«La vivienda siempre ha sido un medio de la política económica, no una cuestión de derechos sociales».
Daniel Sorando, Profesor en la Universidad de Zaragoza y doctor en Sociología por la Universidad Complutense de Madrid.
Mi hijo terminó su carrera en la Universidad Complutense hace ahora 12 años y los dos últimos años de facultad compartió piso en Madrid porque, todavía por aquellos entonces, resultaba más barato que la plaza en un Colegio Mayor. Hoy se ha convertido en una odisea encontrar plaza en una de dichas residencias de estudiantes porque resulta ello más económico que compartir un alojamiento en la ciudad.
Hace poco tiempo un proveedor residente en la capital madrileña me confesaba que en Madrid «no se puede vivir», salvo que tengas un sueldo ciertamente alto o dos ingresos en casa que superen claramente la media y ello te permita pagar con cierta holgura bien la hipoteca, bien el alquiler de la misma. Lo curioso del caso es que se trata de un votante confeso de Vox, es decir de los que aplaude aquello de que la justicia social y los impuestos son un robo.
Desde esta misma tribuna hemos referido en diversas ocasiones el conocido artículo 47 de la Constitución Española que dice aquello de:
«Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación. (…)».
Algo que los mencionados poderes públicos se vienen saltando a la torera desde su misma publicación en 1978, consecuencia de una cultura preconcebida en España desde la profundidad de los tiempos y que no es otra que la de entender la vivienda no como un derecho sino como un bien patrimonial.
Lo que se ha venido a acentuar aún más con el modelo social y económico consolidado en todo el continente europeo con la llegada del milenio basado en la versión más ortodoxa del capitalismo que toma como referencia la conocida por «teoría del derrame» y las consiguientes rebajas fiscales a las clases más adineradas.
Un problema que atañe ya a toda Europa pero que sin embargo va camino de ahondarse aún más consecuencia de las últimas proyecciones electorales, como en el caso de mi amigo madrileño.
La fe mueve montañas, aunque lo que deberíamos temer más es cuando el modelo ha adquirido arraigo, como ocurre actualmente a pesar de haber constituido un absoluto fiasco para la mayoría de la población, hasta asumir con naturalidad que la vivienda no ha de tener carácter social para convertirse definitivamente en un negocio.
El fenómeno español
Si, como decíamos antes, el problema ha trascendido a toda Europa el cuadro anterior resulta más que suficiente para darnos una idea de las dimensiones del problema en España a la cola de la Unión Europea en cuanto al número de viviendas de carácter público.
A buen seguro el motivo de ello es que en este país ha existido siempre una concepción de la vivienda absolutamente distinta al de la mayor parte del continente por cuanto, como decíamos antes, la vivienda se ha considerado siempre como una inversión, un bien, en resumidas cuentas un negocio y no como una cuestión de dignidad social.
De ahí que el concepto de propiedad resulte tan desproporcionado con respecto al del alquiler, como vemos también en la siguiente tabla, y que los precios de una u otra cosa hayan evolucionado conforme a esta idea.
Y lo que es peor, no ya solo desde el punto de vista de la propiedad privada sino incluso desde el ámbito de lo público. Desde la Ley de Casas Baratas de 1911 hasta las famosas viviendas de protección oficial que, incluso en tiempos de Felipe González –antes de que este terminará renunciando a los postulados socialdemócratas-, llegaban a construirse a un ritmo de 100.000 al año.
Pero básicamente todas en propiedad con lo que una vez finalizada la hipoteca correspondiente pasaban a constituir ese bien tan deseado que les permitía especular con el mismo.
Tanto es así que incluso la expresión de vivienda pública o social se entiende en España para muchas personas que está ligada a las clases más bajas, familias desestructuradas e incluso como guetos de delincuencia.
Craso error por cuanto en los países más avanzados de nuestro entorno dicho concepto responde a las obligaciones contraídas por las administraciones públicas para atender los derechos de la ciudadanía independientemente de su clase y condición.
Al menos hasta que la citada ortodoxia capitalista hiciera volar en buena parte por los aíres tales principios.
La respuesta
Se antoja extraordinariamente difícil, sobre todo en el caso de España con un déficit tan enorme en dicho sentido.
Evidentemente todo pasa en el medio y largo plazo por el decidido empeño de construir y rescatar vivienda pública, especialmente en régimen de alquiler, a unos precios asequibles a la ciudadanía.
Lo que redunda no solo en proveer de dicha cobertura a la misma sino que sirve como una manera de influir a la baja sobre los precios de todo el mercado.
Que, como decimos antes, ha sido el modelo de referencia en prácticamente toda Europa hasta la última década del pasado milenio cuando se consolidó definitivamente el modelo neoliberal actual.
Pero claro, estamos hablando en el mejor de los casos en España a varios años vista. Son las administraciones públicas las que deben dar pasos en dicho sentido y no solo desde el punto de vista de la construcción de viviendas sino favorecer igualmente que se den unas condiciones laborales, salariales y fiscales que por un lado faciliten su acceso mientras se generan recursos suficientes para su edificación, restauración y mantenimiento.
Lo que en el entorno político actual parece altamente improbable por cuanto, como ya hemos dicho, estamos ante una cuestión que va en dirección absolutamente contraria a la corriente dominante actual donde los partidos ultra liberales son quienes cosechan mayor éxito entre un electorado que ha acabado incluso demonizando conceptos como el del gasto público.
Así que solo queda el recurso por el momento, en el caso de los gobiernos de índole progresista, del control de los precios de los alquileres poniendo límites a los mismos en aquellas zonas donde estos resultan del todo inasumibles.
Del mismo modo que en países, como España, se debería poner coto a los alquileres turísticos que provocan de manera indirecta que se disparen los precios. Algo también de difícil implantación allá donde existe una híper dependencia del turismo como ocurre en nuestro país.
Además de otras medidas complementarias que no están del todo probadas, y que incluso pueden provocar el efecto contrario al deseado por variopintos motivos a dilucidar entre arrendadores y arrendatarios.
Nos ha tocado vivir una época en la que el individualismo es el pilar fundamental de la sociedad y el principal motor para la especulación y el dinero rápido. Y, por consecuencia, el menosprecio a conceptos como los de solidaridad y bien común como estamos comprobando en todas las facetas de la vida.
Por tanto es muy difícil una respuesta debidamente consensuada entre todas las partes implicadas en el asunto y menos aun cuando son muchos de los propios ciudadanos, conscientes unos e inconscientes otros, los que dan la espalda a un problema de semejante magnitud y que está, como no puede ser de otro modo, aumentando cada día las tasas de pobreza de este país.