La edición cuidadosa que ha efectuado Víctor García Ruiz del viaje de seis meses efectuado por el futuro Cardenal Newman, una de las grandes figuras intelectuales del llamado Movimiento de Oxford, entonces todavía un activista espiritual anglicano, empeñado el reformar su comunidad, apelando a los principios de sucesión apostólica y antigüedad, nos suscita antes de nada el debate sobre el Grand Tour, ese viaje iniciático y de formación, que posee una historia bien contrastada, como demuestra, entre otros, el trabajo de Brilli[1]BRILLI, Attilio: El viaje a Italia. Historia de una gran tradición cultural. A. Machado Libros, Madrid, 2010. Pero, tal y como se sigue de las páginas y de la correspondencia de Newman, el verdadero problema conceptual sigue teniendo vigencia, con independencia de los hábitos de las clases pudientes, y mucho antes de que la masificación turística hubiese desmontado con ferocidad algunos de los aspectos más significativos. Esa interrogación es permanente, pero porque parte de una cierta renuencia: «Reconozco que mi fe en las ventajas de salir al extranjero no es muy fuerte, a no ser que estas se obtengan en las circunstancias más favorables»[2]NEWMAN, John Henry: El viaje al Mediterráneo de 1833. Encuentro, Madrid, 2018, p. 88.
Desde un punto de vista objetivo, las circunstancias en las que afronta nuestro protagonista su experiencia no pueden ser peores. Estamos ante la escapada de un hombre ya formado, no de un joven de mente abierta, que tiende, incluso de manera fatigosa, ha encontrar más de lo mismo en lo otro, y que, en el mejor de los casos, como le escribe a su madre el tres de diciembre, aspira a fingir irónicamente esa ligereza que, en realidad, es incapaz de alcanzar: «Y aquí me tienes, practicando -bien a contrapelo-, por primera vez los deberes del viajero, siendo parlanchín y haciéndome el simpático sin parar.» (p. 125) Este estilo mundano supone más de una violencia para un tory, que al menos en ese momento, es incapaz de imaginar mayor prevalencia ontológica que la de ser inglés.
En cualquier caso, este viaje sufrido, o tantas veces impedido por la insularidad cognitiva del viajero, es también, debido a los cambios que anuncia, por la propia carta de derrota interior, un viaje cumplido. Al menos en ese sentido suyo, tan british por lo demás, de loss and gain, de perder y ganar, incluso de perder para ganar.
Viajar, vivir, es una cuestión de inversión.
Muchos años más tarde, en 1870, cuando Newman ya ha culminado esa excéntrica violentísima; una vez satisfecha esa traición que sólo era debida, y de manera sobresaliente, a la fidelidad, seguirá predicando, sin ningún rubor, sobre la parábola de los talentos en términos de negocio y de interés[3]NEWMAN, John Henry: Sermones católicos. Rialp, Madrid, 2016, p. 128. Tendremos que asomarnos a la crónica de otro viaje iniciático mediterráneo, en particular al de Nápoles, Capri o Positano, como metas de cierta bohemia intelectual alemana (Benjamin, Kracauer, Adorno y Sohn-Rethel, entre otros), para columbrar cómo lo espectral, lo fantasmal de la noche maltesa de Newman, anunciada en nuestro título, se vincula con la mercancía como fantasma, con toda una espectrología de lo mercantil, del business o la finanza. Al menos es lo que propone Martin Mittelmeier, en un ensayo delicioso sobre esos nietos rebeldes del grand tour italiano[4]MITTELMEIER, Martin: Adorno en Nápoles. Cómo un paisaje de convierte en filosofía. Paidós, Barcelona, 2019. Singularmente, fue Alfred Sohn-Rethel quien más elaboró su teoría del dinero como una circulación desmaterializada y fantasmal. Aunque en cierto modo, todos y cada uno, pretendieron dar, en clave de interpretación marxista, una nueva lectura de las tradiciones de aparecidos en Positano. Es que la ontología, como diría Jacques Derrida, es sobre todo una conjuración, una persecución; una persecutología[5]DERRIDA, Jacques: Spectres de Marx. Galilée, Paris, 1993, p. 255. Es verdad que esa espectralidad de Marx incluye un fantasma que recorre Europa y a su vez es perseguido por la burguesía. Pero ese mundo está muy alejado del de Newman, cuyas perplejidades por aquel entonces, son las de una oscilación entre el tory (conservador) y el whig (liberal), de las clases acomodadas británicas, y también la de una revolución mucho más radical y secreta, que comienza, según mi lectura, en una noche de cuarentena en Malta, tiene su epifanía en Roma, y se abisma, por así decir, en Sicilia.
