Creo que todos, absolutamente todos podemos reducirnos a un color. Del mismo modo, cualquier acción, situación o sentimiento podría definirse mediante un color o unas tonalidades, siempre y cuando se tenga cierta voluntad creativa. Por ello, no es de extrañar que desde el principio, literatura y pintura en general, y en particular, palabras y colores hayan sido dos ríos de cursos paralelos y complementarios.
El color ha formado parte la vida del ser humano, pues nutre nuestras vidas; nuestra mente, nuestro espíritu y sentidos se ven fuertemente influidos por el color. El color es intrínseco a la vida y por tanto a la poesía. La confluencia del color con la palabra surge de la necesidad de explorar nuevos universos simbólicos y crear inéditas imágenes sensoriales.
Así pues, a lo largo de esta publicación intentaré esbozar unas pinceladas no sobre la “no finita” relación poesía – pintura, sino sobre la utilización del color como elemento poético; creador y transformador de la realidades, centrándome en poetas de finales del XIX – principios del XX, a causa de la imposibilidad de abarcar la totalidad de un tema así.
Tal y como señala el profesor Bernal Muñoz en su artículo “El color en la literatura del Modernismo”, una de las principales singularidades de la literatura modernista es el uso de sinestesias, “procedimiento consistente en producir sensaciones asociadas a un sentido a través de estímulos dirigidos a otro”. El objetivo era recrear el más perspicaz de los sentimientos, la más insólita impresión. Para ello, nada mejor que beber de los impresionistas franceses. Allí, en París, un joven José Martí leía, aprendía y practicaba las últimas tendencias que corrían de café en café. Muestra de ello es la descripción que realiza sobre el paisaje de Orizaba (México).
“Circulaban las nubes crestas rojas y se mecían como ópalos movibles; había en el cielo esmeraldas vastísimas azules, montes turquinos, rosados carmíneos, arranques bruscos de plata, desborde de los senos de color, sobre montes oscuros, cielos claros y sobre cuestas tapizadas de violetas, arrebatadas ráfagas de oro”.
Indudablemente, el uso de los diferentes colores y su significado es intencionado. La relación del color y la palabra es en ocasiones de complementariedad, otras de extrañamiento, pero siempre precisa y embellecedora.
En 1888 Rubén Darío publica Azul…, poemario fundacional del Modernismo. En un principio, pensó titularlo “El año lírico”, luego “El rey burgués”, pero finalmente se decantó por el color de la tranquilidad y de lo infinito: azul; el azul del cielo y del mar. Tal vez, la célebre frase de Víctor Hugo “l’art c’est l’azur” – y no bleu– influyera a tomar tal decisión. El caso es que el azul en la obra de Rubén Darío traspasa la noción de color y se convierte en todo un símbolo, en un símbolo de la vida. Tal y como el propio autor confesó en Historia de mis libros “el azul es para mí el color del ensueño, el color del arte, un color helénico y homérico, color oceánico y fundamental”. El crítico Juan Valera afirma que “azul” significa para el nicaragüense “lo ideal, lo etéreo, lo infinito, la serenidad del cielo sin nubes, la luz difusa, la amplitud vaga sin límites, donde nacen, viven, brillan y se mueven los astros”.
De ahí que sean tan abundantes los “ejemplos azules”: “Plural ha sido la celeste / historia de mi corazón” en “Canción de otoño en primavera” o “Fui a cortar la estrella mía / a la azul inmensidad” de “Poema de otoño”, y es que para Darío la idealización, la inspiración, lo sublime e infinito se concreta en el color azul.
También en Juan Ramón Jiménez el color tiene una fuerte carga simbólica, aunque es cierto que el carácter sinestésico no aparece tan frecuentemente como en otros poetas hispanoamericanos. El color en J. R. J. equivale a un intimismo lírico, pues casi siempre el color de sus poesías aparece ligado a sentimientos o a imágenes visuales (el poeta quiso ser pintor y en realidad no dejó de serlo nunca). Por ello el color se convierte en una constante en toda su literatura, especialmente en su primera época.
«Cuatro de la madrugada. Mar azul Prusia.
Cielo verde de malaquita. Emociones.
Seis de la mañana: Mar morado. Cielo gris. Sports.
Nueve de la mañana. Lectura.
Una de la tarde: Mar ocre. Cielo blanco. Desamor.
Cuatro de la tarde: Mar de plata. Cielo rosa. Nostaljia.
Ocho de la tarde: Mar de hierro. Cielo gris. Pensamientos».(«Mar de pintor», Diario)
Asimismo, Pablo Neruda, especialmente en su primer libro Veinte poemas de amor y una canción desesperada acostumbra a jugar con el color, aportando a cada poema metáforas genuinas a la vez que misteriosas. Es frecuente el uso del color blanco, sinónimo de pureza, inocencia y pasión “abeja blanca zumbas – ebria de miel- en mi alma” o “se parecen tus senos a los caracoles blancos” (poema VIII), del azul; “ojos oceánicos”, “desparramando espigas azules por el campo”, que equivale a la lluvia e incluso del gris para hacer referencia a la chica “de boina gris”, mujer de ciudad, Albertina Rosa Azócar.
Son muchísimos más los poetas que no dudaron en complementar e introducir en sus versos color. Federico García Lorca, Miguel Hernández, Rafael Alberti, Carlos Marzal, Vicente Gallego, Luis Eduardo Aute, Francisco Brines, Jorge Guillén y Mario Benedetti, entre otros, supieron plasmar lo que el color provoca: la transformación del verso, de la imagen y del sentimiento.
Ya lo decía Juan Ramón Jiménez “el color del mundo es mayor que el sentimiento del hombre”. No deja de ser cierto, el color del mundo está entre nosotros, forma parte de nosotros, rodea la existencia del hombre; lo natural, lo artificial (los objetos, la casa, la ropa), lo permanente, lo mutable e incluso lo tangible e intangible están llenos de color y colorean nuestro paso por el mundo.
Y como de casualidades está llena la vida, tenía entre manos esta semana el Libro de las alucinaciones, de José Hierro y en un poema titulado “Alucinación en Salamanca” leía:
Azul:
en el azul estaba,
en la hoguera celeste,
en la pulpa del día,
la clave. Ahora recuerdo:
he vuelto a Italia. Azul
azul, azul: era ésa
la palabra (no sombra,
sombra, sombra).
Lo dicho, llenad la vida, al igual que la poesía, de color y no de sombras.
Y los colores de la noche… las lunas rojas de agosto, las noches oscuras del alma, las reminiscencias poéticas del negro en Nicolás Guillén y en César Vallejo. El negro es una realidad cromática, no siempre negativa, como las lunas de agosto de Radio Futura. Sugerente recomendación para un 14 de agosto. ¡Qué casualidad!