En Sevilla nació Guiterre de Cetina en el siglo de las armas y las letras. Como hijo de ilustre cortesano, aprendió las armas en el ejército y coqueteó con la poesía petrarquista en sus estancias al servicio de Carlos V en la Italia de la primera mitad del siglo XVI. Petrarca, Ausiàs, Garcilaso, Diego Hurtado de Mendoza, academias, tertulias, solo le faltaba una amada, la amada que el tiempo convierte en tópico y que probablemente también se casara con otro. Laura, Laura Gonzaga se llamaba. A ella le dedica algunos sonetos y la tradición ha sancionado con tono romántico que es la inspiradora del poema más conocido de uno de los mejores poetas del Renacimiento hispánico. Aquel en el que el poeta se postra ante unos ojos que no corresponden, como correspondía a la dama poética del Renacimiento (menos mal que hemos cambiado):
Ojos claros, serenos,
si de un dulce mirar sois alabados,
¿por qué, si me miráis, miráis airados?
Si cuanto más piadosos,
más bellos parecéis a aquel que os mira,
no me miréis con ira,
porque no parezcáis menos hermosos.
¡Ay tormentos rabiosos!
Ojos claros, serenos,
ya que así me miráis, miradme al menos.
Como otros tantos, Cetina viajó a México a hacer fortuna, o a favorecerse de los que ya la tenían. Pero nunca viajar significó cambiar la historia como en estos primeros años de la colonización americana. Otros llevaron cuchillos, crucifijos, bulas vaticanas, especias, cerdos. Cetina llevó una compilación de poemas manuscritos de los modernos de su tiempo. Boscán, Garcilaso, Diego Hurtado de Mendoza y los suyos propios, motivando la llegada de la poesía culta al Nuevo Mundo. Buena parte de esa producción, que viajó a México probablemente en 1554, sirvió para completar una de las obras más curiosas de la literatura del siglo XVI, El cancionero de flores de baria poesia, manuscrito de poemas en el que aparecen Garcilaso, Boscán, Cetina, pero también los primeros poemas de algunos escritores que aunque de formación española, nacieron ya en territorio americano.
Nada se sabía de sus últimos años de vida en México hasta que Francisco Rodríguez Marín encontrara a principios de siglo XX en el Archivo de Indias la información de un proceso judicial por una riña en la que el poeta fue herido de gravedad en un duelo a muerte, heridas que le provocarían la muerte algunos años después. Gutierre de Cetina es uno de esos poetas sobre los que se escribe el tópico del poeta quitasostenes, que proyectó Lope y está tan en boga en la poética posmoderna. Después de Laura vinieron otras, y en México encontró la muerte a manos del cuchillo de Hernando de Nava, cornudo marido de Leonor de Osma, a quien no sabemos qué prometió.
Como nos gusta mitificar estos lances para no leer, en Puebla de Los Ángeles, la ciudad mexicana donde murió Cetina, hay todavía una placa que conmemora el navajazo. Yo lo había visto en las clases del profesor Rovira, pero el verano pasado no pude resisitirme. Más le habría valido a Cetina escribir un soneto como el de Francisco de Terrazas que transcribo ironizando sobre las cualidades de la amada que meterse en más líos de faldas. Aunque claro, seguro que durante sus meses de convalecencia leyó alguna vez a Petrarca: Ch’un bel morir tutta la vita onora, y hasta le gustó morirse así.
Dejad las hebras de oro ensortijado
que el ánima me tienen enlazada,
y volved a la nieve no pisada
lo blanco de esas rosas matizado.
Dejad las perlas y el coral preciado
de que esa boca está tan adornada,
y al cielo, de quien sois tan envidiada,
volved los soles que le habéis robado.
La gracia y discreción que muestra ha sido
del gran saber del celestial Maestro,
volvédselo a la angélica natura;
y todo aquesto así restituido,
veréis que lo que os queda es propio vuestro:
ser áspera, cruel, ingrata y dura.Francisco de Terrazas