Que unas «Tierras de Dios» se transformen en «Tierras de defección» conlleva un lento proceso de deserción emocional y de fe, de devastación existencial provocada por un aluvión de incertidumbre y sensación de desamparo en suelo inestable, con tanto atractivo, como turbación.
Rodar en Islandia y obviar sus singulares paisajes constituiría algo impensable. Escenarios que se apropian del relato se formulan como elemento indispensable para este director. Su filmografía delata una inmersión en el medio desde su ópera prima, marcada por esa fábrica de roca caliza en montañas cuyo polvo blanco se filtra hasta el último resquicio de la existencia humana, así como lo nevado de sus gélidos bosques y montañas, provistos de un inquietante magnetismo. Lo albo es una constante y motor en su cine, ya sea en forma de nieve, hielo, polvo, niebla o hasta convertirse en título. Pálmason es capaz de hacer tangible el frío aliento de esa topografía expuesta a las inclemencias, a la vez yerma y fértil, así como bella e implacable, marcada por una única y beligerante polaridad. Capaz de plasmar la fisicidad de los poderosos espacios naturales que fagocitan al ser humano, que se han mantenido incólumes desde tiempos inmemoriales y que se proyectan para intervenir en las trayectorias vitales de sus moradores.
Hlynur Pálmason tiene vocación rosselliniana, no concibe historias personales sin el influjo del medio, cambia Stromboli por la constante y latente actividad volcánica de la remota Islandia que erupciona en directo y parece implosionar el devenir de aquellos que la circundan. Escuchamos ecos del cine sueco mudo en la fuerza de los paisajes de Stiller y Sjöström; auscultamos el latido de la glosa a Dreyer o Bergman al borde de un río, en las rocas de una playa o ante el esqueleto de una futura Iglesia de madera; nos deleitamos con el encuadre de cada plano con inclinación pictórica, estatismo de lienzo y alma de Sokúrov. Saboreamos el western fordiano con la aridez y grandeza de los parajes, los planos interiores de puertas y el optimismo de sus bailes. Pero Pálmason consigue el milagro. Llega un cierto momento en esta película en que desaparece la idea de sus influencias, lo preconcebido acerca de su cine. Borra nuestros asideros, crea sus propias coordenadas y se eleva alcanzando un estilo individual, ad hoc, permitiendo a nuestros ojos adaptarse y crecer vírgenes junto a la historia dotada de una expresión plástica y dramática fabulosa, enfatizada con una fotografía asombrosa. Nos aprieta y no nos suelta hasta el final, provocando que quizá en un futuro podamos analizar lo palmasoniano de productos futuros en otros creadores. Por qué no.
El director repite con cuatro actores excelentes y, como ya hizo en trabajos anteriores –su ópera prima «Winter Brothers» (2017), aunque más ancho, o el cortometraje «Nest» (2020)–, opta por un formato cuadrado y bordes redondeados que remiten al cine mudo –“Johan” (1921), de Mauritz Stiller es exactamente igual y con un papel importante de la naturaleza–, pero aquí adquiere la conexión con el mundo de la fotografía anterior al cinematógrafo. El sacerdote Lucas, nacido en Dinamarca, es un absoluto devoto de la imagen y, cuando es instado por su glotón superior a realizar una misión a la ignota Islandia, no duda en cargar su pesado equipo fotográfico para inmortalizar personas y paisajes de un país sometido a Dinamarca, colonia suya hasta 1944. Una lúcida apuesta por la dualidad de oposición ciencia y fe en esa obsesión etnográfica del religioso, atravesada por siete fotos halladas años después en una caja; ficción que abre esta historia y de las que iremos viendo su construcción una a una a lo largo del metraje (el resultado final sólo de dos) con el meticuloso cuidado dedicado a esos vidrios y el cuarto oscuro portátil necesario para revelarlas en el momento.
Prevenido de la hostilidad climática, idiosincrasia del país y del hedor insoportable de las entrañas de la tierra islandesa por el volcán activo, el orgulloso “apóstol” apuesta por cruzar durante extenuantes y gélidas jornadas la isla, en un ejercicio de supremacía cultural e insensatez disfrazado de explorador inexperto a caballo, con inquietudes antropológicas, pero con la obligación de construir una Iglesia antes de la llegada de la primavera que aporte calidez a esa orfandad divina en tierras repletas de salvajes.
El director subraya la tensión ambiental a través de pausados y fascinantes planos generales que dialogan con su plasticidad y con un lento movimiento de panorámica imprime la fuerza telúrica del escenario.
