Una virtud de urgencia alada: hay un instante privilegiado en el cine, se trate de una comedia silente, de un thriller, de un drama existencialista o de lo que se quiera, aquel en que el corredor, en su carrera, encuentra una oportunidad de desprendimiento, de descolgarse, tal como en una lid de maratón. Es un punto de fuga, acezante, provocador, sostenido, que define, en su despojo o desnudez, una posición ante el mundo: se corre para perseguir, pero también, en el mejor de los casos, para librarse, ampararse, redimirse, huir. No es un acto de cobardía, es un gesto de revancha, de necesidad, del excluido, contra toda previsión o posibilidad de control o sujeción; una andadura que es afirmación, «la metafísica de la condición humana en la sociedad del bienestar que roba afecto por doquier sin poder salir de la hiperkinesia de una sociedad estanca a perpetuidad», en palabras de Ayala Blanco. Ahí están las corretizas que son prodigio de frenesí-revuelta en un Buster Keaton que huye de un batallón de policías furiosos, asomados por doquier como perros de caza multiplicados, en Cops (codirigida con Edward F. Cline, 1922), tal como la escapada ante la afrenta de las mil mujeres aspirantes a esposa, igual que esas rocas rodantes que amenazan con embestir en la ladera empinada, en Seven chances (1925).
Desde entonces, o incluso desde antes, si se considera el traqueteo luminoso en el zoopraxiscopio, en 1893, de Eadweard Muybridge y su registro del trote humano, reinventado al infinito, en círculo, que se corresponde con el del astronauta Frank Poole en el 2001: Odisea en el espacio kubrickiano, en talante cósmico, a partir de ahí, correr es como un latido-impulso del cine mismo. Puede ocupar apenas unos minutos en la película que se desee, y acompaña algunos de los momentos altos del thriller, el film noir, el cine de horror y de ciencia ficción; incluso puede derivar, en sus inacabables vertientes, en un cine de desbandada, como en The warriors (1979) y Southern comfort (1981), de Walter Hill; además de evocar soledades y desamparo: en un trazo extremo, el corredor, o la corredora, no tiene auto, ni motocicleta, ni cosa parecida, ni tampoco se ayuda de trenes, caballos o artimañas afines; tampoco vuela o posee cualidades extrahumanas. Es un despojado, como el caminante, el exiliado; una figura única, desnuda, precisa. Por tanto, se le encuentra en They shoot horses, don’t they? (1969), el film de Sidney Pollack inspirado en la novela homónima de Horace McCoy, en ese maratón de baile en los años duros de la Depresión yanqui, transformado en carrera-tablado, cerco condena en tiempos de piojería y miseria (tanto como los nuestros, por supuesto), o en La soledad del corredor de fondo (1962), la película de Tony Richardson según el relato homónimo de Alan Sillitoe, en ese joven obrero, Colin Smith-Tom Courtenay, que hace de su carrera última un acto de rebelión, opuesto a la de aquellos otros jóvenes de correr brillante enviados al matadero en Gallipoli (1981), el film de Peter Weir que parte de Tell England, de Ernest Raymond. Porque se trata de figuras únicas en el laberinto como cárcel, en el que anida una misma trama geométrica, maligna e insalvable, a pesar de que el andar presuroso lleve al mar, como el de Antoine Doinel en Los cuatrocientos golpes (1959), de Francois Truffaut.
Y no debe extrañar que dos piezas maestras del correr en el laberinto vengan del cine/sentimiento alemán que recoge la congoja, el malestar y la desazón universal, con asideros en el cine desencantado de carreteras, caminos y huida norteamericano: Corre, Lola, corre (Tom Tykwer, 1998) y El ladrón (Benjamin Heisenberg, 2010): ahí están la carrera contra el reloj muerdecola, en la primera, y la revuelta terminal contra toda sujeción, la escapada, en la segunda. Son como el gesto postrero de la antiheroína-el antihéroe de hoy. En risueña lid, Corre, Lola, corre hace suya la frase del futbolista y entrenador Sepp Herberger, «Después del juego es antes del juego», y en ánimo deleuziano se inventa tres carreras con tres desenlaces diferentes para desafiar esa imagen-movimiento (e imagen-tiempo, faltaba más) que tanto agobia a ciertos teóricos fílmicos y a montones de simpatizantes de la cirugía y el maquillaje, en la llegada al punto de partida y reconocer el lugar por primera vez (según T.S. Eliot). Mientras, en tonos más sombríos, El ladrón se inspira en la figura del corredor y ladrón de bancos, Johannes Rettenberger (Andreas Lust), a partir de la novela de Martin Prinz, para arribar, con ejemplar rigor y emoción, a esa conciencia de destierro-encierro, la absoluta soledad, al final del camino, y en el camino que se corre, en el que se cruzan Figures in a landscape (Joseph Losey, 1970), Vanishing point (Richard C. Sarafian, 1971) y El samurái (Jean-Pierre Melville, 1967), en la caza inclemente de quien trota a contracorriente. Porque, cierto, se está de todos modos, en la mazmorra; igual que en Un profeta (2009), de Jacques Audiard, se está adentro, aunque se esté afuera. Y se escucharía «What a difference a day makes», en la voz de Dinah Washington, al tiempo que una bala insensata termina con la vida de Lola, que corre, o que Harpo Marx, enamorado y delirante, persigue a una más de sus tantas mujeres huidizas.
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