Para Frank Pierce (Nicolas Cage), el paramédico de Al límite (Bringing out the dead, Martin Scorsese, 1999), salvar la vida de alguien es como enamorarse, es la mejor droga del mundo: “Una vez, por varias semanas, no podía sentir la tierra; trompetas tocaban mis zapatos, flores caían de mis bolsillos”. Equivale a sentirse Dios por un instante (“piensas que eres inmortal”): de él dependen vidas al límite de la muerte, e igual que sus compañeros de ronda, sólo él podrá resucitar, propinar una golpiza o ayudar a morir a quien se cruce en su camino. Es otra versión del profano que al mediar por su semejante, en realidad está intercediendo por su propia salvación; es decir, está paliando la culpa por no haber salvado otras tantas vidas, las de esos espíritus enojados que, como el de Rose, acosan a Frank en uno y otro rostro que se cruza en su camino. Equiparado a Dios, en el cine, un profano puede ser, por ejemplo, cualquier personaje de John Huston lanzado a una aventura vista desde el principio como un fracaso, o un científico tocado por la locura en el intento de lidiar contra el deterioro de su propio cuerpo (La mosca, David Cronenberg, 1986) o de dar vida a otro ser (Frankenstein, James Whale, 1931); esto es, se trata de quien se rebela, como los vampiros de El ansia (Tony Scott, 1983), contra el indecible silencio.
En lo que podría ser la película en la que culmina algunos de los temas eje de su cine, Scorsese reincide en el asunto de la culpa y la redención, presentes en su obra desde Mean streets (1973), conforme a un guión de Paul Schrader (en su cuarta y última colaboración conjunta; escritor y cineasta interesado de antiguo en las vertientes de la expiación y el encuentro de la gracia según el modelo de Robert Bresson, se trate de Light sleeper -1992-, Mishima -1985- o American gigolo -1980-), aunque a partir de un cinismo derivado del deterioro afectivo. Igual que Roman Polanski en Repulsión (1965) y en The tenant (1976), Scorsese refiere la vida con los demás como una imposibilidad, como un infierno que ahoga cualquier impulso solidario. Alude a la brutalidad de las relaciones humanas desde el plano más cercano, a la altura del hombre común (“donde me crié, la violencia era una forma de expresarse; a veces era señal de amor…”). A la insania social, Scorsese opone los valores del individualismo, además de subrayar la soledad de sus personajes, que es la suya propia: si en Taxi driver (1976) el cineasta se identifica con Travis Bickle-Robert De Niro al no poder articular su ira y enojo (“toda mi vida necesité un sentido de dirección”), filme al que seguirán el revés de New York, New York (1977), fracaso recibido con júbilo en Hollywood, y una crisis personal presidida por drogas e insatisfacción (“adelante, vamos directo al infierno, y ya veremos lo que ocurre”), en Toro salvaje (1980) se ve superado por Jake LaMotta al redimirse éste y aceptar al prójimo, pese a quedarse por completo solo: “Dame un escenario donde pueda desahogarme, y aunque sepa pelear, prefiero recitar…”.
Si el protagonista de La última tentación de Cristo (1988) se halla al pie de la protesta y el horror al someterse a un sacrificio que habrá de exculpar a medio mundo, el camillero Frank de Al límite encarna al fin el sosiego de Scorsese: es preso del delirio, pero esta vez no es el saboteador marginal ni el solitario encaminado a la psicopatía que busca su redención en la violencia; ahora encara el dolor humano con el desenfado a que obligan la apatía y la insensibilidad colectiva, porque “si las cosas van mal, es esencial repartir la culpa para sobrevivir”, es decir, un poco como en las películas de pandillas del propio director, Frank “reparte” su aventura con sus tres compañeros de ambulancia (que podrían ser otros de sus rostros); la crónica individual, personalísima, admite la intervención coral. El tono desolado de Taxi driver encuentra aquí el aire festivo, la socarronería de la mirada: otra vez es la jungla neoyorkina cercana al Apocalipsis (para Scorsese, Nueva York parece ser el escenario único; impregna temas, afecta a los personajes); sin embargo, a la crueldad humana, o a la inexistencia del gesto afectivo, el cineasta contrapone la distancia y la ironía. El infierno seguirán siendo los otros, y la gracia, obtenida de la mano de Mary-Patricia Arquette, será, como en las películas de Bresson, siempre mujer.
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[…] de ella. Ha llegado a un punto en que ya no nos hace ilusión la llegada de una nueva película de Martin Scorsese, a veces de Clint Eastwood y casi nunca de Woody Allen. Tiro la primera piedra, de mi adorado genio […]