De encuentros y desencuentros:
1. En el otoño de 1972, coincidirían en la mansión de George Cukor, en Beverly Hills, a propósito de una comida-homenaje a Luis Buñuel, los veteranos Alfred Hitchcock, John Ford, Billy Wilder, William Wyler, Rouben Mamoulian, George Stevens, Robert Wise, Serge Silberman y los entonces cuarentones Robert Mulligan y Jean-Claude Carrière. También tendría que haber estado ahí Fritz Lang, pero su delicado estado de salud no se lo permitió. Con tamaña bonhomía fílmica, habrá que decir además que el bello palacio Cukor estaba entre las calles Sunset Boulevard y Mulholland Drive. ¿Más ánimo vital y cine juntos cabría pedir? La ocasión ha merecido un pequeño documental, Los chicos de la foto (2014), de Aparicio-Reguera, y un libro, El banquete de los genios (2013), de Manuel Hidalgo, además de que se consigna en Mi último suspiro (1982) del propio Buñuel. Las imágenes de la celebración, a cargo de Marv Newton, alcanzaron tanta demanda como las mejores de Marilyn Monroe. A 46 años de distancia, el asunto se podría antojar baladí, pero bien vale preguntar: ¿en 2064, o pasadas algunas décadas, los mismos 46 años, qué cineastas de hoy podrían conformar un cuadro igual o por lo menos semejante, qué trayectorias fílmicas de las que ahora bullen podrían entrar en ese diálogo de provocación del que habla Martin Scorsese cuando refiere que no hay cines ni cineastas totalmente aislados y que el cine todo no es más que una línea de conversación en el transcurso del tiempo y el espacio?, ¿qué cineastas de hoy son capaces de encontrar una legítima complicidad con aquellos maestros, si en las líneas de referencia se habla de la pierna falsa de Tristana (1970) o del desaire amoroso y el desencanto como motivo cardinal, común, se hagan películas de suspenso, westerns, films noir o comedias?
¿Qué cineastas?, en estos tiempos del compartimento egocéntrico, narcisista, del muro-ataúd. «Brindo, pero me quedan mis dudas», acotaba Buñuel, siempre receloso de la solidaridad cultural, mientras alzaba la copa en ese festejo en la hermosa mansión. «Hoy ya no se habla. Si dices a un amigo ‘tu película es estúpida’, ya no lo volverás a ver, ya no será tu amigo», comenta Jean-Luc Godard; porque, además, en los encuentros/desencuentros, que no son sólo entre cineastas sino también con productores, exhibidores y una larga lista de añadidos, persiste la ignominia, la barbarie, la ingratitud, en el escenario-arena batalla de todo creador: si en sus últimos años, Hitchcock, Billy Wilder o John Ford enfrentaron el desdén de productores, crítica y público, sumado a la crueldad de la enfermedad terminal y las desventajas de la ancianidad, los tiempos que corren son tan viles como aquellos, los de siempre: sí, se puede hacer una película con un móvil (como antes, con una súper 8), pero siguen siendo dueñas del panorama esas mastodónticas fábricas de dinero de las que habla Orson Welles en su comentario sobre un David W. Griffith exiliado en su propio medio.
Uno de esos depredadores, Netflix, recién pergeñó, para no perder la costumbre de meter tijera a todo lo hecho por Welles, «su versión» de Al otro lado del viento (2018), que, desde luego, carece del espíritu y la poesía del gran maestro, y en otra de sus lides, financió The irishman (2018), la más reciente película de Scorsese, para que el público la vea desde el confinamiento de sus hogares y no, como ha sugerido su autor, en la gran pantalla, porque en plena desbandada, no hay ya compañía fílmica que pague el capricho. Mientras, el otro depredador, Amazon, ha decidido «congelar», en vil acto de censura, al cineasta, no a la película, A rainy day in New York (2017), para hacer callar, esperemos que no para siempre, a ese «vejete cochino» que suponen es Woody Allen, en esta época pusilánime en que se manda a la hoguera cualquier cosa, huela o no a pecado.
