Francis Scott Fitzgerald, quizás el mejor exponente de la era del jazz, de la tan norteamericana Generación Perdida de los años 20, murió antes de completar la que podría haber sido su gran novela: The Last Tycoon (El Último Magnate, 1940) [1]FITZGERALD, Francis Scott. 1977. The Last Tycoon. London: Penguin, pp. 196. La amplia, acerada disección sobre el Hollywood de la época no tiene como protagonistas a actores o actrices, como cabría esperar, sino a un productor, Monroe Stahr, quintaesencia de la meca del cine y el sueño hollywoodiense: guapo, elegante, capaz, rico, hombre hecho a sí mismo -según el mito americano- y, por supuesto, enigmático.
De él, empero, poco es lo que sabemos: trabaja mucho y soluciona cada dificultad sobre el plató y fuera de él, es quizás más envidiado que admirado y sólo ha tenido un amor en su vida, Minna Davis, que murió joven, dejando viudo a Stahr. Pese a su falta de completitud, basta una lectura a lo que pudo rescatarse de esta obra para ver que habría sido, sin atisbo de duda, el más completo y brillante análisis de lo que ocurría tras los bastidores de los estudios cinematográficos de Hollywood.
Se trata de un mundo que Fitzgerald conoció muy bien, puesto que en sus últimos años de vida, minados por la depresión y el alcoholismo, trabajó en el sector como guionista para la Metro Goldwyn Mayer. Sólo la redacción de esta gran novela semejó proveerle un ligero consuelo, una espuela para no dejarse ir completamente a la nostalgia del pasado y a la creciente, si bien errónea, convicción de ser ya un dinosaurio de la literatura. La pluma del autor norteamericano, en plena forma como en los mejores tiempos de Tender is the night (Suave es la noche, 1934), pinta con delicadas, aunque diáfanas pinceladas, todo un cuadro del mundo del cine, acercándose más a una visión desengañada que nos acerca más al Billy Wilder de Sunset Boulevard (El Crepúsculo de los Dioses, 1950), que a una celebración como tal del séptimo arte.
Fitzgerald escribe el primer estudio antropológico de Hollywood que se recuerda en la novela norteamericana, revelando un sistema clientelar y despiadado, en el que la necesidad de hacer beneficios ahoga y reemplaza el arte. En esta combinación de engranajes sería donde brilla con luz propia el astro de Monroe Stahr, “el último magnate”, expresión brillante y grandilocuente de un capitalismo racional y áureo pero que nunca termina salvo en autófaga deificación del provecho. Lo que Scott Fitzgerald nos relata es la historia de un Stahr que, pese a la fastuosidad de cuanto le rodea, yace en los más profundos abismos sentimentales. Un hombre que sólo recuerda –sosias del propio Fitzgerald- un inolvidable regocijo afectivo trágicamente roto y tras el que no parece pueda nacer ningún otro alivio.
La primera descripción de Stahr nos la da Cecilia Brady, narradora e hija de Pat Brady, gran rival del magnate en la dirección del estudio, que está enamorada de él, aunque sabe lo imposible de su pretensión: «En el pasillo del avión corrí hacia Monroe Stahr y tropecé con él, o quise tropezar. Había un hombre que cualquier chica elegiría, con o sin apoyo. Obviamente, yo no lo tenía, pero le gusté y se sentó enfrente de mí hasta que el avión despegó.» [2]FITZGERALD, Op. Cit., p. 19 (Las citas se ofrecerán en adelante del original inglés, consignando nuestra traducción directa al castellano)
La aparición de un inesperado segundo amor será el eje central del libro y muestra inexcusable de la decadencia que emprende Stahr. El proceso es tan espectacular como la prosa inmortal de Fitzgerald: el magnate, durante la inundación de los estudios, asiste al salvamento de dos mujeres que estaban visitando los platós. En una de ellas, la joven Kathleen, ve una réplica de su difunta esposa. Oigamos la perfecta descripción de la escena: «Stahr no respondió. Sonriéndole débilmente, a no más de cuatro pies de distancia, estaba la cara de su esposa muerta, idéntica incluso en la expresión. A través de los cuatro pies de la luna, los ojos que conocía le trajeron recuerdos, un rizo algo caído sobre una frente familiar; la sonrisa que persistía, cambiada acaso un poco según el patrón, los labios separados, todo idéntico. Le sobrevino un horrible temor y quiso llorar en voz alta. Detrás de la todavía rancia sala, el deslizarse amortiguado de la limusina mortuoria, las ocultas flores caídas, ahí fuera en la oscuridad — ahora caliente y brillante. El río le pasó rápido, los enormes focos cayeron, parpadeando, y luego escuchó otra voz hablando que no era la de Minna.»[3]FITZGERALD, Op. Cit., p. 33
Un suceso tan banal en esa localidad como un terremoto desencadena un proceso complejo, y ahí está la magia: «[…] (Fitzgerald) Nunca había mostrado con más fuerza esa facultad suya de hacer que el significado surgiera del propio incidente».[4]SHAIN, Charles E. 1963. “F. Scott Fitzgerald”, en University of Minnesota (ed.)Tres Autores Norteamericanos (Tomo V). Madrid: Gredos, p. 152 A partir de esta momento, la novela se desdobla; por un lado tenemos la frenética actividad y labor de Stahr en los estudios, y por el otro, la extraña historia de amor entre el magnate y la chica, Kathleen. Fitzgerald, por tanto, explora la idea de enamorarse no de un rostro, sino de la proyección de un recuerdo en otro ser humano. Perseguir la reminiscencia. El fantasma, según Lacan, que asegura un lugar en el Otro, más bien en el deseo del Otro; lo que implica que el sujeto para tener consistencia se hace objeto. A Monroe le falta algo, se pone por tanto en juego la demanda impartida por el Otro.
Tal como Daisy Buchanan será todo un mundo de aspiraciones para Gatsby, Kathleen –que es aún más inocente como víctima de la obsesión de Stahr- lo será para el productor. Las promesas de América se desvanecen a pasos de gigante, y todos los malogros de la época y de la vida del propio Fitzgerald quedan representados en la relación tormentosa de Stahr y la chica Moore. Los ecos de la separación de Zelda y la depresión andan cercanos, probablemente porque este autor, cronista de lo mejor y lo peor de América, jamás ha dejado de ser autobiográfico. Aceptar Hollywood, igual que a cualquier humano no le queda más remedio que aceptar su territorio, donde todo lo sereno no es nunca lo perdurable, sino andar sobre un vacío sin hitos locales ni temporales.
El Último Magnate es la inacabada obra maestra de Fitzgerald, donde se nos da una visión inmensamente triste del amor, de la pérdida y del amor después de éste. Es un romance desesperado, madurado, del amor no como quisiéramos que fuera, sino como es. Que nada sea más que lo que debe ser: ahí está, quizás, la verdadera tragedia del Sueño Americano.
Título: El Último Magnate |
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Referencias
↑1 | FITZGERALD, Francis Scott. 1977. The Last Tycoon. London: Penguin, pp. 196 |
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↑2 | FITZGERALD, Op. Cit., p. 19 (Las citas se ofrecerán en adelante del original inglés, consignando nuestra traducción directa al castellano) |
↑3 | FITZGERALD, Op. Cit., p. 33 |
↑4 | SHAIN, Charles E. 1963. “F. Scott Fitzgerald”, en University of Minnesota (ed.)Tres Autores Norteamericanos (Tomo V). Madrid: Gredos, p. 152 |
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