Dicen que con el tiempo o la edad que viene a ser lo mismo uno acaba derrochando ilusiones y tarde o temprano acaba dándose un baño de esa cosa a la que llaman realidad. Sin embargo todavía quedamos algunos que debemos ser de esos tipos raros que navegan contracorriente y a pesar de los años seguimos creyendo en el humanismo y en esos otros conceptos que quizá más propicios de otros tiempos apostaban por hacer de este mundo un sitio mejor donde vivir para todos.
Por todo eso no dejo de hacerme preguntas de la misma manera que me gusta escuchar, ahondar en nuestro pasado y con ello intentar atisbar de alguna manera el futuro. Un futuro que a la vista de lo que viene sucediendo en los últimos tiempos no sólo seduce poco o nada si no que incluso se diría cada vez más aterrador. Por eso creo que en este escueto relato merece la pena un inciso, echar por un momento la mirada atrás y revisar algunas de esas joyas de la literatura y el cine que nos advirtieron hace décadas que la conjunción entre los avances tecnológicos y un capitalismo descontrolado podrían tener devastadoras consecuencias para el conjunto de la sociedad, una vez más, víctima de una codicia y avaricia sin límites.
Así, ya en 1927 Fritz Lang sorprendió al mundo con una película que pasaría a la historia del cine y en especial de la ciencia ficción, inspirada en una novela escrita por su propia esposa. «Metrópolis» sitúa la acción en una ciudad del SXXI altamente industrializada donde la población se encuentra dividida entre los que viven bajo tierra, como es de suponer los obreros y las clases más desfavorecidas mientras una clase privilegiada que ostenta el poder lo hace en la superficie. Lang puso la primera piedra de lo que serían las películas distópicas que llegarían más adelante con un argumento similar: un futuro próximo donde alguna forma de totalitarismo ejerce un poder absoluto sobre la comunidad.
«Fahrenheit 451», la inmortal obra de Ray Bradbury publicada en 1953 y que tan acertadamente llevara al cine François Truffaut en 1966, nos cuenta una historia que podría asimilarse al día de hoy, a la de ese totalitarismo analfabetizador que pretende alejar a los seres humanos de cualquier otra percepción al margen de lo tan arrogantemente establecido. 451 °F es la temperatura a la que arde el papel y Bradbury nos introduce en una brigada de bomberos que en una sociedad avanzada tiene como misión la quema de libros, quedando los ciudadanos a expensas solo de una urdida propaganda por los medios de difusión del poder.
En 1982 Ridley Scott estrenaba «Blade Runner», que si bien no tuvo mucho éxito de público en aquellos momentos, se acabaría convirtiendo en una de las películas de culto del género. Basada en un relato de Philip K. Dick, Scott nos muestra una ciudad de Los Ángeles exhausta por la contaminación en medio de un ambiente absolutamente atosigante, angustioso, casi delirante. Y aun por encima de ello nos plantea un extraordinario debate en torno a los valores humanos y a la inteligencia artificial. Al final del film, en una de las secuencias más recordadas de la historia del cine, la máquina acaba poniendo en evidencia al hombre mostrándose más humana que él mismo. Una escena que al contrario de aquellas «lágrimas bajo la lluvia» permanecerá para siempre en nuestra memoria.
Dos años más tarde Michael Radford daría a luz a la, probablemente, mejor versión cinematográfica de la novela distópica por excelencia: «1984», de George Orwell, publicada en 1949. 1984, año en el que el autor sitúa la acción, nos asoma a un futuro absolutamente sobrecogedor en el que una mirada vigilante que observa y controla todo, el Gran Hermano, sirviéndose de una contundente fuerza represiva, la policía del pensamiento, da paso a una sociedad totalitaria donde se manipula constantemente la información y se ejerce una estrecha vigilancia sobre la ciudadanía. Tanto ha sido el alcance de la obra, máxime en estos tiempos que corren, que el concepto de sociedad orwelliana, ha sido asumido como sinónimo de ciertas formas de autoritarismo. El crack de 2008 y la crisis sistémica desatada tras el mismo, a juicio de muchos analistas y pruebas no les faltan para ello, nos han acabado situando en la «precuela», por utilizar un término cinematográfico, de ese tenebroso modelo de sociedad que el autor británico presagió hace 70 años.