De encuentros y desencuentros:
2. Si bien, The sisters brothers (2018), el neowestern del francés Jacques Audiard, y La balada de Buster Scruggs (2018), la segunda parada de los hermanos Coen en las mitologías del western, con toda su entusiasmante vehemencia, podrían sugerir una revitalización del género más querido del cine, habrá que remitirse a una de sus líneas de correspondencia más genuinas, es decir, a ese diálogo que refiere Scorsese entre uno y otro cineasta a través del tiempo y del espacio, que tiene ya establecido uno de sus puntos de referencia en Bad Company (1972), la pieza maestra de Robert Benton olvidada hoy, en la que se consolida un trabajo de complicidad previo, colmado de rigor y afán revisionista no exento de ironía, entre Benton y David Newman, sobre algunas de las rutas más vitales del cine clásico norteamericano: a ellos se deben los guiones de Bonnie and Clyde (1967), de Arthur Penn (en principio, pensada para Francois Truffaut, quien recomendó a Penn; ese diálogo de afinidades no queda más claro), y de There was a crooked man… (1970), de Joseph L. Mankiewicz, entre otros. En ese registro, las correrías por un infausto medio oeste a cargo de Jake Rumsey (Jeff Bridges) y Drew Dixon (Barry Brown, que evoca de continuo a James Stewart) en Bad Company, dejan ver, a la vez, la relevancia de la amistad como virtud, al modo del mejor Howard Hawks (por ejemplo, toda buena amistad comienza con una ruidosa pelea), y el reconocimiento conmovido y amoroso por un cine intemporal, en el cruce de caminos dado en esa década prodigiosa del cine norteamericano de los años de 1970, flujo entre los maestros veteranos que iban de salida y sus discípulos que comenzaban a hacer películas; equidistancia sólo equiparable cuando el cine silente permitió paso al sonoro. Y es que, entre ilusionistas o iconoclastas, como les ha llamado Scorsese, o disruptores, va el asunto.
De encuentros y desencuentros:
3. Si de iconoclastas o ilusionistas se trata, se dice que Godard está en deuda permanente, e incluso que le hubiera gustado ser Griffith. Igual, tal vez, a Orson Welles, cuando se refiere al tributo. De ahí que he visto necesario traer a este espacio el texto que Welles dedicó a Griffith, en mayo de 1965, como colofón a este asunto de quien con lobos se junta. Sólo se echan en falta imágenes que hubieran registrado la ocasión. Y dice:
«Me encontré con D.W. Griffith una sola vez y no fue un encuentro feliz. Fue en un cocktail party, en una tarde lluviosa, en los últimos días del último de los años treinta. Era la edad de oro de Hollywood, pero para el más grande de los directores había sido una década triste y vacía. El cine, que él había virtualmente inventado, se había convertido en un producto (producto único) de la cuarta industria más grande de América, y, en la cadena sin fin de las mastodónticas fábricas cinematográficas, no había sitio para Griffith. Era un exiliado en su propia ciudad, un profeta sin honores, un artesano sin herramientas, un artista sin trabajo. No me extraña que me odiara. Yo, que nada sabía sobre el cine, había conseguido la mayor libertad otorgada por escrito en un contrato de Hollywood. Era el contrato que él se merecía. Yo veía que no era demasiado viejo para ello, y no podía criticarle por sentir que yo era demasiado joven. Estuvimos de pie bajo uno de esos rosáceos árboles de Navidad y apuramos nuestras bebidas mirándonos el uno al otro como a través de un abismo sin esperanza. Yo le amaba y le veneraba, pero él no necesitaba un discípulo. Necesitaba un trabajo. Nunca he odiado realmente a Hollywood a no ser por el trato que dio a D.W. Griffith. Ninguna ciudad, ninguna industria, ninguna profesión ni forma de arte deben tanto a un solo hombre. Todo director que le ha seguido no ha hecho más que eso: seguirle. Hizo el primer plano y movió la cámara por primera vez. Pero fue más que un padre fundador y que un pionero, ya que sus obras perduran con sus innovaciones. Las películas de Griffith están hoy mucho menos viejas de lo que estaban hace un cuarto de siglo, cuando bebimos juntos bajo un árbol rosáceo de Navidad y fracasé tan rotundamente en expresarle lo que significaba para mí…, para todos nosotros. He vuelto a fracasar ahora. Está más allá del tributo».