De la misma forma que la arcilla es producto de las transformaciones de ciertos materiales, Mr. Clay (literalmente, señor Arcilla, y personaje interpretado por Orson Welles) es consecuencia del paso del tiempo, inexorable y eficaz. El tiempo le ha dado forma a este comerciante, y Clay es Charles Kane, Harry Lime, Macbeth, Otelo, Arkadin, Hank Quinlan… Se adelanta incluso al papel que interpretará, años después, en F For Fake (Fraude, 1973). Como corresponde a uno de los más grandes directores que ha dado la historia del Cine, la imagen juega un papel relevante en su filmografía, y sin embargo, es este viejo comerciante -de nuevo esa figura tan wellesiana y típicamente quijotesca- quien parece inclinarse sobre la propia mitología de sí mismo. En otras palabras, una vez más Welles crea otro de sus demiurgos, entre entrañables y miserables, corrompidos por el dinero y sin embargo, tan vivos, emocionalmente.
«La gente debería limitarse a recoger y escribir sobre lo que sucede», dice Clay, hablando de los profetas. Se resiste a entender la noción de «acontecimiento imaginado». Por eso decide hacer verdadera una vieja y apócrifa historia sobre un hombre que le paga cinco guineas a un marinero para fecundar a su joven esposa. Empieza, durante la hora escasa de metraje que dura, un sueño de control —«sois dos títeres que se mueven cuando lo ordeno»— y una sátira desenfrenada sobre la riqueza, el sexo y la amargura creada por el poder. Es un cuento dentro de otro cuento. Recuerda, porque todo es intertexto en Welles, al inicio de The Magnificent Ambersons (El Cuarto Mandamiento, 1942): en este caso también hay coro trágico abriendo la película, como si se tratara de una obra de Shakespeare -Welles parece además el indicado, si hablamos del bardo de Stratford y el cine- capitaneado por nuestro Fernando Rey.
En Welles siempre existe ese (anti) héroe que sucumbe ante lo tentador de todo poder. Sus héroes, hasta llegar al mismo cuentista de F For Fake (Fraude, 1973) están llenos de fisuras, de huecos. Y éstos, entre realidad y leyenda; entre riqueza y pobreza; entre la narrativa humilde de The Immortal Story y su esplendor como metáfora para la carrera posterior de Welles, abastece de combustible la película. Liberado de las tribulaciones, a menudo complicadas, de su trabajo reciente —pese a la indiscutible maestría de todas ellas— esta es una película densa, enfocada, concentrada, y que alcanza profundidad en lo simple. Todo se asemeja a una fábula de la historia, y también sus rimas misteriosas y contrapuntos con la vida de su hacedor. Del demiurgo que también es Falstaff. Al inicio de Chimes at Midnight (Campanadas a Medianoche, 1966) quien recuerda el pasado es Shallow (Aalan Webb), que cuenta los hechos vividos e insiste sobre ellos, mientras que Falstaff responde lacónicamente que aquellos tiempos no volverán. Mr. Clay exige, noche tras noche, que su criado Elishama Levinsky (Roger Coggio) le lea los libros de cuentas de antaño. No volverá el pasado, pero el ciudadano Clay tiene su Rosebud particular.
Clay va, quizás, mucho más lejos que el resto de iconos wellesianos en su demiurgia y fragilidad absolutas. Arkadin quiere, por ejemplo, al rebuscar en su pasado, no perder el amor de su hija. El cojo Quinlan —cualidad que también tienen el abogado de The Trial (El Proceso, 1962) o, por supuesto, nuestro Mr. Clay, semi postrado y aquejado de terribles ataques de gota— está cayendo. Decadente, como caían Kane o Harry Lime. Sin futuro. Y este empresario, que vive secuestrado por el pasado en Macao, insistimos, irá mucho más lejos: convertir una leyenda —que no sólo él conoce, sino también su criado, para sorpresa del primero— en una realidad. Escenografiar una historia (una story, pero también una history, pues en los balbuceos de Welles resulta complicado distinguir qué término usa) y hacerla inmortal. Ese castillo feudal, visión que ayudan a crear los contrapicados de Welles, se convierte en un escenario lleno de velas, cortinas en blanco satén y personajes que recrean la historia del marinero que accedió a los deseos de un anciano para yacer su mujer y cobrar una fortuna.
