Siempre me aprovecha repensar la emancipación intelectual que Rancière planteó en su libro El maestro ignorante. Ésta caracterizaba a aquel alumno o alumna capaz de poner su inteligencia al servicio de su voluntad. Tal debía ser, según Rancière, el único fin de la educación y de los maestros dentro de ella. Nada de enseñar esto o lo otro; nada de explicar, resumir, clarificar conceptos, informaciones, etc. Lo que un maestro debía hacer era emancipar intelectualmente a los alumnos para que éstos, leyendo, pudiesen enseñarse a sí mismos todo. Para hacerlo, había que actuar solamente sobre la débil voluntad de los alumnos, jamás sobre sus inteligencias. La relación pedagógica se establecía, pues, entre la voluntad del maestro y la del alumno, no entre las inteligencias de uno y otro. Porque la única verdad acerca de esta última dimensión, según Rancière, era que todos los individuos tenían una inteligencia igual. No había unas inteligencias más fuertes que otras, sólo voluntades más débiles que otras (la del maestro, la fuerte; la del alumno, la débil). De ahí que no hiciera falta que el primero explicase las cosas al segundo para ayudarle a comprender, pues lo único que el alumno necesitaba era dirigir y mantener su propia inteligencia en el problema. Esto es: ser capaz de aplicar su voluntad sobre su inteligencia. En cierta manera, el alumno era un centauro que tenía que enseñarse a sí mismo a galopar: la inteligencia era lo dado, lo biológico, lo animal; lo variable y específicamente humano (lo enseñable) era la voluntad.
En su libro, Rancière definió la inteligencia con la capacidad de relacionar una cosa con otra. Y es verdad. La inteligencia no es más que el acto indivisible de trazar una relación en el pensamiento. Insisto: se trata de un acto indivisible; sin relación no hay inteligencia. Por eso cuando, como profesores, repartimos libros de textos que son siempre y en último extremo libros de rellenar huecos (huecos más grandes o pequeños, pero huecos al fin y al cabo; y no es lo mismo rellenar huecos que trazar relaciones, sino lo contrario: al rellenar huecos sólo completamos la relación que otros han trazado), entonces hacemos igual que Zenón con su paradoja de Aquiles y la tortuga: pretender que algo indivisible como la inteligencia pueda dividirse, como el espacio se dividía infinitamente sin que Zenón tuviera en cuenta la velocidad y la longitud mínima de un paso. No sé si el lector se acuerda de ella. En la paradoja, era Aquiles quien tenía que adaptar su velocidad y su zancada a la infinita divisibilidad del espacio para avanzar solamente la mitad de lo que le iba restando a la tortuga a cada paso, para no alcanzarla así jamás. Pues bien, impidiendo que los niños establezcan relaciones (o limitando enormemente el tiempo y espacio dentro del que les dejamos trazarlas), destruimos la posibilidad de que en el aula se manifieste el acto indivisible de la inteligencia. A fuerza de dividir el currículum en infinitas etapas, todas ellas separadas por la menor distancia posible (en todo caso, menor distancia de la que la zancada de la inteligencia es capaz de salvar), y a fuerza de hacer pasar a los niños por cada una de ellas (por infinitesimal que sea el espacio que las separa), logramos que los pequeños Aquiles no establezcan una relación jamás, que nunca activen su inteligencia, que nunca alcancen la tortuga que hace siglos pudieran haber dejado atrás.
Otros autores han ofrecido sus propias versiones de la tesis de Rancière de la igualdad de todas las inteligencias. Por ejemplo Brunner (1966): «cualquier asignatura puede llegar a enseñarse de una manera que sea intelectualmente honesta a cualquier niño en cualquier etapa de su desarrollo». O Stenhouse (1967), quien tomaba como punto de partida la certeza de que los niños siempre aprenden, de que todos son lo suficientemente inteligentes para hacerlo: «los alumnos aprenderán en el curso normal de los acontecimientos, con independencia de lo que nosotros hagamos. En clase, aprenderán a leer tebeos escondidos, aprenderán que Shakespeare es un tostón, aprenderán a identificar las marcas de los coches aparcados en la calle que se divisan desde la ventana de clase, aprenderán a grabar sus nombres en las tapas de madera de los pupitres o a multiplicar y dar la respuesta incorrecta. Siempre que las actividades escolares les interesen lo suficiente como para desconcertarlos, asumirán el desafío de entenderlas. Un error garrafal es producto de la insistencia del niño en aprender. […] La función del maestro, entonces, no es causar el aprendizaje, sino controlar su dirección. Tampoco puede detener el proceso de aprendizaje. Cuando enseña mal, no es que los niños dejen de aprender. En realidad es al contrario: aprenden —a menudo demasiado bien— lo que no es deseable».
