Aunque pueda resultar redundante cada vez que escribo un artículo acerca del rey, la corona o la monarquía en general, gusto de iniciarlo siempre del mismo modo para evitar malas interpretaciones, sobre todo en estos tiempos que corren donde todo está tan polarizado, donde muchos se han empeñado en que las cosas sean blancas o negras y se olvidan de que, por lo general, la vida está llena de matices.
Esto es que uno es republicano por naturaleza, que en mis modestas entendederas no cabe que el puesto del jefe del estado tenga carácter hereditario y que, para colmo, goce de prerrogativas como la irresponsabilidad e inviolabilidad que le permitan hacer de su capa un sayo. Todo recogido en una Constitución que en una expresa interpretación de la misma así dictamina una judicatura incapaz de discernir la diferencia entre el personaje y la persona que lo representa. Una Constitución que a pesar de ello afirma sin rubor que todos los españoles son iguales ante la ley lo que la conlleva de hecho a la mayor de las paradojas.
Y es que ha sido ese carácter de irresponsable e inviolable del que se ha valido Juan Carlos I, presuntamente claro está, para enriquecerse de manera fraudulenta, defraudando al fisco que es como hacerlo a todos su súbditos y utilizando artes y mañas tan rastreras como las de mediar con testaferros y hasta la esposa de un traficante de armas para tan mezquinos fines. Sin duda Juan Carlos debió pensar cuando cometió tales actos que la pensión de 194.232 € anuales que le quedaría cuando se jubilase no sería suficiente para mantenerse tanto él como sus conocidas correrías.
El Juancarlismo.
Nunca he vituperado al rey emérito, ni en sus mejores momentos. No por nada especial, más allá de que no tuvo que ganarse el puesto, sí no del mismo modo que entiendo huelga el caso cuando un político en virtud de su cargo cumple con sus obligaciones en interés de los ciudadanos. Tanto como decir que sí no fuera así entonces sí que merecería mi mayor reproche, por lo que si Juan Carlos no hubiera actuado como lo hizo aquella aciaga noche del 23F, ni siquiera podría considerarse un personaje digno y menos aún su faceta de rey.
Pero, a pesar de eso y mi condición republicana, siempre he afirmado del mismo modo que hubo un tiempo en el que llegué a considerarme «juancarlista», ya que al menos en lo que le tocaba éste se prodigó en defensa de la democracia y apostó por la misma a pesar de las enormes reticencias –que se fraguaron en numerosos intentos de asonada-, de una parte no poco numerosa de la sociedad de aquel entonces y que todavía alguno de sus herederos añoran desde la caverna mediática.
Juan Carlos encontró su principal apoyo en el gran capital y la industria española de aquellos entonces, ávida de incorporarse al mundo real y que veía que las rigideces del régimen coartaban, no ya el desarrollo común del país que siempre les importó muy poco, si no sus posibilidades de enriquecimiento más allá de las fronteras del mismo.
Y no les fue mal, tanto es así que 40 años después la mayor parte de las empresas cotizadas en nuestro país, están todavía en manos de los herederos de aquellas. Lo que sin duda ha significado un lastre en cuanto a la asimilación del modelo político, económico y social de las antiguas democracias del continente. No en vano y tal como explicábamos semanas atrás en relación al turismo, España ha fundamentado su desarrollo durante todas estas décadas en sectores de bajo valor añadido para la ciudadanía pero de alto rendimiento para las esferas del poder económico.
Lo que conlleva de manera ineludible a las enormes secuelas que las crisis económicas provocan en nuestro país a pesar de ser una de las economías más ricas de la Unión Europea. Cimentar la economía en el turismo de playa y la especulación inmobiliaria, entendiendo al trabajador como un coste y no como una inversión y fomentando la competitividad a base de reducir salarios y aumentar la precariedad, difícilmente podrá dar salida a semejante bucle infernal.
Fue esa élite empresarial la que se congratuló con el rey desde entonces y con la que éste colaboró y sirvió, cobrándoselo de manera que parece poco ortodoxa y que ahora ha acabado en los tribunales de justicia de Suiza y España.
La deriva juancarlista.
«La avaricia lo pierde todo por quererlo todo», que decía Jean de la Fontaine, puede pasarle factura a un Juan Carlos I que lo tuvo todo: reconocimiento, poder ilimitado, un salario millonario a perpetuidad y acomodado en un palacio por cuenta del estado. Pero, parece, que no fue suficiente.
Sus citadas correrías fueron conocidas a lo largo de toda su vida y «se le tapó mucho», como dijo José A. Zarzalejos que bien que lo sabría él de cuando fue director de ABC, el diario monárquico por excelencia, antes de que acabará éste último atrapado en la deriva radical que le llegó después y sobre todo con su actual director el ínclito Bieito Rubido.
A pesar de sus achaques a Juan Carlos nunca se le quitaron las ganas de fiesta y para ello, si hacía falta, recorrerse todos los rincones del planeta. Sus numerosas amantes han hecho correr ríos de tinta en la prensa rosa prácticamente desde que se le conoce, aunque siempre de manera bastante subliminal, y su afición por las motos de gran cilindrada y los deportivos un suplicio para sus guardaespaldas.
Pero todo llega a su fin y a sus 82 años Juan Carlos I puede tirar por la borda la que podía haber sido una carrera más o menos brillante o, al menos, con más luces que sombras. A fuerza de ser sincero supongo que la definición moral y ética de las personas suele reflejarse en el devenir de sus vidas y la vida del emérito no puede decirse que haya estado muy apegada a su familia y, menos aún, a la ejemplaridad que se le presupone.
El fin del juancarlismo y… ¿de la monarquía?
Con su abdicación y el ascenso al trono de Felipe VI en 2014, la corona intentó pasar un tupido velo sobre todas las fechorías de Juan Carlos pero tanta insensatez acaba destapándose tarde o temprano. Felipe VI que tampoco puede decirse que haya sido hasta ahora un prodigio de intenciones, más allá de su carismática figura, hasta que no vio la imposibilidad de seguir tapando las acusaciones sobre su padre y aprovechando la pandemia del coronavirus fue entonces cuando decidió quitarle sus asignaciones y renunciar a sus derechos hereditarios sobre una fortuna que puede resultar en buena parte fraudulenta e ilegítima.
Demasiado tarde. El actual monarca nunca debió esperar tanto para retirarle la confianza a su padre y debería haber actuado mucho antes de que salieran a la luz pública las acusaciones sobre el mismo.
Su buena percha y figura, puede que no acaben sirviéndole de nada tras su intento por ocultar lo que era un secreto a voces. Y si a eso añadimos las secuelas de otros sonados casos como el de su hermana y su cuñado, su discurso intranscendente y vacuo puede acabar pasándole factura a una institución ya de por sí difícilmente justificable.
No será hoy ni mañana ya que los problemas no dejan de acumularse a costa de un insostenible modelo económico que cada vez evidencia más sus deficiencias, pero más temprano que tarde España deberá replantearse un modelo de estado que por los justificados temores que reconociera el propio Adolfo Suárez, tuvo que aceptar en su día a pesar de no contar con el beneplácito de los españoles.