Sutileza, delicadeza, preciosismo, la lentitud de las cosas que necesitan tiempo para crecer y hacerse grandes. El primer minuto de la película, un plano secuencia que sigue a los viajeros de una estación de tren en Nueva York ya anuncia lo que seguirá después. La cámara comienza su exposición de imágenes mediante un enfoque a una reja de ventilación en el suelo, ese forjado es el símbolo de los barrotes que coartan la libertad de las personas. Carol es una película sobre la falta de libertad en la América triunfante y en pleno desarrollo económico a lo largo de los 50, Carol es una reivindicación del amor homosexual entre mujeres sin caer en el icono masculino del sexo visible. A Haynes se le ha tachado de clásico, de director aspirante a revivir los grandes melodramas de los años 50, situando a Sirk como referente en el punto de mira. Haynes no se prodiga demasiado, tres películas en apenas 10 años no es el ritmo habitual en un creador de la excelencia de éste. Pero por si nadie se acuerda, y antes de volver a recaer en el cliché clasificatorio, Haynes no es sólo el director de Far from heaven, otra película de amores prohibidos por el convencionalismo social, sino también de la biografía multiforme de Bob Dylan con su I’m not there. Haynes es un creador con personalidad y pulso propio suficiente como para permitirnos comparar su obra con la de otros, y Carol lo demuestra.
Carol en manos de muchos otros se hubiera compuesto de voces histéricas, lloros desquiciados, amenazas veladas, reacciones melodramáticas pretendidamente ampulosas, un culebrón en suma, y otros tantos hubieran tratado la relación lésbica desde el lado morboso de excitar a los espectadores masculinos. Haynes huye de una y otra opción y nos agarra con una historia donde lo convencional está muy presente en el desarrollo de la trama pero a la que el golpe estético proporciona la belleza suficiente como para sublimar el resultado y obligarnos a no apartar la mirada. La música de Carter Burwell nos aproxima al ritmo y cadencia de la historia protagonizada por Julianne Moore en Las horas, el vestuario de Sandy Powell nos sumerge en una época lejana, nos localiza a simple vista, en el primer encuentro entre las dos mujeres, las diferencias de clase entre ambas, y los planos compuestos como verdaderos cuadros por Todd Haynes con la ayuda del fotógrafo Ed Lachmann nos indican que vamos a asistir, y a disfrutar, de una historia delicada y sensible, de sublimación de la belleza y del ritmo reposado en un mundo donde las mujeres sufren un dominio absoluto por parte de los hombres que las rodean, unas mujeres que empiezan a rebelarse contra las imposiciones arbitrarias y para las que los sentimientos y amores tienen un componente personal que no puede plegarse a los convencionalismos.
La película es un largo flash-back que comienza cuando acaba el plano secuencia inicial y el personaje al que seguimos entra en un café donde Carol (Cate Blanchett) y Therese (Rooney Mara) están sentadas tomando un café manteniendo entre ambas un muro invisible que las separa, una secuencia en la que la aparición del tercero incomoda a las mujeres, pero que, previamente, parece que tampoco mantenían una conversación armónica. Cuando ese encuentro termina y las mujeres se separan, reflejando un alto clima de incomodidad del que el hombre permanece ausente, mientras Therese se mueve por las calles dentro de un coche cuyo cristal empañado devuelve una imagen parcial de lo que existe en el exterior nocturno, retrocedemos unos meses, al momento en que ambas no se conocen y comparten matrimonio o convivencia con unos hombres que están empeñados en decidir por ellas. En el primer encuentro entre las mujeres no existe igualdad, y eso la película nos lo refleja de manera continua, un mostrador las separa, a la elegancia de Carol se enfrenta la sencillez de Therese obligada a llevar un gorro navideño para vender en unos grandes almacenes, pero entre ambas las miradas excluyen la diferencia de clase social, solo las miradas, porque las vidas son completamente opuestas en lo material. Desde la distancia ambas se reconocen, el espacio las separa, pero entre medias no existe nada que se interponga. Unos guantes abandonados expresan la idea del reencuentro, de la oportunidad de volverse a ver en un espacio más igualitario, aunque siempre quedará ese poso de diferencia que hace de Therese más vulnerable y más insegura.