Será la hija de su antiguo socio Ducrot (la fabulosa Jeanne Moreau), en realidad, quien interprete el papel de la dama. Empero, la recreación de dicha historia inmortal será la destrucción o el verdadero fin del viejo magnate. Lo semejante se conoce mediante lo semejante. Platón, en La República, nos dirá que «(el hombre ) contemplando cosas que se hallan debidamente concatenadas y son inmutables, que ni cometen ni sufren injusticia, sino que están completamente en orden y gobernadas por la razón, […] reflexionará sobre ellas, y, en la medida de lo posible, acabará asimilándose a ellas». Como su Otelo de 1952, Clay está abocado al final de sí mismo, al asimilarse a esta historia.
The Immortal Story es metaficción en el más puro sentido del término. Adapta un relato de Isak Dinesen (o Karen Blixen, al gusto) y, dentro de sí, adapta otra historia más, la del marinero. El film de Welles, una de sus obras maestras, dibuja un mundo que ha olvidado la existencia de otro tipo de libros distinto de los de cuentas. Es decir, que ha olvidado cualquier cosa que no sea el pasado. Ha olvidado otros modos de lenguaje, y entonces entra en acción el territorio de lo mitológico: se dibuja, diríase, entre la incredulidad primaria que aflora de Clay y el relativismo del moderno criado judío. Clay se convierte, con el discurrir del metraje, en un ser infinitamente más frágil y diminuto -recordemos a Quinlan escuchando las profecías de su vieja amante, la adivina Marlene Dietrich, en Touch of Evil (Sed de Mal, 1958), poco antes de morir. Lo que se produce en The Immortal Story es un proceso de deconstrucción, quizás lo más cercano a una profecía. Fracasa así todo intento de promesa. Fracasa el sentido (autoimpuesto) de la vida para Clay. Fracasa Clay. Desde luego, si hay algo maravilloso en la megalomanía de Welles es que dota de un poder casi sobrenatural a sus personajes para luego asistir, él mismo, a su propio final. Todo en Welles es la mentira de la palabra misma, a menudo de naturaleza alimenticia. La fija y destituye de su sentido para que estalle en pedazos, descompuesta.
Cada narración, en la película, es una cadena, sostenida por la verdad del hecho, de aquello que se narra. Y si también eso es mentira, si hubo tercer hombre, en definitiva, el relato se desmorona; sólo queda, como real, el acto mismo de narrar. El dilema entre acto de profecía o de impotencia será lo que trate Mr. Clay de resolver con su escena fantasmática, y así, la conexión emocional más breve, pero quizás la única verdadera, ocurre cuando el marinero (Norman Eshley) y Virginie (Moreau) hacen el amor. Virginie y Paul encuentran una obligación emocional en su breve encuentro, pero elegirán sus caminos separados. Todo ha ocurrido ya: Virginie ha sido exorcizada de su amargura contra Clay, mientras Paul desaparece en las hormigueantes calles (Baudelaire no andará lejano) de Macao. Para cuando el criado Levinsky va a informar a Clay sobre lo sucedido, descubre que el viejo comerciante ha muerto. Todo ha sido contado, narrado, filmado. Las posibilidades han sido substituidas por el arte en movimiento, la visión definitiva. El viejo tema de Welles: la cuestión metafísica sobre los hombres que deben tener su voz y su camino, está completa. Clay/ Kane/ Quinlan/ Macbeth, abastecedores de la profecía de autorealización, han acabado su función demiúrgica entre espejos y, en este caso, la melodía maravillosa de Erik Satie.
Amanece, en colores claros, y la sombra pálida del cadáver de Clay, en el último plano, es toda una declaración de intenciones. Orson Welles jamás pone límites, para cuando la conversación ha terminado.