Desde hace décadas el capitalismo es el indudable dominador de la escena económica y política mundial, salvo excepciones que podrían considerarse una rara avis, y no hay evidencia o rasgo alguno que indique que ello vaya a cambiar en otras tantas. Nos guste o no, para bien o para mal tenemos que convivir con ello y asumir que dicho sistema además de ser un enorme generador de riqueza, de no existir control alguno sobre el mismo puede llegar a producir extraordinarios desequilibrios sociales más allá de lo humanamente imaginable. Y eso, ni más ni menos, es lo que ha ocurrido desde que la horda neoliberal se apropió del mismo y el capitalismo cayó rendido ante su propia ortodoxia.
Desde que los Chicago Boys, irrumpieran en el Chile de Pinochet de la mano del gurú más importante y trascendente de la segunda mitad del SXX en la economía liberal como es Milton Friedman, laureado con el Nobel de Economía en 1976, el que fuera fuente de inspiración de Margaret Tatcher y Ronald Reagan haciendo volar por los aires el modelo del estado del bienestar apoyado en las teorías del hasta entonces economista más influyente tras la 2ª. Guerra Mundial, el británico John Maynard Keynes, la economía clásica ha quedado sobrepasada por un desalmado modelo capitalista que soslaya y sobrevuela la economía real, y cuya máxima, el laissez faire, ha quedado instalada en la cima del poder económico y financiero.
Nadie pone en duda hoy en día, 10 años después del estallido de la crisis, que esos y no otros fueron los motivos causantes de la misma. Todavía merece la pena recordar aquella bravata de Sarkozy, Merkel y Obama en la que, al poco de iniciarse el ocaso financiero, proclamaron a los cuatro vientos su intención de «refundar el capitalismo». Lejos de eso el capitalismo, de la mano de los principales actores de la política europea en general y la española en particular, a costa del mantra de las llamadas políticas de austeridad, acometió una apresurada huida hacia adelante aumentando aún más la desigualdad entre las clases sociales.
El aumento de las corrientes migratorias, millones de personas que huyen del hambre, la miseria o el horror de la guerra, fruto de la explotación sin límites de sus recursos y de los intereses estratégicos de grandes compañías transnacionales que al amparo de normas legales creadas a su imagen y semejanza les permiten poner a buen recaudo sus cada vez más ingentes beneficios a través de la evasión fiscal haciendo recaer todo el peso de la crisis a la vez en los países desarrollados en sus clases medias y trabajadoras, ha propiciado la reaparición en el continente europeo de virulentas corrientes ultranacionalistas que a través del racismo y la xenofobia han convertido al diferente en su chivo expiatorio ante la inacción de las fuerzas políticas tradicionales.
El añadido a todo ello de un islamismo radical pujante, un conflicto palestino en medio del polvorín de Oriente Medio que se eterniza y recrudece en el tiempo, un incuestionable cambio climático que se manifiesta cada vez con mayor inclemencia y para colmo el ascenso al liderazgo en potencias mundiales de excéntricos personajes como Donald Trump, han convertido nuestro entorno social y político así como nuestro nuestro hábitat en un explosivo cóctel de consecuencias imprevisibles.
Solo recuperando conceptos tan básicos y elementales como la solidaridad y el bien común que como ocurriera en los años 40 y 50 tras la guerra hicieron del estado del bienestar su modus vivendi, con sus defectos y virtudes pero con la clara idea de que no volvieran a darse las circunstancias que empujaron a la humanidad a la barbarie, podrá evitarse ese futuro agónico que se antoja cada vez más evidente y que presagiaron en sus novelas y en sus películas Fritz Lang, George Orwell, Ray Bradbury o Ridley Scott entre tantos otros.
Distopía: Representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana.
Dicc. RAE.