- Bailar me proporciona un placer que es ante todo físico. El movimiento de distintas partes del cuerpo de acuerdo con la música que está sonando me hace sentir un tipo de felicidad inmediata que parece depender del cuerpo mismo y funcionar al margen de lo que a veces pienso que soy yo: un ser que vive atrincherado en mi cráneo y mantiene una relación compleja con el resto de mi anatomía. Cada estrato de la música que escucho apela a una articulación o a un grupo muscular determinados, incitando un gesto que se desata con un gozo incontrolado y sorprendente. El habitante del cráneo no ha autorizado ese disfrute, no ha dado la orden para el movimiento. Cada vez me interesa menos la música que se dirige únicamente al habitante del cráneo y más la que lo hace al hombro, a la pelvis y al dedo gordo del pie.
- Tocar el piano se parece a ser percusionista. Cada dedo es una pequeña baquetita que percute en (o empuja, o acaricia) una tecla-palanca que pone en movimiento un macillo que golpea una cuerda tensa. Una y otra vez, muchas al mismo tiempo. Para obtener determinados resultados necesitas dar efecto, como una tenista o una jugadora de billar, a ese momento de contacto entre los dedos-baqueta y las teclas-palanca, necesitas prever el funcionamiento del mecanismo, qué velocidad va a adquirir el macillo, en qué momento va a golpear la cuerda, qué sutil variación tímbrica va a provocar cada ligera desviación en el ataque. Pero todo eso no lo hace tu cerebro, qué va. Lo hace tu cuerpo. El habitante del cráneo está ahí, pensando que dirige la orquesta. Pero por momentos se parece al niño pequeño que juega a dirigirla cuando en realidad está bailando su música.
- Las lenguas que conozco están hechas con sonido. Casi todas las que no conozco también lo están. En el caso de estas últimas, el plano sonoro es al único al que puedo acceder. Escucho a gente hablando en lenguas que no entiendo y disfruto como quien escucha música o quien oye llover. El sonido puro y duro me acaricia la oreja y mece mi cuerpo. También funciona si es una lengua que conozco; en ese caso, me recreo en ciertas vocales, cuya llegada espero impaciente y en las que me acurruco. Repito una y otra vez los fonemas que me llaman la atención, hasta que en mi boca chapucera encuentro una imitación lo bastante parecida a lo que busco como para provocar ese estremecimiento placentero casi infantil por injustificado. El habitante del cráneo observa expectante y aplaude cuando lo consigo.
- Pero no funciona solo con la fonética. Esta hace que disfruten mi lengua, mi cavidad bucal entera, mi cara por dentro y mi cuero cabelludo. Un poco los hombros, tal vez. En cambio, la gramática va directa a mi cerebro y baja por la parte posterior de mi espina dorsal. En la cadencia perfecta que encuentran unas pocas escritoras, algunos escritores, esta música hecha de palabras que se mueven hace que tenga que apartar un momento el libro, cerrar los ojos y dejar que la sensación me inunde por desbordamiento. El ser de mi cráneo y yo nos abrazamos llorando, nos sentimos felices y bailamos el vals. Estamos profundamente agradecidas.
- Porque cuando nos sosegamos, esto queda: la alegría animal de ser ante todo un cuerpo que está en el mundo, que disfruta terriblemente con ello y cuya integridad no se ve amenazada de manera obvia o constante (no más que lo que implica ser un cuerpo que enferma y muere; no más que lo que implica ser un cuerpo de mujer adulta, blanca, de aspecto y capacidad funcional normativos, relativamente sana y con recursos económicos y humanos que lo protegen). Ser, en ese sentido y en algunos otros, un cuerpo privilegiado. Me recuerdo a mí misma con esto que no todos los cuerpos son, o somos, iguales.
- Y aunque me resulta un poco lejano el marco conceptual medieval de doña Hildegarda de Bingen, vale la pena recordar también que esta señora ya lo dijo así de bien: el alma no está en el cuerpo; el cuerpo está en el alma.