Los viajeros llegan a Malta en enero, lo que es ocasión para que, a través del viento y del frío helador en La Valeta, se consolide la melancólica conjetura de que todos los lugares son el mismo lugar, y de que no hay ganancia ni interés compuesto alguno para la salud en la búsqueda de un clima nuevo, pues todos los climas son iguales. Debido a la cuarentena, de hecho son encerrados en un lazareto, y allí, a las dos de la noche del diecisiete al dieciocho, es cuando escuchan los compañeros de Newman el ruido de pasos misteriosos, mientras que él, más o menos a la misma hora, sueña que se acerca alguien a su cama, y le dice que ya es la hora de levantarse (p.203). Pero el veinte oyen también ruidos y Newman ve luces como si hubieran encendido el horno vecino. Noches inquietas, como para recordar (p. 204), y, de hecho, lo hará al menos dos veces más en su correspondencia. No son tanto los hechos, pues, (¿cuáles son estos, en definitiva?) sino las asociaciones, e incluso las explicaciones que adelanta en sus misivas. Por un lado, el extraño sueño que tuvo Foudre en la primera noche maltesa, en el que alguien o algo, que es identificado con un espíritu maligno -lo que, para ser rigurosos con la tipología canónica en estos casos, establecida por Paracelso, identificaríamos con un espíritu elemental[6]KOYRÉ, Alexander: Místicos, espirituales y alquimistas del siglo XVI alemán. Akal, Madrid, 1981- se sienta en la oscuridad en un lado de su cama, es asociado, por sus características singulares, con Christabel, el poema inacabado de tema vampírico, y acaso lésbico, de Coleridge (The night is chill; the forest bare).
Esto nos indica que Newman tiene una formación literaria bien cercana a lo fantástico y sentimental, que en una carta de mayo de 1863, no tiene inconveniente alguno en compartir con su hermana Jemima, a propósito del género epistolar en narrativa, y que, aunque sea mera casualidad involucra a uno de los Froude que le acompañaron en su viaje: «Siempre he tenido como gran verdad (ya sé que «de perogrullo») el que la vida de una persona está como reposando en sus cartas. Por eso Hurrell Froude publicó las cartas de Santo Tomás Beckett, sin añadir de suyo nada más que comentarios para explicar o establecer conexiones entre unas y otras. Esto es lo que da interés, creo yo, a novelas como Clarissa Harlowe o Evelina. Un buen ejemplo tienes en una novela muy popular ahora, La dama de blanco; el único mérito que yo le veo consiste en que no existe el relato como tal, sino sólo el mismo sucederse de una series de cartas, memorias y declaraciones cuasilegales»[7]NEWMAN, John Henry: Cartas y diarios. Rialp, Madrid, 1996, p. 109. Este gusto romántico por la fantasía es el que, de alguna manera, viene a ser traicionado en el viaje, puesto que en general halla la repetición, la abundancia en lo mismo (el frío del invierno o la horrísona y corrupta vulgaridad napolitana, «todo en Nápoles me ofende», incapaz de encontrar allí lo que hallarían Asja Lācis y Walter Benjamin, esto es, la categoría metafísica de lo poroso[8]MITTELMEIER, Martin: Adorno en Nápoles, p. 41).
Por otra parte la asociación del episodio maltés con el poema de Coleridge no es casual, está bien arraigada en la convicción de Newman sobre la importancia de lo invisible, como escribe en su ensayo titulado El mundo invisible: «Es otro mundo que nos rodea, aunque no lo vemos, y más maravilloso que el mundo que podemos ver, precisamente porque no lo vemos»[9]NEWMAN, John Henry: Esperando a Cristo. Rialp, Madrid, 1997, p. 62. Este lado de la maravilla está bien poblado, no sólo por ángeles , como los que canta en uno de sus poemas más celebrados, «And with the morn those angels faces smile/ which I have loved long since, and lost awhile», que escribiera durante la travesía en el viaje de 1833, sino que, como escribe en su memorial Apologia pro vita sua: «Además de las huestes de malos espíritus, consideraba yo que existía una raza intermedia, daimonia, que no habitaba el cielo ni el infierno, parcialmente caídos, caprichosos y cambiantes, eran nobles o arteros, benévolos o malvados, según el caso. Estos seres daban una especie de inspiración o inteligencia a razas, naciones y las diversas clases de personas»[10]NEWMAN, John Henry: Apologia pro Vita Sua. Encuentro, Madrid, 1996, p. 51.
