«Tienes que morir. Tienes que morir». Martin jamás ha podido olvidar estas palabras dirigidas a él, porque quien las pronunció no fue un enemigo, un rival o un loco. Fue su madre. Y no las dijo porque no lo quisiera, sino porque no podía más. No podía asumir lo que le había ocurrido a su hijo. La enfermedad que lo había dejado prácticamente reducido a un vegetal a los doce años cada vez era más difícil de soportar, y estaba destrozando su familia. Lo que no sabía su madre es que Martin también había pensado en morir muchas veces. No lo sabía porque nadie se dio cuenta durante mucho, mucho tiempo de que la mente de aquel niño mudo e inmóvil estaba intacta.
Cuando era invisible es una historia desgarradora, porque habla de la profunda frustración de alguien que siente, padece, piensa y sufre sin que nadie más a su alrededor sea consciente de ello. Aunque la enfermedad que dejó a Martin en una silla de ruedas y sin signos externos de conciencia aún a día de hoy no está tipificada, el Síndrome del cautiverio no sólo es conocido, sino que ya ha aparecido varias veces en la literatura. El ejemplo más notorio es el de La escafandra y la Mariposa, famoso porque su autor, Jean Dominique Bauby, lo escribió dictándoselo a su secretaria postrado en su cama, a base de guiños con los que iba deletreando las palabras que quería compartir con un público que quedó conmovido ante su dramática historia. Uno de los más antiguos (y del que precisamente Bauby habla en su libro) es el de M. Noirtier de Villefort, personaje de El Conde de Montecristo, que a causa de su imposibilidad para moverse y comunicarse es testigo mudo e impotente ante las injusticias que se producen en su silenciosa presencia.
Pero el caso de Martin fue, durante doce años, aún peor, porque ése es el tiempo que alguien tardó en darse cuenta de que, bajo su apariencia de absoluta incapacidad intelectual tras su crisis (él, que había sido un niño normal que, simplemente, un día llegó con dolor de garganta a su casa… y ya nunca volvió a la escuela), había una conciencia, un aliento vital inteligente, que había tenido que resignarse a su invisibilidad. Virna fue esa persona, una cuidadora del centro de día al que llevaban a Martin, que un día vio en sus ojos una chispa de entendimiento… y decidió incluirlo en un programa experimental de Comunicación Aumentada.
A partir de ese momento, los avances tecnológicos y su férrea voluntad han ido combinándose para construir una historia que destila optimismo y esperanza. Escrito en colaboración con Megan Lloyd Davies, profesional literaria, este libro es conmovedor, impactante, desagradable en ocasiones (los años y años de estado vegetativo no sólo supusieron una fuente de frustración para Martin… también lo convirtieron en objeto de los más oscuros instintos de algunas de las personas que poblaban su cotidianidad), pero sobre todo es vitalista e ilusionante. Porque nos hace partícipes de una forma de ver la vida que da una lección bofetona a todas las personas que se ahogan en un vaso de agua. Martin ha sido capaz de pasar de la nada a la superación de mil y un retos… y con una preciosa sonrisa (a partir del momento en que pudo volver a controlar sus músculos faciales para sonreír). Cada uno de esos retos está explicado de una manera tan sencilla, humilde y auténtica que los lectores sólo pueden rendirse ante alguien cuya grandeza reside en un ánimo inquebrantable y un sentido del humor trabajado a lo largo de los años, tanto de los buenos como de los malos. «Vuelven a poner en la tele Barney el Dinosaurio. Odio a Barney y el tema introductorio de la serie.» Cuando con veinticinco años estabas medio tirado en un sofá de un centro de día, rodeado de niños discapacitados, viendo sin parar la misma serie infantil porque los cuidadores creían que sus colores y sonidos quizá animasen tu mente dañada… sólo te queda aprender a tomarte la vida con humor.
La existencia de Martin no es la única que cambia a lo largo de las páginas de este libro (recomendable tanto si eres muy feliz como si eres muy desgraciado, o ni lo uno ni lo otro); también lo hacen las de las personas que lo rodean. Su madre ya no puede desear su muerte, sino volcarse en ayudarlo en todo lo que pueda ir necesitando. Su padre, que siempre creyó en él, que siempre lo cuidó con todo el mimo, tiene un nuevo reto: aceptar la cada vez más apremiante independencia de su hijo. Y Joanna… bueno, Joanna es otra historia, que será estupendo descubrir para quienes creen que el amor no tiene fronteras.
Tomar decisiones como qué desayunar, qué camiseta ponerse por la mañana, a dónde ir primero en una lista de encargos; ser capaz de decir «Quiero ver esta película», «No, gracias, no tengo más hambre», «Te quiero»; poner mermelada en una tostada, rascarse un brazo, recoger algo que se ha caído… Todas estas cosas que damos por sentadas, a las que no damos importancia mientras nos preocupamos o sufrimos por temas más complejos, pero ni de lejos tan sustanciales para nuestra vida… son las que Martin pone ante nuestras narices. Él lo hace como parte ineludible de su historia, porque son las metas que ha ido alcanzando. No pretende aleccionarnos. Pero ha costado demasiado que este libro pueda escribirse como para no extraer al menos una enseñanza de él: somos afortunados. Por el solo hecho de poder articular palabras, de poder caminar, de poder cambiar de postura cuando estamos incómodos. Somos afortunados. Y ahora Martin también lo es.
Título: Cuando era invisible |
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Vaya… parece que hayas escrito esto hoy para mí. Cierto, nos ahogamos en un triste vaso de agua. Tengo ganas de leerlo. Me quedo con esta frase: » No pretende aleccionarnos. Pero ha costado demasiado que este libro pueda escribirse como para no extraer al menos una enseñanza de él: somos afortunados.»