La Inteligencia Artificial está en boga y está de moda. Cada vez son más las noticias, prácticamente diarias, sobre nuevos avances en sus capacidades, las cuales se van acercando poco a poco, emulando y a veces hasta superando, a las del ser humano. Es un hecho que ya puede ganarnos sobradamente al ajedrez o abordar complejísimos cálculos con mucha mayor eficiencia que nosotros… Ahora, uno de los terrenos tradicionalmente más inhóspitos para la máquina, el arte, se ha situado también en su punto de mira, y eso, lejos de ser una amenaza, creo que nos abre la puerta a profundas reflexiones sobre la naturaleza, función y significado del arte tras una época ya larga de ensimismamiento pasivo.
Cuando desde mediados del siglo XIX la fotografía irrumpió en el catálogo de ingenios mecánicos que trajo consigo la revolución tecnológica e industrial, y, tras un necesario margen de asimilación, también en las esferas del arte, muchos la celebraron como la manera más perfecta y definitiva para capturar la realidad, algo que amenazaba y, suponían, acabaría por desbancar a una pintura con la que entraba en ventajosa y directa competencia. No ocurrió esto. La pintura se volvió sobre sí misma, encontró y se defendió con sus dos mejores armas, que aquella primitiva fotografía no podía suplir (sigue mostrando hoy serias dificultades): el color y, sobre todo, su capacidad intrínseca, no para capturar la realidad de una manera mecánica y mimética, sino para reelaborarla libremente.
Si bien constituye un error típico suponer que esto no ocurría antes (en tanto que artefacto humano, cualquier manifestación artística nace siempre y se dirige hacia la humanidad, no a una teórica imitación de las formas externas), nunca como hasta entonces había existido un esfuerzo tan inmenso, consciente y frenético por explorar las capacidades expresivas de la pintura en cada uno de sus locos ángulos. Hablamos de movimientos como el simbolismo, llamado a revelar lo invisible, del verdadero terrorismo cromático que supusieron gente como los impresionistas, nabi, fauvistas, expresionistas u orfistas, de la reordenación de la imagen y de la materia planteada desde el cubismo, la brecha onírica abierta por el surrealismo, la abstracción en todas sus formulaciones, etc. Tampoco la novela sucumbió al cine como potencial narradora de historias, ni la escultura ni las mal llamadas artes decorativas se rindieron al dictado de la producción en cadena y de las formas estandarizadas.
En la Historia del Arte, éste siempre ha asimilado con (muy) relativa flexibilidad y rapidez cualquier novedad para incorporarla a su propio ámbito, ya sea en calidad de nueva categoría artística o como una herramienta más en la que apoyarse, tal cual ocurre con la aparición de nuevos productos, técnicas, materiales… Esta adaptabilidad se sustenta en la convicción de que, por camaleónico que pueda tornarse el arte en sus propuestas estéticas, habita siempre en el fondo la figura del artista. Dicho bonito: si bien la forma es circunstancial y mutable, la esencia emana de una fuente única que es la creatividad humana, genio, alma o como queramos llamarlo. Hemos vivido muy cómodos en esta premisa, es romántica, bonita, eficaz y, hasta ahora, irrefutable, pero todo acaba en algún momento…
No es ninguna novedad que las IA pueden asumir ya buena parte del trabajo sucio que se deriva del proceso creativo. El programa DALL-E 2, por poner un ejemplo sencillo y más bien famosete, es capaz de generar imágenes de alta definición y en varios estilos diferentes a partir de un simple patrón, una descripción sucinta de la composición deseada. Existen también hace años máquinas con brazos mecánicos capaces de pintar cuadros o modelar esculturas; una impresora 3D, sin ir más lejos, permite a cualquiera con los medios adecuados plantar la «Victoria de Samotracia» en su salón… Hasta aquí todo en orden más allá de una peligrosa sobreabundancia de material artístico, cuestión a la que se viene dando respuesta bien desde el arte conceptual, alejarse todo lo posible del objeto y echarse a dormir sobre el concepto, o bien volviendo la vista hacia una artesanía que nunca ha desaparecido del todo, esto es, acercarse tan íntimamente al objeto que ninguna máquina nos siga. En cualquier caso, el desafío real llega en el momento que, según parece y nos informan, la IA podría estar ahora mismo en disposición de emular también, con matices, el mismísimo proceso creativo.
