En nuestro rincón microrrelatista hoy contamos con la presencia de Antonio Toribios (León, 1960). De padre ferroviario y madre ama de casa, un manual de legislación de los ferrocarriles y un misal fueron sus lecturas infantiles antes de Verne, Dickens o De Amicis. Hubo también tebeos, muchos. El ferrocarril sigue estando presente en sus relatos y en cuanto a los santos del misal, son el germen y la levadura de su último libro: El envés de los días. Hojas de almanaque, que toma como pretexto el calendario para crear 366 relatos donde los nombres de cada día se convierten en libérrimos y desaforados personajes.
La onomástica le interesaba ya cuando escribió Tu nombre y otros nombres (Mallorca, La Bolsa de Pipas, 2004). En 2007 publicó Ananías y la máquina maravillosa, con Edilesa, un cuento infantil ilustrado por Manuel Sierra y auspiciado por Renfe. Antes había habido otro, Luisito el lunático (León, Éfeso Eurodidáctica, 2002), con dibujos de Laura Ruiz y la luna de protagonista.
En 2013 entró en contacto con “Esta Noche te Cuento”, un colectivo dedicado al ejercicio y la difusión del microrrelato, y se centró en dicho género, que llevaba ya tiempo practicando. Fruto de ello fue Juegos de artificio (León, La Armonía de las Letras, 2016).
Ha aparecido en diversas publicaciones y obras colectivas, siendo las más recientes Cronófagos (2019) y Cuentos de la nueva normalidad (2020), ambos de la editorial Marciano Sonoro. Actualmente mantiene el blog Recado de escribir, dedicado a la narrativa breve y participa en el proyecto Masticadores, red de blogs de creación literaria con vocación universal.
El autor ha querido compartir con nuestros lectores los siguientes textos:
- Micros de El envés de los días:
PLÁCIDO
Plácido tiene un motocarro; bueno, no es suyo, le queda por pagar la última letra. Va al banco y el empleado le dice que ya es tarde, que está cerrado, que es Nochebuena, pero Plácido necesita el motocarro y si no paga se lo pueden quitar, así que insiste y pone cara de cordero degollado ante el burócrata soberbio que viste traje, corbata y gafas de oficinista miope con las manos finas y lisas y el alma encallecida. Es lo que mi madre quiere para mí, que sepa de cuentas para no tener que pasar frío. No como Plácido, el pobre, con su motocarro que no es suyo, y esa estrella con luces de colores que encima hace risible su desgracia. Luego hay unos pobres y unas señoras con abrigos de pieles, y la gente se ríe porque está caliente y porque para eso han pagado un duro por la entrada.
SOLANGE
Nacida en Francia, de Job y Blanda, que trabajaban entonces en una fábrica de artículos de broma situada en la banlieue de París, Solange (léase Solanch), comenzó pronto a sufrir una crisis de identidad que se acrecentó con el regreso de sus padres a su lugar de origen, cuando apenas contaba nueve años.
Solange (pronúnciese Solangs), se instaló a vivir en un pueblo mesetario donde todo le hubiera parecido surrealista de haber conocido el término. De las amplias avenidas parisinas, los historiados edificios con mansardas, las vitrinas de moda y los gendarmes con vistosos quepís, pasó al barro por las calles, los adobes techados de uralita y la cantina donde se vendían desde alpargatas a escabeche al por menor.
En la escuela de don Gordiano, sin embargo, todo era al por mayor: la gran barriga del prócer, el enorme crucifijo, la espaciosa pizarra y los sonoros bofetones. Ese ambiente no era el más propicio para una flor de invernadero como Solange (dígase Solangg), que comenzó a marchitarse más y más, entre compañeros de clase que no sabían pronunciar su nombre y la acabaron llamando la francesa.
Los padres, Job y Blanda, sufrían en resignado silencio los avatares de su hija unigénita, escapándoseles a veces un “¿Qué habéis hecho con Solange?” entre suspiros, como vaga admonición dirigida a todos y a ninguno.
Solange (dígase como se quiera) soñaba por las noches con felices momentos, cuando sus padres llegaban a casa con sus matasuegras (cornes), sus bombones picantes (chocolats de blague) y sus cagadas simuladas (merdes simulées) para reírse todos en familia. Pero el despertar era un mazazo que la remitía a la dura y zafia realidad.
Poco a poco fue creciendo el odio en el corazón de la chiquilla, a la par que su cuerpo de mujer en ciernes. En el último curso de la escuela, nació en Solange (qué habéis hecho…) un inesperado interés por la química. Su profesor de Ciencias, don Silvestre, se felicitó al verla tan entregada al estudio de la tabla periódica y la animó a practicar en el laboratorio. Fue esta una época en que se veía a Solange (So… qué…) sonreír sola por la calle, como recuerdan algunos supervivientes en los ya amarillentos artículos de prensa.
Y es que no siempre los finales son felices si no hay a mano a un psicólogo de guardia. La noticia corrió como una conga. “Traída de aguas letal”. “Todo un pueblo perece”. Y así fue. Todos murieron, incluidos los progenitores bienintencionados pero inanes. Solo sobrevivieron los ausentes, y un puñado de irredentos seguidores de Baco.
- Micros de Juegos de artificio:
EL IMPOSTOR
Pedro, el oculista, ha salido corriendo. Le esperan en la consulta un montón de pacientes. Manda pasar al primero, le insta a leer series de letras y números a distancia, le examina el fondo del ojo, le receta un colirio. Recomienda luego unas gafas, diagnostica un glaucoma, revisa unas lentillas, aconseja hábitos saludables. Tras toda una tarde de trabajo está cansado. Se quita la bata y va a su casa. Entra a oscuras, se prepara la cena, bebe un vaso de leche. Luego va al salón, se acomoda y se pone a leer, como todas las noches, un tratado de oftalmología en braille.
LA SIESTA DEL POETA
Los niños jugaban a atrapar la luz. Hacían cestillas con las manos, la aventaban, levantaban efímeras empalizadas, pero ella se les escabullía entre los dedos con astucias de minúscula alimaña. Los chiquillos se empujaban y reían con la fiereza dichosa de los cachorros sanos. La luz volvía a su ser y les embromaba fingiendo una quietud de eras. Los niños, cansados, salieron al jardín y quedé solo en la penumbra de la galería. El haz brillante partía de una rendija y moría a mis pies. En el charco de luz naufragaron de pronto mis buenos propósitos. Supe entonces que tarde o temprano volvería a matar.