A Deiene, Ari, Izarbe, Sara, Kat, David, Berta, Maru y Elena (siempre así, las dos juntas)... compañeras de carrera y de búsquedas.
A lo largo de cuatro años de carrera en Historia del Arte (cinco en mi caso, gracias a la jodienda que supuso disfrutar a Javier Ibáñez como profesor de Arte Antiguo y Medieval), los ojos de uno se llenan de imágenes, datos y nombres que se cuentan por miles. Algunas de estas cosas quedan con nosotros ya para siempre, muchas se borran del cerebro tan pronto como llegan o, en el mejor y más eficiente de los casos, justo después del examen, y otras permanecen solo como reverberación, diluyéndose en un cosmos mental mucho más amplio, difuso… Hilla y Bernd Becher se cuentan entre las de esta última naturaleza, mi favorita, y es que el buen historiador del arte no se define al final por su habilidad para memorizar al detalle fechas, análisis de planta y/o biografías, sino por la capacidad de mantener vivos en su cabeza los hilos, tirar y conectarlos a cualquier instante, como en una improvisación musical, saber, al fin y al cabo, que hablar de arte es hablar de la vida, como sabía Edvard Munch, y que únicamente desde la vida puede comprenderse.
Nunca abordamos en profundidad la figura de los fotógrafos alemanes Hilla y Bernd Becher, apenas diez minutos de clase, en tercero, y sin embargo ocupan un lugar relativamente destacado entre mis referencias y aún más en mis pensamientos. Nacieron en 1931 él y en 1934 ella, como Hilla Wobeser, se conocieron estudiando arte en la universidad de Düsseldorf y empezaron a colaborar juntos a partir de 1959, inmersos en una Alemania hoy irreconocible, rota y llena de hormigón, obra nueva en construcción y reconstrucción al mismo tiempo, un mundo todavía en blanco y negro, que fue la técnica fotográfica que ellos defendieron hasta el final. Se casarían, por cierto, en 1961, el mismo año que se levantaba el famoso Muro de Berlín al otro lado del país. Tiempos extraños.
Quizá este ambiente contribuyó, o no, a que ambos se interesasen por los paisajes fabriles, ya que han pasado a la historia por poner en valor las cualidades estéticas de los vestigios de aquellas viejas industrias pesadas que iban desapareciendo o quedando abandonadas en la Alemania Occidental (chimeneas, altos hornos, minas, etc.), así como otras estructuras más comunes como depósitos, gasómetros, silos o torres eléctricas, que ellos definían como »esculturas anónimas». En él había un puntito emocional, dado que sus padres trabajaron en la industria siderúrgica y minera, mientras que Hilla llegó hasta ello por formación y pura fascinación. Entre los dos tienen buena parte de culpa de que me gusten expresiones artísticas ampliamente denostadas por la gente »sensible» como son la arquitectura soviética/socialista, el Brutalismo a ambos lados del Telón de Acero o nuestra bonita Red Nacional de Silos, de cuando se nos llenó el país de silos de aire racionalista entre 1946 y 1980. Estos lugares ganan mucho además (así los prefiero y consumo) capturados en blanco y negro, pues, como decían los Becher, »al fotografiar en color se extrae un tono que realmente no existe, el carácter escultural se presenta mejor con la utilización del blanco y negro».
Pero la cuestión es que todo esto carece de importancia. El motivo real por el que suelo sacar a colación al matrimonio Becher es que me encanta su rollo: dos artistas enamorados con la misma frikada en común que hacen de ello su proyecto vital. Durante su carrera, Hilla y Bernd se dedicaron exclusivamente a su arte y no tuvieron otros trabajos remunerados aparte de su actividad fotográfica. No mendigaban sus vacaciones legítimas a jefes subnormales ni hacían malabares para cuadrarlas e irse unos días a la playa, sino que se dedicaban a viajar juntos fotografiando las mismas mierdas por todo el país o hasta en otros sitios como Reino Unido, Australia, EEUU, Francia, Bélgica… ¡Ojalá se hubieran pasado por España a ver nuestros silos guapos, o la ya desaparecida térmica de Andorra! Su vida se basó, cuando no estaban exponiendo y/o recibiendo premios, en viajar en su preciosa Volkswagen T2 naranja (a veces con su chaval, Max), tirar fotos y quererse, lo cual está muy bien reivindicar ahora que empieza a extenderse ese discurso mierdero de que los jóvenes somos egoístas, que solo queremos viajar y disfrutar en vez de ser productivos para el país, sentar cabeza, asumir responsabilidades, bla, bla, bla, bla… Lo que no somos es (tan) gilipollas.
A Elizabeth y a mí nos gustan mucho las ranas, o subirnos a torres de iglesias, y la verdad que a una parte de mí le encantaría esa vida sencilla, ir por ahí preocupados únicamente de buscar una nueva torre chula o localizar una rana graciosa que solo habita en lo más recóndito del Amazonas. Por eso muchas veces, sobre todo por las noches, a menudo borrachito, cuando las ensoñaciones parecen más próximas, o simplemente en días que me siento alegre, evoco en mi conversación a los Becher, porque hablar de ellos es siempre hablar de otra manera posible de estar en el mundo, distinta de las paranoias y obsesiones que nos acosan. Encontrar formas de vida alternativa justo en el centro de aquí mismo, de esta trampa de productividad psicopática que han construido otros, para hacer aquello que te gusta y convertirlo en tu vida sin pedir permiso a nadie o tener que justificarlo, esta es la inspiración tras Hilla y Bernd Becher, que las cosas que nos parecen bonitas valen la pena por sí mismas, y que todo lo demás es ruido… Hoy, años después de acabar la carrera, sigo pensando que el Arte es la cosa más bonita y valiosa a la que uno puede dar su tiempo aquí.