Carretera, camino del pueblo en bus, una plantación de intensivo ─ los árboles muy juntos, destinados a producir más en menos espacio, podados al límite ─ deja paso a otra mucho más antigua y descuidada donde unos grandes olivos han crecido hasta generar una atmósfera algo así como onírica, espiritual podríamos decir. Pienso en los viejos bosques sagrados de celtas, griegos o bruixas y me pregunto en qué momento abandonamos por completo aquellos templos naturales… Acaba de nacer la idea para la segunda entrega de los «Diálogos invisibles».
No solo los bosques, también las montañas y cavernas se encuentran entre aquellos lugares que durante mucho tiempo fueron considerados sagrados, lugar de culto, cuyos ecos perduraron mucho más tiempo del que se suele pensar hasta que hoy, en plena aceleración posmoderna, nuestra mente salvaje corre un serio peligro de desintegrarse por completo; caminos cada vez más desdibujados, el imperio de la broza, dólmenes y ermitas que irán cayendo piedra-a-piedra, la naturaleza entendida solo como espacio idóneo para el fin de semana… y aun así, seguimos intuyendo en ciertos sitios la presencia de esa pulsión espiritual, incluso sin llegar a comprenderla por entero; hemos desacostumbrado la mirada, pero nuestros ojos son los mismos.
Ya con el neolítico surge una primera necesidad de acotar aquellos puntos vinculados a lo espiritual y la liturgia para establecer una distinción física entre éstos y lo profano. De la vida y los ritos telúricos que nos habían mantenido en las cavernas, acceso al corazón sagrado del mundo, pasamos al ager, una naturaleza domesticada y progresivamente desacralizada, de tal manera que el entorno dejará cada vez más de ser un espacio homogéneo para dar paso a diferentes escisiones que fundan a su vez una distinción cualitativa. A partir de este momento, el arte será el encargado de señalizar, significar e incluso modelar los espacios sagrados; fue la era de los dólmenes, monolitos, crómlech o, cuando visitemos las cuevas, el arte esquemático.
Naturaleza y Arte (naturalia et artificialia, como se denominaría, en latín, a ambas esferas de realidad en los viejos «gabinetes de curiosidades») se compinchan así como únicos vehículos capaces de restablecer el antiguo diálogo invisible entre las personas y sus mundos espirituales, una propuesta dialógica que no se da por separado, sino que manifiesta claros nexos de unión: los abrigos rupestres con arte parietal, como templos al aire libre que son, nos conducen de nuevo hacia la montaña, la roca, la gruta, la madre… El dolmen no deja de simular una pequeña caverna levantada en el llano (no olvidemos que en origen estaban cubiertos) o los crómlech un todavía hoy enigmático y sagrado jardín lítico, situado asimismo en enclaves naturales.
Comprender hoy estos espacios es algo que solo puede realizarse desde la mirada interior y desde el propio arte. Lo proponía Jorge Oteiza en un pequeñísimo ensayo sobre el fenómeno de los crómlech fechado en 1959: «Espiritualmente el artista cumple un tipo de función social y religiosa muy semejante en todas las culturas», y por tanto «se sitúa privilegiadamente para que personalmente le sea revelado el momento de la creación correspondiente en cualquier hora, aun la más remota, en la historia». Dicho de otra manera, el enigma que envuelve a aquella obra de arte que ha cristalizado en el pasado lo es en tanto que lo abordamos como tal, como un acertijo por desentrañar, pero se torna accesible cuando lo enfocamos a través de la intuición y de la propia experiencia estética; capacidad que, añadiría yo respecto a Oteiza, nos es inherente.
A este respecto, no deja de resultar curioso que aquellos que siguieron retornando a la naturaleza, diríamos, pura, de bosques y montañas hayan elegido tradicionalmente como espacios significativos aquellos que mostraban aún ese vínculo con las manifestaciones artísticas-simbólicas precedentes. Ocurría en los celtas y el mundo druídico, con Stonehege como referencia ineludible, pero también las brujas medievales se internarían en zonas boscosas y/o montañosas para reunirse en torno a dólmenes, cuevas, fuentes… como así se ha documentado ampliamente, por ejemplo, en el Pirineo aragonés (Tella, Villanúa, Biescas…). La atracción por lo salvaje no entiende de credos ni de épocas, es una cuestión de raíces.
También merece la pena destacar, por su proximidad a nuestro propio contexto, que buena parte de las remotas ermitas y santuarios cristianos medievales y hasta del barroco en España y Europa se corresponden con lugares de cultos paganos previos, los cuales heredan a su vez estas localizaciones tan singulares de prácticas antiquísimas. Se ha señalado, de hecho, cómo en muchos casos las circunstancias detrás de su fundación han marcado cierta tensión entre lugar habitado y paisaje (apariciones a pastores, eremitas y niños perdidos en el monte, imágenes que retornan una y otra vez a su lugar de origen, afloramientos milagrosos de agua en las profundidades del bosque, etc.). La práctica totalidad de pueblos y ciudades cuentan aún con sus ermitas y romerías, más o menos abandonadas según el caso, que al menos una vez al año nos invitan a pasar un día en estrecho contacto con el campo, a recorrer andurriales impensables para el confort urbanita.
Así, las sucesivas tradiciones espirituales, religiosas y litúrgicas han reelaborado (transformado, adaptado, sublimado) un discurso cuyo génesis siempre nos lleva de vuelta al paisaje. Mientras, en el interior de las ciudades también se buscaba de manera instintiva traer la naturaleza; al fin y al cabo, ¿qué son los templos griegos o las catedrales góticas sino bosques y montañas? Bóvedas estrelladas, pilares fasciculados, capillas, pináculos, hornacinas, laberintos… El templo católico del siglo XIV era también un mapa del mundo natural, y es que el arte será siempre, por muchas capas y metáforas que usemos, un viaje de vuelta.
El problema reside, quizá, en que un día dejamos de subir a los montes para pegar los ojos a la piedra estereotómica, al ladrillo, vidrio, acero, hormigón… Hoy en día padecemos cierta miopía espiritual que vuelve todo lejano y borroso, es más, parece imposible que el modelo de vida actual, sometidos al bombardeo posmoderno, permita la disposición mental y emocional necesarias para acercarse al mundo y al arte de la forma esgrimida por Oteiza o por los antiguos ermitaños y peregrinos. Pero también puede ocurrir que, como escribía Andrew Vachss, «mientras existan las ciudades, habrá gente que no pueda vivir en ellas», lunáticos dispuestos a lanzarse de nuevo al mundo real, la naturaleza, para recorrer los viejos santuarios. Hay una verdad muy simple escondida tras todo esto: en la ciudad ascender equivale a alejarse del suelo, de la realidad y hasta de nosotros mismos, en la montaña, no. ¡Vámonos de una puta vez!