Según Eva Saldaña Buenache, directora ejecutiva de Grenpeace España, el cambio climático ya no es una amenaza futura; se ha convertido en una realidad cotidiana que golpea con la fuerza de una sequía histórica, un incendio incontrolable o una DANA devastadora.
Ante esa evidencia, la propuesta de un pacto de Estado contra la emergencia climática no es solo una necesidad política sino un imperativo existencial. Un acuerdo que puede ser eficaz, debe trascender la legislatura y el ruido partidista porque lo que pone en juego es la vida y el bienestar de las generaciones presentes y futuras.
En la base de cualquier acuerdo de esta magnitud debe estar la ciencia. No hay colores políticos cuando el consenso científico nos ofrece diagnósticos claros y plazos incuestionables. Este pacto debe ser el vehículo para traducir esa evidencia en acuerdos valientes, coherentes, concretos y sostenidos en el tiempo. Aunque el éxito residirá en la capacidad de involucrar a la sociedad con una participación que movilice e ilusione a la ciudadanía.
La propuesta del Gobierno contiene líneas de trabajo imprescindibles. Es un acierto histórico plantear la dotación de recursos económicos permanentes no solo a reconstruir tras el desastre, sino a prevenir y adaptar nuestros territorios.

Celebramos también el compromiso de una coordinación real y con decisión compartida entre todas las admiraciones, poniendo fin a la dispersión de esfuerzos. Así como el reconocimiento del papel clave del sector primario, la primera línea de defensa y parte indispensable de la solución.
Finalmente, el impulso decidido a la transición ecológica y la voluntad de aumentar la ambición climática en la Unión Europea demuestran una correcta comprensión de la escala del desafío.
Pero un pacto de esta envergadura no puede permitirse puntos ciegos. Se echa en falta mayor énfasis en la mitigación. Además de incendios, DANAS y olas de calor, la subida del nivel del mar o la pérdida de los glaciares nos hacen concluir que adaptarse es necesario, pero sin una reducción drástica y urgente de las emisiones nos condenamos a una carrera contra catástrofes cada vez peores.
Resulta incomprensible la escasa consideración del papel que juegan los océanos y la biodiversidad: son nuestros mayores aliados, sumideros naturales de carbono y reguladores del clima y su protección debe ser un eje central, no un apéndice.
Y, de forma crucial, el pacto debe ser más contundente en aplicar el principio de «quien contamina paga», estableciendo una fiscalidad ambiciosa para la industria de los combustibles fósiles, cuyos beneficios históricos se han construido sobre la desestabilidad del clima que ahora padecemos.
El verdadero desafío es convertir este documento en un pacto social vivo. El éxito depende de nuestra capacidad para llevarlo a lo cotidiano, con medidas concretas, cercanas y posibles: un abono único de trasporte público asequible y eficiente, ayudas para aislar nuestras viviendas y reducir la factura de la luz o el apoyo a mercados locales que garanticen alimentos sanos a precios justos.
Nos preguntamos si la clase política estará a la altura de un compromiso de este calado, si entenderá que la historia les juzgará por su capacidad de pensar en las generaciones venideras.