En las anotaciones autobiográficas que comparto en este medio —bocetos apresurados, escritos a vuelapluma entre juegos y caricias y lecciones— mi mente oscila siempre entre el sexo y sus sustituciones: entre aquello que es sexo en el sentido usual del término (la descarga de la libido por la vía corporal, por la estimulación de zonas erógenas) y aquello que ya no es sexo pero que, aun así, con él se relaciona. Con esto último me refiero a actividades que logran canalizar la libido por la vía cultural. En mi anterior entrada, por ejemplo, —la primera de esta Declaración de intenciones— escribí acerca de cómo mi mente había fabricado diferentes fantasías a lo largo de mi vida; la primera, sobre el placer que quería lograr con muchas mujeres; la segunda, sobre las docenas de hijos e hijas que a veces me gustaría tener —fantasía con la que enriquecía mis recuerdos de una masía que mi familia vendió cuando yo tenía once años, cuya pérdida significó el fin de mi infancia—; y finalmente mi fantasía más reciente, la de comprar una casa de campo con otras familias amigas y explorar con ellas, durante el verano, otras formas de vivir y relacionarnos, diferentes de los modelos familiares y profesionales que asumimos todos los días.
Cuando miro de frente esta sucesión de fantasías, no se me escapa que la segunda y la tercera son desplazamientos de la primera, la más pura, la propiamente sexual, asociada a la búsqueda de un goce corporal inagotable. Que todo sea un sustituto de la dimensión sexual, sin embargo, —que la libido sea, en origen, sexual— no significa que el ser humano deba buscar solamente este tipo de gratificaciones. Pues la libido admite desplazamientos no-sexuales: la libido se canaliza, se transforma, se sublima. Es tan indestructible como versátil, tan flexible como pegajosa. De ahí que sea algo con lo que uno pueda jugar en todos los órdenes de su experiencia. Nos lo recordó hace poco Adam Phillips, en su ensayo biográfico sobre Freud, al apuntar que la sexualidad tal y como la explora el psicoanálisis tenía que ver con algo tan amplio como «lo que las personas podían y no podían hacer juntas; unas con otras y consigo mismas»[1]Phillips, A. (2014). Becoming Freud: The making of a psychoanalyst. Yale University Press, pág. 113. Por eso el psicoanálisis acababa siendo también una política, «una manera moderna, entre muchas otras, de pensar acerca de nuevos estilos de relación y nuevas versiones de la vida grupal»[2] Op.cit., pág. 146.
Otras —nuevas— versiones de vida grupal: eso es lo que hoy me interesa vivir y pensar. No cabe duda de que, cuando por fin llegue, la casa de campo con la que fantaseo será un objeto de estudio y deseo a partes iguales. Cuales viajeros que coincidiesen en un mismo banquete tras partir de lugares muy distantes, en esta casa confluirán —como invitados de honor— mi pasado, mi presente y mi futuro. De mi pasado convocaré mi infancia (los veranos que disfruté hasta los once años en aquella masía de Onteniente) pero también incursiones adolescentes en casas abandonadas. De mi presente, todo lo que sé sobre educación y pedagogías alternativas. De mi futuro, niños y adultos que habrán de seguir creciendo —ambos— sobre los raíles ampliados de la felicidad. En esta casa de campo trataré de sintetizar mi vida con lo más creativo de mi propia enseñanza. No quiero que haya una pared entre estos dos mundos, el familiar y profesional; no quiero que mi mujer y mis hijas (y el padre que también soy) no puedan aprovecharse de las ideas y principios que, como profesor, también me cautivan. Todo ello significa que tendremos que hacer compatible, bajo un mismo techo, nuestra unidad familiar con un tejido de relaciones más amplio, cosido alrededor de amigos y amigas. Pues no se trata de disolver la familia, de decir que ya no existen padres y madres, parejas, hijos o hijas. Se trata de implantar la familia en un terreno abonado por la amistad. Tal será la arquitectura interna de esa casa de campo; ésas sus vigas maestras.
Para nuestro proyecto, sólo existe un problema. Mi mujer y yo tenemos la fantasía, el concepto, la juventud y los buenos amigos. Sólo nos falla la economía. En realidad, nos falla el país en el que vivimos. A medida que pasan los meses, me doy cuenta de que lo que buscamos no es más que vida, y tal vez por eso sea el nuestro un proyecto irrealizable. Sencillamente, este país quiere hacernos la vida imposible. Lo único que pedimos es un poco de espacio en el que ser libres y creativos con nuestros amigos y familias. No queremos más que un poco de espacio en el que podamos dejar de trabajar sin que tener que estar descansando por ello. Un poco de Casa, un poco de Tierra, un poco de Árbol, un poco de Animal. Un poco de Espacio con el que llenar nuestro Tiempo (pues el tiempo sin espacio no es nada). No, el verdadero problema de este país no es que su mitad interior esté despoblada, vacía; es que lo están nuestras vidas. Y bastaría con distribuir —en un acto eminentemente político— toda esta planicie desértica entre muchas familias para llenar, de una sola vez y para siempre, nuestro país y nuestras vidas.
Por supuesto, este país está haciendo con nosotros lo mismo que hacen todos los demás. (Retomo ahora argumentos que postulé al inicio del texto.) Partícipe en una tendencia global, esta sociedad cada vez dificulta más que demos una solución no sexual a la pulsión, canalizando nuestra libido hacia expresiones culturales. Sucede con estas últimas que, siendo complejas, requieren recursos, educación, técnica, control sobre cierta materialidad. Son mucho más sofisticadas que la gratificación sexual. Dependen, para su activación, del acceso y control de los individuos sobre señales y herramientas. En vez de esto, sin embargo, buena parte de la población recibe sólo una invitación sincera a la pobreza. Paradójicamente, este estrechamiento de la solución cultural —el estrechamiento, por razón económica, de lo que podemos hacer con nuestras vidas— atrofia también la vía de la gratificación sexual, que se sobre-dimensiona y se vuelve incapaz de canalizar todo lo que se espera y demanda de ella. En cierta medida, este es el horizonte histórico de la pornografía. Esta sobrecarga de la sexualidad es, finalmente, causa y efecto de estancamiento cultural. Efecto, porque el sexo se convierte en el único recurso disponible cuando la transformación creativa ya ha sido bloqueada estructuralmente a causa de la precariedad socioeconómica. Causa, porque el estancamiento en la mera gratificación sexual opera como un tapón para la verdadera transformación de la realidad externa.
Por eso no parece demasiado adecuado clamar por nuevas formas de liberación sexual sin vincularlas a una mayor democratización de la economía y la cultura. Sin estas últimas, la gratificación sexual muere aplastada bajo el peso de frustración y la violencia que la pobreza, el autoritarismo y banalidad generan en nuestras vidas. Con todos sus límites, creo que los jóvenes de los años sesenta practicaron en mayor o menor grado los «nuevos estilos de relación y versiones de la vida grupal» que hoy nos inspiran. Aquellos años siguen siendo un hito civilizatorio cuyas demandas tendrán que ser asumidas y conquistadas por nosotros antes de ser superadas; sus actos conforman, necesariamente, el horizonte de nuestra utopía. Como aquellas generaciones, nosotros sólo tenemos un sueño: experimentar qué puede significar la palabra abundancia —de cultura, de recursos, de herramientas, de felicidad. Por eso necesitamos esta casa, y mil más como ella, para que nuestra generación llegue por fin a entender los límites de un país que sólo contempla la vida, las relaciones y todo lo que salga de ellas, bajo el prisma de la austeridad.