Cruzar el despiadado y helado paisaje insular, la incomunicación con Ragnar –el rudo guía que le describe nada más conocerlo como “demonio danés”–, los contrastes culturales, unidos a un temperamento que se intuye algo trastornado traído de Dinamarca y su arrogancia, le van sumiendo en una suerte de Aguirre cada vez más empecinado, aislado y con dudas acerca de su misión evangelizadora y su diálogo con dios. El director subraya la tensión ambiental a través de pausados y fascinantes planos generales que dialogan con su plasticidad y con un lento movimiento de panorámica imprime la fuerza telúrica del escenario, junto a los sonidos animales de la naturaleza y una constante música intrigante. Intuimos lo tenebroso en la lombriz que se revuelve en los excrementos de caballo; percibimos el frío y humedad en las botas y calcetines chorreando para ver la profundidad de un río; somos conscientes del abandono de dios en esa cruz que cae del caballo y se lleva la corriente junto a la vida de uno de los pilares de Lucas. Constatamos a quién pertenece el guía por cómo pisa y se hunde en el musgo cuando realiza ejercicio matutino frente al río en un verde valle y nos quemamos con esa lava colonizadora que va invadiendo y transformando por donde se desliza amenazantemente en los confines de la tierra.
Nos dejamos llevar abducidos por el progresivo deterioro psico-físico del sacerdote hasta llegar a la extenuación –que yace casi abandonado por el grupo–, por su trastorno mental apoyado en una mirada cada vez más perturbada y su pugna con dios. Sin embargo, el tono de la historia, después de una gran elipsis, da un giro y se torna más antropológico y naturalista con la llegada homérica in extremis a la pequeña comunidad e instalarse hasta curarse del todo en el sótano de una casa familiar de un viudo (Carl) con dos hijas (Anna e Ida). Paréntesis entre tanta sordidez apuntalado por el costumbrismo del lugar, el carácter libre y salvaje de la pequeña de las niñas, la edificación de la Iglesia, un incipiente deseo por la responsable hija mayor o la celebración de una boda que exhibe uno de los planos secuencia más singulares y atrayentes de la película.
Probablemente de lo mejor contenido en «Godland» y de los últimos años del cine, se produce mediante un dilatado y parsimonioso giro de 360º que comienza con el acordeón tocado por Ragnar, –quien demuestra una progresiva humanidad, sensibilidad, cercanía y consideración por parte de la comunidad– pasando por diferentes escenas costumbristas concatenadas en una exquisita frontera entre lo pictórico y lo cinematográfico y que juega con distintas capas en profundidad con el mar al fondo. Donde cabe la existencia entera entre amigas que hablan, niños que juegan, un bebé amamantado, mujeres maduras que dan sabios consejos a la recién casada, perros que roban de los platos, la niña de pie en su caballo al fondo, parte de la comunidad adulta y anciana dentro de una Iglesia en ciernes que esperan con expectación y una pequeña que comienza sus pasos dentro de ella observada por su madre. Un plano de una naturalidad y fluidez sublimes, que trasciende el cine para convertirse en vida, construido con delicadeza y sabiduría creando una conexión emocional con el espectador que cree ser partícipe de la escena. Un plano que cierra el ciclo y finaliza de nuevo en la música del acordeón de Ragnar, que ha conseguido ser su eje y que observemos su metamorfosis expresándole días antes a Lucas cómo podría convertirse en “un hombre de dios” mientras sostiene una viga de madera ayudando a construir la casa divina, entre la indiferencia y rechazo del clérigo.
«Godland» posee muchas capas, vuelve a ensombrecerse como esa nube que cubre la montaña, se oscurece a pesar de tener días eternos estivales por su latitud, se vuelve punzante como los pinchos del trípode que carga el sacerdote que apuntan al cielo constantemente apelando al olvido de dios. Se entretejen temas como la imposición religiosa y cultural del colonialismo o la lejanía e incomunicación de los idiomas como instrumento de superioridad instalados en los dos personajes contrapuestos que representan las características de cada país y el de la chica en un término medio, que añora los árboles de Dinamarca, pero que se desmorona ante lo “terrible y hermoso” de Islandia.
Poesía dolorosa en el fracaso humanista de la historia, que naufraga y colapsa entre pulsiones confrontadas individuales, confesión de pecados no perdonados y patriarcado inamovible, deviniendo inexorablemente tierras de defección. Sólo permanece la naturaleza que absorbe la muerte y la oculta, que cambia cada día ofreciendo mil planos en uno solo reflejando el paso del tiempo, tal como emuló en su corto “Nest” rodado durante el confinamiento.
La naturaleza escapa a lo fotográfico, no puede caber en una sola imagen. Un enorme placer que exista este cine en el siglo XXI.
DIRECTOR: Hlynur Pálmason. AÑO: 2022. TÍTULO ORIGINAL: Vanskabte Land. PAÍS: Dinamarca. DURACIÓN: 143 min. GUION: Hlynur Pálmason. REPARTO: Elliot Crosset Hove (Lucas), Ingvar Eggert Sigurdsson (Ragnar), Victoria Carmen Sonne (Anna), Jakob Ulrik Lohmann (Carl), Ida Mekkin Hlynsdóttir (Ida). FOTOGRAFÍA: Maria von Hausswolff. MÚSICA: Alex Zhang Hungtai. COPRODUCCIÓN: Snowglobe Films, Join Motion Pictures, Maneki Films, Garagefilm International, Film I Väst. LOCALIZACIÓN: Islandia. PREMIOS, FESTIVALES: Ver enlace.