En el campo de la sociología de la educación pronto hizo fortuna el concepto de capital cultural, acuñado por Bordieau y Passeron en 1973. No pretendo analizarlo aquí de forma pormenorizada sino utilizarlo para plantear un argumento que ejemplificaré a través del caso de la enseñanza del inglés. Aun a riesgo de simplificar, diré que el capital cultural tiene que ver con todos los recursos culturales —materiales e inmateriales— que una familia acumula en su seno y a los que un niño tiene acceso por el mero hecho de criarse dentro de ella. A pesar de su localización familiar, el capital cultural implica sobre todo aquellos recursos cuya existencia se vincula a la pertenencia a una clase social, recursos que se declinan en formas de hablar, pensar, comportarse, etc.; las cuales, a su vez, facilitan el acceso a saberes y fondos de conocimientos concretos y, de ahí, a posibilidades de vida.
Precisamente, la intervención de Bordieau y Passeron consistió en denunciar que la institución escolar no valoraba de igual forma el capital cultural diverso de sus alumnos ni era, por lo tanto, plenamente democrática. Según estos autores, el capital cultural era el verdadero terreno sobre el que la escuela decidía y ejecutaba la estratificación del alumnado en función de su clase social. Esta estratificación pasaba desapercibida bajo la pretensión oficial de que el sistema educativo ofrecía saberes y aptitudes (valiosos en sí mismos, de validez universal y recogidos, por lo tanto, en el currículum) a todos los estudiantes, independientemente de su procedencia social. Pero por debajo de los saberes y aptitudes del currículum, el capital cultural marcaba el destino de los alumnos. Había un currículum oculto que actuaba en el inconsciente del sistema educativo.
Los paralelismos entre este el capital cultural y el capital económico no dejan de ser interesantes. A mi modo de ver, este paralelismo consiste en que la sociedad capitalista (o al menos su gestión neoliberal) no consigue crear una situación de demanda solvente ni en la educación ni en la economía. En ambos casos, se separa a la mayoría de la población de los frutos del trabajo humano que tiene derecho a acceder. Del lado de la economía, el sistema fomenta la desigualdad extrema a la vez que pretende que todo el mundo tenga una capacidad de consumo suficiente para cubrir sus necesidades básicas—lo cual, a la larga, se ha demostrado imposible: de ahí las crisis periódicas de demanda solvente. Del lado de la educación, se reconoce el derecho de todos a participar y beneficiarse del sistema educativo pero, a la vez, se destruye la posibilidad (presente o futura) de que exista una cultura compartida. De esto sólo puede derivarse la expulsión temprana de buena parte del estudiantado del sistema educativo, especialmente de quienes pertenecen a sectores sociales más desfavorecidos. De ahí que en educación también podamos hablar de demanda insolvente: pues, así como se expulsa a familias empobrecidas del consumo (y no porque carezcan de necesidades), la gran mayoría de los estudiantes de las clases populares desean estudiar, pero la manera en la que la cultura se distribuye en este país instaura una brecha que les impide atender sus exigencias con solvencia.
Este hecho tiene que ver con que el ideal de una cultura popular de calidad, creada por y para las clases populares, ha sido reemplazado por una realidad en la que existen múltiples micro-culturas fuertemente estratificadas y desconectadas entre sí. No existe una cultura común ni se la espera. De una parte, vemos unos medios de comunicación de masas entregados a la promoción de formas de pensar, hablar y comportarse muy informales, ancladas fervientemente al particularismo, lo inmediato, la jerga y la espontaneidad. De otra parte, tenemos un currículum educativo que, ante esta creciente estratificación cultural, no duda en vincularse cada vez más al capital cultural propio de las clases privilegiadas, cuyas formas de vida se están convirtiendo directamente en competencias y contenidos educativos (véase la inclusión del espíritu emprendedor en el currículum).
Desgraciadamente, creo que éste es el prisma desde el que cabe mirar la actual promoción de la enseñanza del inglés en escuelas e institutos de España y de todo el mundo. Como explica Phillipson (1991), hace ya tiempo que este idioma viene convirtiéndose en la primera o segunda lengua de una élite profesional mundial, que se mueve como pez en el agua entre aeropuertos e instituciones de diversos países. Tradicionalmente el inglés ha formado parte del capital cultural de las familias de profesionales altamente cualificados cuyo trabajo se desarrollaba en el circuito internacional. Esta élite, como es obvio, valora el dominio del inglés e invierte tiempo y dinero en que lo aprendan sus hijos. Pero esta élite apenas se corresponde con un sector minoritario de nuestra sociedad. A su vez, este profesional multilingüe y cosmopolita conforma el ideal-tipo de trabajador que promociona la ideología neoliberal, pero apenas existe entre nosotros—ni en España ni en ningún otro sitio. Y aún así, se decide que el dominio del inglés sea una parte cada vez más importante del currículum, convirtiéndolo en lengua vehicular de cada vez más asignaturas. Esta decisión, que puede tener sentido desde un punto de vista estrictamente cognitivo, adquiere una faz más problemática cuando la analizamos desde un punto de vista social. Pues con ella no sólo se privilegia un elemento claramente afín al capital cultural de una élite privilegiada sino que se descuida la confrontación que desencadenará con el capital cultural propio de tantas y tantas familias españolas. Se recurre al dogma del mayor índice de empleabilidad que permite el dominio del inglés sin percatarse de que, al convertirlo en un pivote esencial del sistema educativo, se está poniendo en peligro la posibilidad misma de lograr un contexto significativo en el que el alumnado pueda aprender (no ya inglés, sino cualquier cosa).
El neoliberalismo nos pide que consumamos, pero no realiza políticas redistributivas; nos pide que trabajemos más años, pero a la vez destruye el sistema público de salud; nos pide que seamos muy cultos, pero elimina toda inversión pública en cultura y libera a los medios de comunicación de masas de cualquier responsabilidad acerca de lo que transmiten o publican, ahondando así en nuestra acelerada idiotización. Y ahora nos pide que hablemos inglés. Sin embargo, en ningún momento se muestra dispuesto a modificar alguna de las inercias que han convertido a nuestra sociedad en una de las más estratificadas y empobrecidas, social y culturalmente, de Europa. Abogo por la enseñanza del inglés en los colegios e institutos, pues yo mismo me dedico a su enseñanza y a investigar cómo mejorarla. Y hay alternativas que conviene explorar. Pero me opongo a que este idioma (y a través de él, una parte creciente del currículum) sea utilizado como un instrumento para favorecer académicamente a los hijos de una élite que no necesita ser favorecida.