¿Qué aprenden los alumnos a través de esos currículos en los que el aprendizaje va desunido de la inteligencia y el desarrollo cognitivo se representa como un avance infinitesimal? ¿Qué aprenden los estudiantes de libros de texto cuyo horror vacui les impide trazar una relación verdadera? Pongamos como ejemplo la enseñanza de la lengua extranjera, que es mi campo de estudio. Cuando el maestro traza por sí mismo las relaciones en vez de crear un contexto en el que los estudiantes sientan interés por concentrar su inteligencia, entonces no enseña la lengua sino cómo se enseña la lengua. Y eso precisamente lo que los estudiantes aprenden: nociones meta-lingüísticas, gramática… pero no la lengua. Esto quiere decir que, al margen de lo que los alumnos puedan aprender al no hacernos caso, hay algo que sí aprenden viendo lo mal que lo hacemos: nociones erróneas acerca de lo que es el aprendizaje y la enseñanza. Pues toda enseñanza enseña algo, pero sólo la mala se enseña tan sólo a sí misma. De acuerdo con este diagnóstico, la mayor parte del tiempo los estudiantes no aprenden de nosotros las cosas que les enseñamos directamente sino las teorías de aprendizaje que damos a entender de forma indirecta a través de nuestros actos. Estas teorías son erróneas, pero los alumnos no lo saben; igual que ignoran que existen alternativas capaces de fraguar otras experiencias. Les desconcierta nuestra enseñanza imposible, así que sobre ella se preguntan y aprenden. Y lo que concluyen es que, si la educación es esto, entonces es demasiado insoportable.
La educación se vuelve demasiado insoportable cuando el profesor no permite a quien le escucha identificar el lugar que su propia inteligencia pudiera tener en sus clases. Pues todos los alumnos saben qué es la inteligencia, y tienen muy claro para qué sirve cuando usan un videojuego, leen un cómic, escuchan música o hablan con sus amigos. El problema viene cuando los estudiantes no comprenden qué lugar podría ocupar su inteligencia en la escuela, que es el único contexto que podría ayudarles a disciplinarla y ponerla al servicio de su voluntad. Para que esto suceda, ya he dicho que la relación pedagógica debe establecerse entre la voluntad fuerte del maestro y la débil del alumno, no entre las inteligencias iguales de cada uno. A pesar de que en un momento de su libro Rancière hable del maestro implacable, es obvio que la manera de fortalecer la débil voluntad del niño no puede consistir en que el maestro imponga su voluntad de forma autoritaria, desnuda y brutal. Como el arquitecto diseña una casa o el artista un decorado, creo que el maestro ha de crear contextos en el que los alumnos se vean forzados a desplegar su propia inteligencia. El maestro debe organizar un contexto que invite a los alumnos a trazar relaciones, y esto no se consigue rellanando huecos ni colocando al estudiante frente a un abismo sin final. Las demandas del propio contexto son las que han de recoger, guiar y empujar al alumnado hacia adelante a través de normas, recursos y materiales que, como los pasillos, tejados y escaleras de una casa, impongan una objetividad. A través de estos elementos el maestro impone su voluntad sin ejercerla, fuerza indirectamente al alumno a desplegar su inteligencia.
[…] de su ciudadanía y un mínimo de equidad social. De igual forma, lejos de seguir fomentando lo que Jacques Rancière llamó «el círculo de la impotencia» —esto es, la desconfianza de la sociedad en su capacidad […]