En las miradas finales de Bobby y Vonnie (Jesse Eisenberg y Kristen Stewart) se encierra el único momento grande y rotundo de esta película. Sobre todo si se valora de manera aislada, haciendo caso omiso al conjunto de lugares comunes que empequeñecen la última propuesta de Allen. Es la mirada de la derrota, dos miradas que no se ven pero que se dirigen la una a la otra en la distancia, esas miradas perdidas en las que la mente piensa en una persona del pasado como si todo fuera compartible pese a la lejanía. Esa lágrima que asoma en Vonnie es el sentido real de su alma que nubla la falsa sonrisa que dirige al resto de invitados a la fiesta de nuevo año. Para Bobby la mirada vacía alrededor de un triunfo personal supone una ironía que no le compensa. La vida es algo que discurre hacia delante pero que no se entiende sin mirar hacia atrás, algo así va a acompañar siempre los largos años que les esperan por su juventud y éxito social, esas miradas que rememoran el recuerdo de acaloradas conversaciones a la salida de una proyección, las miradas en la barra de un bar, los paseos en la playa, el amor furtivo. Allen sí consigue ese propósito a la perfección con su Cafe Society, vendernos el espíritu de derrota propio de la melancolía y del pasado lacerante, y sin embargo hay algo, o muchas cosas, que terminan por hacer invisible su proyecto, y cuando digo invisible me refiero a ese cine que puede llegar a verse con agrado pero que, una vez que termina la proyección; lo olvidas y nada permanece, ni tan siquiera un leve rescoldo, algo que remueva recuerdos personales, algo que nos acerque a los personajes y les sintamos cercanos, porque el aparato perfecto que rodea a la historia se mueve alrededor de una historia muy hueca.
Bobby y Vonnie no son, ni van a ser, como el Sr. Chow y la Sra. Chan de nuestro recuerdo. Allen opta por evitarnos su sufrimiento y sólo aportarnos su melancolía, el pasado remoto y el presente inmediato, eludiendo todo un presumible tormento intercalado entre ambos momentos. El punto de ruptura de la narracción es frío, aséptico, rellenado con comicidades de humor judío que rompen la historia principal y no la hacen avanzar porque apenas si existe desarrollo en el planteamiento de los personajes. Como la vida no tiene sentido, rompamos la historia de los amantes mediante interludios cómicos aunque sean sangrientos, así, de haber pretendido algún clímax melodramático, el director escoge evitar las tentaciones para acercarse al sainete. Allen convierte a sus tres principales actores en meros cartoons por los que no pasa el tiempo, ni el efecto del sentimiento amoroso controvertido. Lo peor que puede apuntarse del guión de la película es su absoluta previsibilidad, su relleno para llegar a un final de aparente grandeza que queda diezmado por lo que intuimos que va a suceder antes o después. Ni Phil Stern —un modélico Steve Carell—, ni Bobby —a Jesse Essenberg le siguen quedando grandes demasiados trajes, máxime si tiene que adoptar la personalidad pública de un heterónimo del propio Allen— ni Vonnie (solvente y prometedora Stewart, a quien le falta, para determinados papeles, la elegancia de saber caminar en pantalla, algo importante en los actores, saberse mover con esa distinción cuando el papel lo requiera, no limitarse a una fotogenia innegable en las escenas de plano-contraplano—, sufren evolución alguna, el relato es un continuo ir y venir en el que resulta demasiado evidente tanto el armazón como la falta de relleno, y reconozco que se me termina haciendo larga pese a su contenido metraje.
Nadie que haya visto el cine de Allen podrá dudar ni un segundo en que estamos ante un producto genuino del director, contiene sus dosis de acidez, mermadas respecto a décadas pasadas, las patadas en las espinillas a Hollywood y su sistema, su amor por Nueva York —muy forzado en esta ocasión—, su admiración enfermiza por los gángsteres familiares y esa mezcla entre opulencia y corrupción, su amor-odio por lo judío, pero cuando ya se han visto tantas películas de Allen volver sobre lo mismo no me resulta suficiente, me parece estar ante un remake de muchas de sus situaciones precedentes, con el peso insoportable de que nada me sorprende, nada me revela genio, todo es demasiado perfecto pero, al tiempo, demasiado insulso, demasiado depurado para contar muy poco. Es así que esa perfección en decorados, ambientación, iluminación, fotografía… termina resultándome falsa e impostada, como si la película se rindiera al lustre técnico olvidando la necesidad de que, o las imágenes hablen por si solas o que, a las imágenes, les acompañe un sustento argumental o narrativo de entidad, porque si no, el conjunto no casa, la amalgama no solidifica y el tiempo, muy breve, apenas el de la proyección, produce erosiones imposibles de evitar, erosiones que al más mínimo soplo conducen la película a ese cajón del olvido donde van almacenándose las de, por lo menos, la última década del director neoyorkino.
Con Storaro y Loquasto en el equipo técnico, por cierto, uno de los más amplios que recuerdo en el cine de Allen con decenas de encargados de sonido, decoración, arte, efectos visuales, algo que indica que no es el dinero lo que ha faltado en este proyecto… la cámara parece plegarse a que disfrutemos del grado exacto de iluminación, del reflejo perfecto en el cristal, del brillo en la pupila de una actriz, en vez de fijarnos en la insustancialidad de lo que se nos cuenta. Rara vez me desagrada algún plano de Allen y en esta ocasión consigue revolverme en dos tomas circulares, una completa y otra parcial que sólo pueden obedecer a un sentido estético deformado o a un juego competitivo por mostrar un alarde técnico, pero que, visualmente, terminan resultando feístas. Ese exceso visual no es el único de la película, el musical también está presente. Que Allen es un entendido y un apasionado del jazz lo sabe todo el mundo, pero la vida no es una banda sonora permanente, ni mucho menos una banda sonora de jazz. Agradable sí, pero a vueltas con la misma pega, se cae en el error de dejarse envolver por la música y no prestar atención a lo que se dice o a lo que se ve. Es una perfecta banda sonora para disfrutar sin la película, pero que, como todo lo perfecto de esta película no consigue ensamblar con el conjunto.
Antaño se criticaba a Allen por querer parecerse a Bergman, semejanza que siempre se me antojó ridícula porque, hablando de temas similares ni la ética ni la estética de sus cines podían compararse. Ahora echo de menos cierto pose bergmaniano en sus puestas en escena y en sus contenidos, ahora que año tras año se habla del testamento cinematográfico de Allen, vuelvo a repetir cuánto me gustaría que Allen hubiera parado hace tiempo y mi memoria no recordara que tras Hannah y sus hermanas, Misterioso asesinato en Manhattan, Delitos y faltas o la crepuscular, para mí, Match Point (remake no acreditado de la anterior) han sucedido una serie de películas apáticas, irregulares, con ciertos momentos de esplendor pero con muy poco brillo si se exceptúa aquella Midnight in Paris. Es lo que nos toca, lamentarnos del pasado y seguir deseando, año tras año, la próxima de Allen, porque como dice uno de sus personajes, hay que vivir todos los días como si fueran el último porque al final vas a acertar, y cada vez se acerca más el día en que digamos que ya no habrá más cine de Allen.
Ficha técnica