El Partido Popular, con Alberto Núñez Feijóo a la cabeza, se equivoca de plano. Apropiarse los partidos conservadores del discurso de la extrema derecha, hasta ahora en toda Europa, solo ha servido para dar aún más pábulo a la misma, aunque solo sea por aquello de que entre el original y la copia la gente prefiere quedarse con el original.
Es cierto que lo contrario, ese famoso «cordón sanitario», impuesto en países como Alemania o de manera más reciente en Portugal, tampoco han surtido demasiado efecto frente a esa alternativa radical pero, al menos, impedir que toquen poder puede generar mejores expectativas a tenor de lo que nos enseñara la historia durante la primera mitad del siglo pasado cuando muchos conservadores acabaron cediendo ante el auge del fascismo.
Además esa actitud tan visceral acentuada por los populares a partir del debate de la pasada semana en el Congreso puede volverse incluso en su contra ya que su votante más moderado lo que espera de su partido es una serie de propuestas definidas y no una enmienda a la totalidad del actual sistema democrático en la línea de Vox, su más directo competidor.
Tal actitud está probado que genera desafección entre esos votantes más próximos al centro político o lo que es lo mismo les lleva a la abstención mientras que los más reaccionarios acaban abrazando opciones más extremas.
Veremos lo que nos deparan los acontecimientos a partir del mes de septiembre pero después de ver la primera intervención de cada uno de los grupos parlamentarios en el hemiciclo en relación a la corrupción política, la que ha resultado más decepcionante ha sido la del Partido Popular –de Vox ni se le espera-, que ha tenido una magnífica ocasión ante los nuevos casos de corrupción surgidos en la cúpula del PSOE y el enésimo aviso de las autoridades comunitarias al respecto, de realizar una serie de propuestas concretas o al menos emitir un juicio sobre las manifestadas por el presidente del gobierno.
Por el contrario el líder popular se limitó a toda una retahíla de insultos, incluso más allá del terreno político, de carácter personal, contra el presidente Sánchez. Y que ha corroborado en los días posteriores su nueva portavoz que ha llegado a afirmar que ni tiene pruebas ni las necesita para lanzar órdagos de cualquier tipo contra su figura.
Lo que vulnera en todo caso no solo la presunción de inocencia sino todas las bases del sistema democrático.
El debate

No arrancó mal Pedro Sánchez su intervención –probablemente la más importante desde que es presidente del gobierno-, presentando nuevas propuestas al objeto de erradicar en lo posible el problema de la corrupción política –la mayoría procedentes de Sumar, su socio de coalición-, aunque, como de costumbre, paso por alto otras de carácter social. Pero al menos no entró de primeras en el reiterado “y tú más”, con los que habitualmente intentan PP y PSOE tapar sus respectivas miserias.
Después de los oprobios ya referidos de Feijóo y los estrépitos tan irreverentes como habituales de Abascal, le tocó el turno a una emotiva Yolanda Díaz –su padre, un conocido sindicalista, había fallecido horas antes-, quien desde Sumar le exigió no solo el reconocimiento de medidas contundentes contra la corrupción sino su implementación y ejecución de facto y que no acaben, como en tantas otras ocasiones durante los gobiernos de PP y PSOE en agua de borrajas.
A la vez, defendió con aun mayor contundencia medidas laborales y sociales –vivienda, vivienda y vivienda, les espetaría más tarde Gabriel Rufián desde la tribuna-, que son las que necesita verdaderamente la ciudadanía y que, al fin y al cabo, son las que sustentan y dan validez a la política y en su caso a la legislatura.
España resulta en la práctica -los otros gobiernos presuntamente socialdemócratas que quedan en Europa apenas si hacen honor a su nombre generando todavía más desafección en las clases medias y trabajadoras-, el último gobierno de carácter ciertamente progresista del continente.
Motivo por el que era más que previsible que en un contexto global cada vez más reaccionario, toda una poderosa artillería mediática pusiera en entredicho cada una de sus acciones y buscara el más mínimo resquicio desde donde hacer daño.
Un contexto histórico cada vez más difícil desde la vuelta de Donald Trump a la presidencia de los EE.UU. convertido en auténtico emperador y que está desarrollando toda su agenda, cada vez menos liberal y más autocrática, sin pudor ni rubor alguno mientras es jaleado por todas las fuerzas reaccionarias de occidente que se ven más fuertes y espoleadas por su sombra.
Pero España aun sin ser una superpotencia sí es un país de primer orden que puede tener cierta influencia en la esfera internacional.
Aún quedan alternativas pero si el actual gobierno de España no es capaz de generar ilusión entre sus votantes, combatiendo con firmeza la corrupción, promoviendo a su vez medidas de calado en beneficio del conjunto de la población y el PP no es capaz de abandonar la dramática deriva que ha elegido su actual dirección aislándose cada vez más beneficiando posiciones más extremas, no quedará nada que salvar.
Sencillamente porque ahondar todavía más en el modelo ultra capitalista que ha copado toda la escena política, económica y social de los últimos 40 años, vistas sus extraordinarias fallas, nos aboca irremediablemente a un trágico final.