Quien me conoce sabe que he parafraseado muchísimo a mi compañero de carrera David Pérez Vela al decir que del Arte me fascina que representa el instinto creativo en un bicho (el ser humano) que se ha revelado como esencialmente destructor. Es posible que haya usado esta frase además en otras publicaciones. No importa. También he hablado con anterioridad sobre una presumible inclinación estética en distintas especies animales, como los mirlos o algunos peces globo, capaces de generar algo así como una «obra original» y que cuestionan por tanto en cierto grado la exclusividad humana en dicho ámbito, manteniéndolo todo, eso sí, en una esfera más amplia y acomodadiza como es lo biológico y, en resumen, lo vivo, el arte como lenguaje de la vida… Todo esto ha de enfrentarse a una profunda revisión si aceptamos la posibilidad de que la IA pueda expresarse en los mismos términos y códigos. El arte reducido, contendido en un proceso mecánico que hasta ahora sencillamente ignorábamos. Pero existen, de nuevo, herramientas para defenderse de esta idea y reflexionar.
Otra de las ideas que he ido modelando y repitiendo con el tiempo (dado que muy pocos entienden por qué pollas estudié historia del arte en lugar de otras alternativas más pragmáticas y lucrativas) es que cuando un animal evoluciona, como es nuestro caso, hasta el punto de ser el perfecto depredador, de dominar su entorno y garantizar la propia supervivencia, pero continúa sin embargo dedicando tiempo, esfuerzo e inquietudes a la cuestión artística, desde la pintura parietal y la talla de bifaces al manierismo o el dadá, este detalle requiere de toda nuestra atención, marca el eje diferencial entre lo humano y lo meramente utilitario, y es, creo, una de las mejores cosas a las que dedicar una vida.
En esta afirmación se esconde una de las características que creo todavía inherentemente humanas del arte, sobre la que merece la pena detenerse, y es la voluntad artística. Que sepamos, una IA no manifiesta (es difícil de imaginar) un interés genuino por el arte, solo puede llegar a producirlo si así se le indica. No hay elección y por tanto no existe inquietud ni riesgo ni apuesta, cuando el arte, y esto lo entiende perfectamente quien lo hace, nace como un impulso al cual se sacrifican otras cosas. Con todo, este argumento nos acerca peligrosamente a la imagen romántica del artista guiado solo por impulsos, que se suicidaría de no dar rienda suelta a su creatividad (a veces hace ambas cosas) y que extrae dicho impulso de un no sé qué o un no sé dónde desconocido, de origen metafísico, inaprensible, divino… Iremos viendo algo más sobre esto, pero no ahora.
No nos alejemos de la pregunta. La realidad es más compleja. Aun si la IA, de momento, tiene bastante complicado el resultarnos romántica, sí está empezando a poder copiar (y llegará a hacerlo perfectamente si la ciencia avanza lo suficiente en esa dirección) los procesos cerebrales implicados en la creación artística. En resumidas cuentas, la IA puede ahora mismo crear una obra desde cero, más o menos (ex nihilo nihil fit), como una persona y resultar original en sus resultados. Le estamos enseñando «cómo», pero ya no necesita que le digamos «qué» crear, y eso es un principio, todavía precario pero innegable, de autonomía. Y si resulta que ese proceso mental que lleva hasta la obra de arte puede programarse y ejecutarse en una serie de algoritmos, queda claro que éste no emana exclusivamente de las profundidades espirituales del ser, de esa fuente única y, creíamos, unívoca, sino que debemos buscar nuestra identidad en otra parte.
Comprometido el baluarte que había sido hasta ahora nuestro monopolio sobre el acto de creación, quizá el primer gran esfuerzo constituya asumir que, en efecto, también las máquinas pueden crear obras de arte. Se podrá argumentar, sin duda, que esa creatividad resulta en cualquier caso residual, derivada de aquellos datos y herramientas que hayamos dado previamente a la IA, con el ser humano asumiendo el papel protagonista, incluso en la sombra. Esta postura me resulta sin embargo insuficiente, acusa demasiado conservadurismo. En primer lugar, también nosotros condicionamos a nuestros artistas, nacen en una sociedad que les proporciona información, formación, medios, referencias, normas que seguir o romper… En segundo lugar, el argumento caduca en el momento que un programa sea capaz de aprender arte por sí solo partiendo desde una inteligencia más amplia, cosa que quizá ya esté ocurriendo en alguna parte, en este mismo instante.