Haynes explora el mundo masculino como un referente condescendiente para las mujeres, como los únicos capaces de saber qué es lo mejor para ellas y cuándo. En ese mundo exclusivo la idea del lesbianismo es inaceptable, puede entenderse como un flirteo, como una experiencia o como una enfermedad, no como algo igualmente consustancial a la naturaleza humana, tan diversa como plural. A los hombres de la película, ser sustituidos por una mujer hiere su falso orgullo y reaccionan airadamente ante la confirmación. En ese ambiente, el amor sincero entre Carol y Therese no puede mostrarse públicamente, necesita espacios de intimidad aunque sean limitados como el interior de un coche, ese coche con el que emprenden un viaje sin rumbo, salvo el de conocerse. Dentro de ese coche la relajación permite la sonrisa, la charla, la distensión, mientras permanecer en espacios públicos distancia el contacto, provoca una relación entre dos mujeres que no parecen amigas sino señora y empleada. La moral reinante considera inaceptable el viaje, las ansias de libertad encallan por el pasado de Carol, a quien su matrimonio le impide liberarse para el futuro, si a Therese le resulta más sencillo romper con lo anterior, la vida de clase alta y una hija cuya custodia se discute colocan en su balanza personal un obstáculo más a su libertad. El coche, esa caja que las aísla de todo lo demás funciona como espacio necesario de intimidad, desde dentro la realidad se ve de distinta forma, los cristales empañados o los reflejos de la luz colocan un velo que permite ocultarse de un mundo que no gusta.
Nueva York aparece como lugar de opresión, como un entorno nada favorable a las dos protagonistas que se ven obligadas a actuar frente a los demás, a ocultar sus sentimientos en público y que sólo en los espacios abiertos del viaje son capaces de ser como ellas quieren, el entorno enmascarado de la falsa felicidad navideña contrasta con el tormento interior que se ven obligadas a sufrir, en ese espacio de luz, de compras, de reuniones, la insatisfacción de ambas mujeres se multiplica, no solo por la duda ante una atracción presunta sino por la evidente hostilidad que se percibe hacia cualquier situación ambigua o proclive a la homosexualidad, donde los hombres aparecen enmarcados en los espacios cerrados, rodeados de paredes o entre los vanos de las puertas, recluidos en espacios mínimos que reflejan su cerrazón y su inmovilismo. Que esa última noche del viaje ambas mujeres la pasen en Waterloo contiene un guiño histórico hacia una derrota definitiva. «Te libero» será la fórmula mágica que despierte a la joven en la realidad de una relación de apariencia imposible, una frase que no funciona como santo y seña sino como una maldición que termina ayudando a madurar.
En el uso del color, Haynes evoluciona lo mismo que la película, y esa paleta de colores se mimetiza perfectamente con el estado de ánimo de las dos mujeres, de los tonos neutros con un toque rojo en el momento en que ambas mujeres no se conocen, a tonos marcadamente coloristas y vivos, fuertes, cuando ese viaje funciona como revulsivo en sus vidas, para, en el tramo final de la ruptura, imperar los tonos apagados, grises, ocres, colores mortecinos como el ánimo de las protagonistas, obligadas por el entorno de Carol y por la decisión de ésta, a poner un punto y final a la historia. Si la sensación de derrota es plena en esa fase de película, donde las cajas de fotografías tomadas por Therese evidencian un amor perdido, y donde el revelado de una de las pendientes supone revivir el dolor de la ruptura provocada, la reaparición de Carol anuncia otro torbellino en la nada fácil vida de las mujeres, sobre todo de una Therese que ha pasado página mientras para Carol el tiempo se ha suspendido esperando una oportunidad que ha tardado en llegar. Si en manos de cualquier otro el recurso al reencuentro quedaría en un efectismo de final feliz o de anuncio de reconciliación, en manos de Haynes los últimos 10 minutos suponen cerrar el círculo abierto en el café del inicio de la película y continuar con Therese mientras su cabeza piensa en la reaparición de Carol. Son unos 10 minutos finales de grandioso colofón a una película llena de clasicismo sí, pero llena de sensaciones humanas reconocibles, un lirismo nada afectado, unas imágenes bellas como cuadros donde la influencia de los grandes pintores realistas norteamericanos del pasado siglo es evidente (Hooper no puede faltar si de espíritus solitarios y corazones rotos estamos hablando), un final rotundo y esperanzador, pero no definitivo, un final del que nos falta la frase definitiva, el acercamiento último, la última palabra de Therese. Como en su primer encuentro, ambas mujeres están separadas por la distancia pero unidas por la mirada, ahora ya no hay dudas, hay la convicción de la atracción, ahora la duda es de otro tipo, más dolorosa, en esas miradas que prescinden del entorno, Carol y Therese se preguntan sobre el futuro. Miradas sostenidas llenas de preguntas y de afectos, pero también de miedos y dolor, lo que pase a continuación sólo interesa a Carol y a Therese.
[…] Carol (Todd Haynes) […]