I
El síntoma, como la vida, persiste.
Impulsos gemelos en contradicción
que suceden en mi cuerpo.
El síntoma, como la vida, desconoce mi voluntad, mis urgencias y mis afectos.
Y sin embargo son todas estas cosas que a mí me suceden:
síntoma, vida, voluntad, urgencias y afectos
las que forman la constelación de mi existencia.
¿Cómo puede ser que entre todos estos elementos que me conforman
exista tanta guerra?
Si la vida es también, o sobre todo, afectos, voluntad y urgencias, ¿es entonces el
síntoma la manifestación de sus contrarios?
¿desafección, abulia y apatía?
Y si ya solo puedo pensar mi cuerpo a través del síntoma, ¿debo concluir que es el mío
un pensamiento enfermo?
¿O es el síntoma acaso mi cuerpo pensándose a sí mismo?
II
Odio la enfermedad que es en mí.
La odio como algo externo que está dentro, un fallo encarnado que es un desvío,
otra forma de expresión de mi cuerpo en mí.
El síntoma da cuenta de la escisión.
Pero, al mismo tiempo, nunca habíamos estado tan unidas
la enfermedad y yo:
el síntoma es el mecanismo primordial de identificación.
Imposible escapar de este malestar que soy,
aunque a veces intuya que existe un afuera,
un después de la enfermedad.
Pero he extraviado el recuerdo de lo que significa un cuerpo sano.
Confinada en pequeños malestares
que conforman la constelación del Gran Dolor.
La existencia reducida a una percepción nublada, encerrada en los límites del cuerpo y
su constante fricción con el afuera.
El afuera me llega a través del síntoma que es un velo.
El velo que soy yo
arrojada a un mundo sin redención,
crónico.
III
A veces pienso que el síntoma es un problema de comunicación: es cuando mi cuerpo
grita en un lenguaje desconocido e infecto, mientras yo no dispongo de herramientas
para interpretar lo que me dice, ni qué historia de mí misma me cuenta o me revela.
No sé, por ejemplo, si esa es la forma que tiene el trauma de entorpecer el diálogo entre
mi cuerpo y yo.
Ese diálogo que debería ser natural porque es la vida
supuestamente.
IV
Elijo mi enfermedad a medida.
Señalo mis puntos de dolor a la espera de que me revelen un diagnóstico, una calma
posible, la imagen fija a la que anclarme cuando la tempestad del malestar todo vuelva a
trastornarlo.
V
¿Y si la enfermedad está tan enraizada en mí
que luchar contra ella en realidad implica luchar contra mi cuerpo?
¿Y si el diagnóstico no es más que otra herramienta hermenéutica equivocada para
intentar comprender lo que le pasa a mi cuerpo conmigo?
¿Y si decir la enfermedad que hay en mí en realidad es una ficción con la que evito
decir la enfermedad que soy?
VI
Creo encontrarme en tus palabras de dolor, reconocer la indefinición del síntoma en los
bordes de todo lo que dices.
Quizás esa creencia sea suficiente para fundar una comunidad del malestar y
acompañarnos.
Con el tiempo mis horizontes son modestos.
He abdicado de la pulsión narrativa con la que hasta hace muy poco me consolaba, esa
que situaba la sanación definitiva inmediatamente después del largo padecimiento.
Sin embargo, con los años he asumido que, así como su aparición no responde a
ninguna causa, el fin de la enfermedad es un mito para un cuerpo atravesado por la
cronicidad, que es como una raíz-mapa que, desde las inexplicables profundidades,
reinventa las coordenadas y los relieves del síntoma, convertido inevitablemente en
territorio, identidad y destino:
yo soy síntoma.