Pienso que no debemos aferrarnos al fantasma del genio y sí replantearnos en su lugar para qué seguimos haciendo arte, qué esperamos de él, qué le da valor, a dónde se dirige… independientemente de su artífice. Hace ya tiempo que respondo, cuando la gente comenta alterada que «¡ahora es que todo es arte!» que esa misma multiplicación es un paso necesario que forzosamente ha de devolvernos a este tipo de preguntas nucleares, radicales. El primitivo (con toda la grandeza de esta palabra, del lat. «primitus»: el primero, al comienzo) consigue retener líquidos y/o cocinar en vasijas de barro, pero decide (necesita) añadir un patrón decorativo en zig-zag, o quizá solo unos circulitos; el moderno posee la tecnología para reventar o rehacer el mundo, la IA está llamada a hacer casi cualquier cosa por él, y no obstante se dedica, también, a explorar (es decir, invertir su tiempo y dinero) los recovecos del Arte. ¿Por qué? ¿qué estamos buscando y por qué no podemos dejar de hacerlo? ¿qué podemos ofrecer todavía? ¿qué decir?
A favor del arte manufacturado por seres humanos debo decir que consigue despertar, cuando es bueno, sensaciones mucho más complejas e intensas. Hablaba por ejemplo Walter Benjamin del «aura» de la obra de arte, ese algo inexplicable que rodea a la obra original y que no resiste ninguna reproducción técnica, ni siquiera la fotografía o escaneo más fidedignos. He experimentado ese fenómeno con numerosos artistas que estudié a través de imágenes en la universidad y que solo mucho más tarde he podido ver en directo, cambiando mi percepción por completo. Jules Pascín ha sido el más reciente, un pintor cuya biografía me gustaba significativamente más que su trabajo hasta que me lo encontré de lleno en la Galería Nacional de Arte de Bulgaria. Su tristeza es insondable… Sobre la música generada automáticamente por IA el público suele coincidir en una crítica muy parecida: resulta agradable, casi meditativa por neutral, pero carente de brillo. No dice nada. Nada nos sacude. No es por casualidad que cuando detectamos lo contrario, cierta energía, cierta intención, a eso lo llamemos casi siempre sentimiento. En la novela «1 the Road», la primera oficialmente escrita por IA, se trata de imitar a «On the road‘» de Jack Kerouac repitiendo sus viajes en un coche cargado cámaras y sensores, lo que permite al programa-autor «percibir» y describir los mismos paisajes, pero solo a Kerouac se le ocurre llamar «hermosos» a unos pasteles en un bar de carretera. No impera la lógica, es la visión alucinada del hambriento que cruza un país. ¿Podrá llegar a estar hambriento, de hermosos pastelitos o de experiencias, un algoritmo? ¿Puede alucinar una inteligencia artificial?
Esto último nos lleva a otra cuestión importante como es la experiencia. Por ahora la máquina solo puede acceder a una información, diríamos, nítida. Por más que luego la reordene, jugará con aquello que conozca, los colores o los sonidos que le han dicho que puede armonizar, los que no, palabras ordenadas lógicamente, etc. Pero una máquina no se arrebata, ni se enamora, ni se siente confusa. Tampoco existe la posibilidad de lo accidental, del descubrimiento. Dicen que a Kandinsky «se le ocurrió» la abstracción al ver que un cuadro boca abajo seguía teniendo sentido. Los efectos del LSD, que marcarían un hito en el arte y pensamiento occidentales de la segunda mitad del siglo XX, se descubrieron por accidente en 1948, cuando el químico Albert Hofmann tuvo el paseo en bicicleta más loco de su vida. Todo esto escapa a las posibilidades actuales de la IA. Incluso una aleatoriedad programada, como la de algunos videojuegos, no deja de ser cálculo. La IA no se corta una oreja haciendo el gilipollas con un colega. No toma cafés en París. No se queda tirada en la autopista. No visita al psicoanalista. No hay serendipia. Nada.
En cualquier caso, cuando creemos percibir en este tipo de hallazgos artísticos, accidentales o no, un sacudimiento extraño (una canción que nos pone a llorar, una película que nos atraviesa, un verso visionario, etc.), seguimos intuyendo en ello la huella de una mente genial, que ha accedido a algo enorme y desconocido para traerlo a este lado del mundo. La naturaleza del arte, de nuevo, como una cuestión incognoscible, arcana, que nos suspende en el vacío y que no nos permite, a priori, indagar mucho más en la diferencia con la máquina. Sabemos dónde está, pero no lo que es y, por tanto, no podemos explicarlo ni argumentarlo. Yo mismo recuerdo esta impresión de vaga epifanía leyendo por ejemplo a Novalis o al mejor Lord Byron, cuando lo pillas fino… Pero, y aquí va mi tesis personal, siento que lo que el arte nos trae en realidad es sencillamente la consciencia de que hay otro ser humano al otro lado, de que no estamos solos, y es eso lo que nos produce un efecto maravilloso, como de revelación, que no puede replicarse de manera artificial.