Con toda seguridad, Newman mantuvo esta doctrina por lo menos hasta 1837, aunque es obvio que su conversión al catolicismo vendría a purificar bastante esta atractiva, y algo peligrosa desde el punto de vista ortodoxo, ontología de los seres intermedios. En cualquier caso estaba del todo vigente en su mente cuando tuvo lugar la ronda espectral de Malta, como demuestra su doble, su bifurcada explicación de los sucesos, a la vez científica y teológica. Bien podría tratarse de algún efecto peculiar en la transmisión del sonido (p. 204), o debido a la presencia, en el lazareto de la cuarentena, de turcos y judíos, que no pueden contar con la protectora custodia del ángel de la guarda.
Sea como fuere, ese mundo intermedio, aunque fundado en lo invisible, incide sobre el mundo visible.
No es tanto el de lo que no vemos en absoluto, sino el de lo que vemos a medias o no acabamos de ver. Diríamos que su reino más propio no es el de la noche cerrada, sino el del atardecer, cuando las formas del paisaje se vuelven caprichosas y esquivas, como un encantamiento para la imaginación, tal y como describe con extraordinaria belleza en su novela Perder y ganar[11]NEWMAN, John Henry: Perder y ganar. Encuentro, Madrid, 1994, pp. 44-45.
Me pregunto si el futuro cardenal, hoy canonizado, podría ver estos episodios, las estaciones de su viaje, sin que le asalten los significados, las señales, los sentidos. Primero de lo que él llama la paradoja romana, y que él resume con la frase: «Ah Roma, ojalá no fueses Roma». Porque en ella ve concentrada una ciudad maldita, con un genius locii preso de la perversidad y del sufrimiento de los mártires. Pero la Roma condenable, la señalada en el Apocalipsis, es también la de Pedro y los apóstoles. Lo que descubrirá en Roma, al principio con perplejidad, y puede que hasta con repugnancia, es que hay mucho que le llama en el catolicismo, en su sistema. Y ese descubrimiento no lo borró la fiebre casi mortal del epílogo siciliano de su aventura, ya en solitario. Como en el mejor de los viajes, y no como en ese medio fallido de un inglés provinciano, tan ceñudo como tacaño, ahogado en prejuicios y advertencias y miedos y cautelas, como en el mejor de los viajes, se perdió a sí mismo para ganarse a sí mismo. Estaba en juego algo mucho más importante que una inversión o un interés. La cuestión era más bien un destino.
Título: El viaje al Mediterráneo de 1833 |
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Referencias
↑1 | BRILLI, Attilio: El viaje a Italia. Historia de una gran tradición cultural. A. Machado Libros, Madrid, 2010 |
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↑2 | NEWMAN, John Henry: El viaje al Mediterráneo de 1833. Encuentro, Madrid, 2018, p. 88 |
↑3 | NEWMAN, John Henry: Sermones católicos. Rialp, Madrid, 2016, p. 128 |
↑4 | MITTELMEIER, Martin: Adorno en Nápoles. Cómo un paisaje de convierte en filosofía. Paidós, Barcelona, 2019 |
↑5 | DERRIDA, Jacques: Spectres de Marx. Galilée, Paris, 1993, p. 255 |
↑6 | KOYRÉ, Alexander: Místicos, espirituales y alquimistas del siglo XVI alemán. Akal, Madrid, 1981 |
↑7 | NEWMAN, John Henry: Cartas y diarios. Rialp, Madrid, 1996, p. 109 |
↑8 | MITTELMEIER, Martin: Adorno en Nápoles, p. 41 |
↑9 | NEWMAN, John Henry: Esperando a Cristo. Rialp, Madrid, 1997, p. 62 |
↑10 | NEWMAN, John Henry: Apologia pro Vita Sua. Encuentro, Madrid, 1996, p. 51 |
↑11 | NEWMAN, John Henry: Perder y ganar. Encuentro, Madrid, 1994, pp. 44-45 |