Hay algo de cataclismo interior cuando muere un escritor. Una parte de esa mitología personal que uno construye en silencio y sin apenas percatarse, hoja tras hoja y lectura tras lectura, de repente golpea como el clamor de una campana: estaba ahí, pero solo la escuchamos en las horas en punto. Y entonces la semana cambia, los viajes en autobús a la universidad son algo más tristes y el tiempo más gris por un momento. Pero solo un momento, hasta que el recuerdo y la memoria pueden también con la muerte.
Era hora de dormir ya en Metrópolis cuando Elsaris me contaba vía Skype que el poeta argentino Juan Gelman había muerto a los ochenta y cuatro en su casa del barrio mexicano de La Condesa, en el DF. Atrás queda una historia de versos que comenzó en 1956 con Violín y otras cuestiones y culminó en 2007 con el nombramiento del Premio Cervantes a una trayectoria literaria y humana que bien refleja la evolución sentimental de América Latina.

Gelman, miedoso de las taxonomías, era otro de los poetas comprometidos, de los poetas que bajaron del Olimpo para pensar la calle, para disfrutar del amor y sufrir la historia de un continente afligido por las dictaduras, atrapado por la injusticia. Juan Gelman fue durante cinco décadas un comentarista de la esperanza, tan necesaria en América Latina durante los años sesenta y setenta, tan necesaria siempre.
Mario Benedetti lo definió como el poeta de los sentimientos, y es que su verso rebelde, su lenguaje vívido y su deslenguaje socarrón y cercano, hiriente y desgarrado llevaron a la literatura un compromiso con el hombre que tuvo inevitablemente que convertirse en un compromiso político, un compromiso histórico del intelectual exiliado tras el golpe militar de Videla. La dictadura se cargó la vida de su hijo y de su nuera embarazada de siete meses y el verso se tiñó entonces de una búsqueda incesante, de una orfandad sentimental en la que coincidía el clamor interior y el clamor público de una historia dramática.
“Carta abierta” (fragmento)
Deshijándote mucho/deshijándome/
buscándote por tu suavera/
paso mi padre solo de vos/pasa
la voz secreta que tejés/paciente/como desalmadura de mi estar/
¿niñito que pasás volando por
los trabajos grandísimos?/
¿atando?/¿desatando?/¿atando para
que no me quepa en vos?/¿me fuese afuera
de este dolor?/¿a dónde?/¿qué país
sangrás/para que sangre carnemente?/
¿por dónde andás/tristísimo de tibio?
La historia le devolvió a su nieta en el año 2000, Macarena, que había nacido antes del asesinato de su nuera y presentada como hija de una familia burguesa. Fue por eso la voz de las madres de la Plaza de Mayo, el grito de los desaparecidos, la denuncia de la tragedia y la memoria de la esperanza.
Fue el poeta de los ojos tristes y del tango amable, el que nos dijo que también el lenguaje se podía romper, el que nos mostró la lucha, el que nos enseñó la pluma como necesidad ante la historia ominosa, el que nos enseñó, sobre todo, como en el tango, ni a irse ni a quedarse, a resistir, aunque sea seguro que habrá más penas y olvido.
Mi Buenos Aires querido (Gotán, 1963)
Sentado al borde de una silla desfondada,
mareado, enfermo, casi vivo,
escribo versos previamente llorados
por la ciudad donde nací.Hay que atraparlos, también aquí
nacieron hijos dulces míos
que entre tanto castigo te endulzan bellamente.
Hay que aprender a resistir.Ni a irse ni a quedarse,
a resistir,
aunque es seguro
que habrá más penas y olvido
Y ahora nos dejás con el alma huérfana y las manos llenas. Hay que acostumbrarse a vivir también sin tus historias, sobre todo, porque las llevamos ya con nosotros grabadas en algún lugar de la memoria.