Nuestro objetivo… no es acabar con los problemas del mundo, sino acabar con el mundo que creó esos problemas»[1]Halberstam, J. (2013). The wild beyond: With and for the undercommon. En S. Harney & F. Moten (Eds.), The undercommons (Introducción). Nueva York: Autonomedia, pág. 9.
De mi vida sólo me arrepiento de una cosa: cuando todavía era estudiante, de no haber tratado siquiera de acceder a una de las plazas que todos los años convocaba el colegio mayor de un barrio desfavorecido, en la periferia de mi ciudad. La institución tenía un convenio con la universidad, y gracias a él algunos alumnos podían alojarse de forma gratuita mientras se integraban en todo tipo de equipos de trabajo diseñados desde el interior del barrio, conducentes a su mejora. Recuerdo el día en el que imprimí la solicitud, la rellené y la sostuve en mis manos. El barrio estaba cerca de la casa de mis padres (donde yo vivía por aquel entonces); lo cruzaba todos los días, en el autobús que cogía al bajar del metro.
Claro que me arrepiento de otras cosas. Pero la naturaleza de este arrepentimiento es diferente a la de todos los demás. Siento que, de haber formado parte de aquel colegio mayor, hubiese tardado diez años menos en llegar a ser quien tanto me cuesta ser hoy. Además, con ello me hubiese ahorrado toda una serie de arrepentimientos menores: muy incómodos, muy molestos, sobre todo porque los arrastro como si perteneciesen a otra persona. De ellos no me queda mucho que aprender. Sin duda, hubiese sido muy bonito llegar a ser quien soy (y todavía mejor, y en menos tiempo) como resultado de haber participado en un equipo y un proyecto colectivo (incluso en los errores que esto hubiese acarreado), en vez hacerlo a través de una larga serie de despropósitos solitarios y enajenados, que es como sucedió. Pero sobre todo siento que, de haber mandado esa aplicación, no me hubiese dejado llevar por los espejismos que, finalmente, me asolaron durante aquellos años; por ejemplo, el que me arrastraba de una mujer a otra, como pollo sin cabeza, al sentir que el sexo era la única manera de llegar a otras personas.
Últimamente me ha asaltado un espejismo similar, pero esta vez relacionado con el número de hijos que quisiera llegar a tener. Ya soy padre de dos hijas pequeñas, valientes y risueñas, pero de forma intermitente me visita la idea de ampliar de forma bíblica mi descendencia. A María, mi mujer, no parece importarle esta fantasía, así que me toca a mí desentrañar mis sospechas. Cuando estoy preso de ella, las imágenes que me asaltan son las de un horizonte de aventuras perpetuas, de juego, abundancia y experimentación. Todo sucede en el interior de una casa amplia, poblada de infinitos chiquillos, donde se entremezclan los animales con las personas, las paredes con las plantas, los juguetes con los museos, las bibliotecas y las granjas. Es un espacio donde se fusionan la casa, el bosque y la escuela; el mundo de dentro y el de fuera. Además de ciertos hitos de la cultura infantil y juvenil, enriquecen esta fantasía mis recuerdos de una gran masía en la que, hasta los once años (junto con mis padres, mis primos y tíos), pasaba los largos veranos. Allí encuentra mi imaginación su sustento real y hace de esta fantasía algo inevitable.
Sin embargo, he llegado a la conclusión de que con esta última sucede lo mismo que con la expectación que me arrastraba, en el pasado, de una mujer a otra. Lo que ayer era un colectivo de mujeres sucediéndose en el tiempo, hoy es un colectivo de niños conviviendo en el espacio. Pero en cualquier caso, ambas fantasías son desplazamientos de mi verdadero deseo y de la verdadera colectividad; la más utópica de ellas, de hecho, y la más difícil de conseguir, en realidad. Se resume en una imagen sencilla: la de un grupo de adultos trabajando en una vida común. Por eso todavía me apena, después de tantos años, no haber ido a aquel colegio mayor. Con el tiempo su fantasma se ha hecho más y más largo.
Pero hoy pongo fin a ese error. Junto con otras familias amigas, mi mujer y yo vamos a hacernos con una vieja casa de campo, en un lugar cualquiera, en el que podamos pasar los meses de verano o cualquier otro periodo vacacional. La única condición que ponemos es que disponga de mucho terreno (el resto se puede arreglar). Viviremos en un régimen de propiedad comunal. Habrá una habitación para cada pareja y una muy grande, para los niños. Y un salón en el que se desarrollará la asamblea. La compraremos entre todos y será de todos por igual. Si queréis participar, estáis invitados. Me siento tentado, incluso, a abrir una convocatoria internacional. Cuantas más familias seamos, más habitaciones tendrá la casa, y más árboles, y más cultivos, y más gallinas, y más tablones y poleas para fabricar nuestra felicidad. Será un pedazo de materia donde cada objeto sea una herramienta con la que cumplir nuestros sueños. Sueños adultos, no infantiles. Sueños comunes, no solitarios. Durante los meses de trabajo, nos esforzaremos por combatir los problemas del mundo. Pero en las vacaciones crearemos un mundo en el que los problemas del mundo no tengan lugar.
Referencias
↑1 | Halberstam, J. (2013). The wild beyond: With and for the undercommon. En S. Harney & F. Moten (Eds.), The undercommons (Introducción). Nueva York: Autonomedia, pág. 9. |
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[…] la libido por la vía cultural. En mi anterior entrada, por ejemplo, —la primera de esta Declaración de intenciones— escribí acerca de cómo mi mente había fabricado diferentes fantasías a lo largo de mi vida; […]
[…] la libido por la vía cultural. En mi anterior entrada, por ejemplo, —la primera de esta Declaración de intenciones— escribí acerca de cómo mi mente había fabricado diferentes fantasías a lo largo de mi vida; […]