intervencionismo de la marca que le ha acabado pasando factura a lo largo y ancho de la geografía española.
Todavía hay más.
Giambattista Vico (1668-1744) fue un filósofo italiano que pronosticó una visión circular de la historia. Es decir la historia nunca termina de cerrarse por el contrario a lo que propusieran Marx o Hegel en los diferentes estados de la misma.
Con más precisión lo expondría Friedrich Nietzsche en su obra «La gaya ciencia», donde nos habla del eterno retorno. En su obra Nietzsche asegura que los ciclos de la historia se repiten continuamente. Los mismos sentimientos, en el mismo orden y a través de una suerte de sucesos similares.
Quizá entonces el tiempo de Podemos haya pasado.
Quizá estemos en el tiempo de una extrema derecha que avanza como una apisonadora tal y como ocurriera en una Europa no tan lejana a través de una crisis que persevera interminable y que puede deparar inusitadas consecuencias.
Quizá estemos ante un cambio de ciclo y Podemos acabará siendo solo uno más de sus damnificados.