El arte puede ser por tanto una respuesta a nuestra soledad existencial y a la angustia que se deriva de ella. Para quien lo hace, es una forma de dialogar consigo mismo y con el exterior de forma simultánea (incluso, sí, un plátano pegado a una pared es capaz de desencadenar este diálogo). Tiene que haber una otredad ahí afuera para recibir esa parte de nosotros mismos que lanzamos, y esto reconforta incluso si puede llegar a resultar también doloroso y/o aterrador… Para el receptor, denuncia la presencia de otra mente pensante, sintiente, «maquinando» cosas y pululando por el mismo universo. Me parece que en nuestra creciente obsesión por la IA, que en realidad podría rastrearse bajo diferentes formas hasta mucho más atrás, como los autómatas del siglo XVIII, subyace esa misma búsqueda. Aspiramos, al fin y al cabo, a crear desde cero, poco a poco, comprendiendo cada etapa y mecanismo, otro cerebro, otro ser pensante y sintiente que sea, por fin, una copia perfecta de nosotros mismos y nos haga compañía, que nos ayude a explicarnos. Hay algo de enfermizo en todo esto, obsesionarnos tanto para conseguir mediante la tecnología lo que ya teníamos desde el principio, como en cualquier relato típico de aventuras y autodescubrimiento, pero es una vía que la psicosis humana necesita recorrer, y lo hará, tantas veces como sea necesario hasta lo hayamos experimentado todo o nos extingamos, lo que pase antes.
Poca gente sabe, aun hoy, que también los neandertales desarrollaron arte y pensamiento simbólico, desde su propio cerebro, su propia visión, su manera única de manipular e interactuar con el entorno. Cabría preguntarse qué sentía una especie al contemplar el arte de la otra, si se ofrecían respuestas a los mismos vértigos o, por el contrario, el arte puede surgir y funcionar en compartimentos estancos. El sentido común y la experiencia nos dicen que sí, que el arte está siempre conectado por la raíz. Por otro lado, ambos grupos humanos se acabaron fusionando, desapareciendo en última instancia los neandertales en favor del sapiens. ¿Podría pasarnos a nosotros lo mismo en relación a la máquina? Esa es otra vieja incertidumbre que nos persigue…
De momento, mientras el mundo siga flotando por ahí y todo esto se vaya aclarando, veo todavía muy lejana la posibilidad de que la IA desplace el arte tal y como lo venimos entendiendo. Por más que emule nuestros procesos neuronales, carece de los vitales, aunque tampoco dudo de que después de algún tiempo, y de muchos ensayos dando vueltas sobre lo mismo, tendremos que replantear una vez más las mismas preguntas para seguir profundizando, girando la tuerca y forzando cada vez más el coco para preservar nuestro mundo y nuestra manera de entenderlo, de habitarlo, de traducirlo… Pensaban tanto Keats como Bécquer que en el mundo siempre habrá poesía, incluso si nosotros ya no estamos ahí para captarla. Quizá solo estamos preparando a nuestros testigos para asegurarnos de que esto sea así. Nos cargaremos el planeta de una forma u otra, pero no podemos anular nuestro instinto creador, aun después de marcharnos.
Para acabar, una historia con moraleja:
En un capítulo de «Bob Esponja» (Temporada 5, ep. 20, 2007) el avieso Calamardo llega al Crustáceo Crujiente con una máquina capaz de cocinar «burguer cangreburguers» (nuestra extravagante traducción para la «Krabby Patty») igual de sabrosas y con un rendimiento muy superior al de Bob Esponja, por lo que ambos, máquina y esponja, acaban enfrentándose. Al comienzo, lo que la máquina puede realizar sin ninguna dificultad Bob Esponja debe replicarlo con un inmenso trabajo y desgaste por su parte, el resultado parece previsible y lógico, pero Bob se acaba envalentonando… Cuando él rebasa sus propios límites y se revela como el cocinero genial que en tantos otros episodios ha demostrado ser, la máquina explota. Si la máquina quiere algún día ser libre, no podrá serlo en nuestra realidad, bajo nuestras normas, sino que deberá forjar la suya propia. Seguramente lo haga. Entre tanto, no dejéis morir el fuego.