Al fondo, de espaldas al mundo, se encuentra una criatura maniática, sin referentes amorosos, masculina en su atuendo, limitando en extremo cada expresión o gesto. De moral rígida y sectaria, no se da tregua ni se permite desahogo; tampoco a los demás. Huye de las excentricidades, de la exhibición, transportando sobre su espalda un duro caparazón donde replegarse en el momento en que le viene en gana. Acaso, ¿alguien podría distinguir aquí a Garbo de Ninotchka y viceversa? A menudo, sucede así. Todo intérprete cae en la tentación de representarse a sí mismo alguna vez. En este caso, la militante comunista de grave gesto y férrea disciplina le permitió a la actriz sueca definir el amor como «el nombre romántico de un proceso biológico»; al mismo tiempo que resquebrajar el bloque de hielo que la envolvía y reír a carcajadas en un restaurante con mesas de madera y mantelitos de cuadros.
En El Dolor de la Esfinge[1]BENAVENT, Joan. 2003. Greta Garbo. El dolor de la esfinge. Barcelona: Letras e Imagos, pp. 519(2003), Joan Benavent lleva a cabo un minucioso recorrido por la vida y trayectoria cinematográfica de Greta Garbo, sin ceñirse únicamente a su orientación sexual -harto conocida y aderezada por el morbo enfermizo y el chismorreo vulgar que abunda en una y otra parte del mundo- y al limitado número de películas rodadas. Tras su lectura, uno tiene una sensación ambivalente: se ama tanto más al mito, cuanto más se sabe que era un ser humano tan imperfecto y contradictorio como cualquiera.
Superó un cáncer de mama y, al morir, dejó treinta y dos millones de dólares al Hospital de Nueva York. En 1943, se compró una casita -no una isla privada- en Beverly Hills y se esfumó de la vida pública sin haber cumplido los cuarenta. Si alguien quería contactar con ella para hablar de su vida, publicar unas memorias o encandilarla para hacerla volver a la pantalla, se encontraba con un teléfono descolgado y una cerrazón total a dar entrevistas. Rechazó el Óscar Honorífico que Hollywood le otorgó en 1954, como todos aquellos reconocimientos que la crítica neoyorquina le dedicó en su época de máximo esplendor. Brilló en títulos como El Demonio y la Carne (1926), Orquídeas Salvajes (1929), Ana Cristina y Romance (1930), Mata Hari (1931), Ana Karenina (1935) o la ya mencionada Ninotchka (1939). Sin embargo, también rechazó ofertas de Hitchcock, como Recuerda (1945) o El Proceso Paradine (1947); y otras, como Pasión Inmortal (1947) o I Remember Mama y Juana de Arco (1948). También pudo haberse transformado en Blanche Du Bois en Un Tranvía llamado Deseo (1951), pero «ya había hecho demasiadas caras»[2]Ibíd., p. 490. En cualquier caso, Ingrid Bergman, Alida Valli, Irene Dunne, Katharine Hepburn y Vivien Leigh sí que aceptaron, regalándonos tomas difíciles de superar y que ya forman parte de la Historia del cine.
¿Por qué Greta Garbo se convirtió rápidamente en un icono?, ¿quién la dotó de ese magnetismo? Tantos y tantos colegas persiguieron la gloria, encontrándose obstáculos y siendo reducidos al anonimato cruel. Ella poseía una capacidad de seducción irresistible y su impacto visual en la pantalla lo han igualado sólo unos pocos en el séptimo arte. Abandonó muy pronto el mundo del celuloide, al darse cuenta de que «aquel rostro de ángulos perfectos se arrugaba impiadosamente tras enormes gafas oscuras y el pelo lacio»[3]Ibíd., p. 490; aunque, todavía en nuestros días, «la divina» o «la esfinge» continúe irradiando el fulgor característico de las estrellas.
Garbo, con su metro setenta de estatura, se sentía ridícula al bailar y mantenía estrictas dietas para adelgazar, pues sus caderas eran anchas. Stiller -entre muchos otros- le recomendó sin dulzura alguna que adelgazara, si quería rodar con él. Sin embargo, su belleza residía en lo que era capaz de expresar ante una cámara. Mercedes de Acosta -guionista y autora de piezas teatrales-, en su primer encuentro, la confundió con una princesa exiliada, por su tristeza y su distancia. Como una criatura de los elementos –garbo es un duende u ónade de la mitología escandinava-, su frialdad quema, su elegancia la hace aún más esbelta, su presencia etérea y el misterio que desprende forman el cóctel perfecto. Era poco carnal, de rostro simétrico y mirada azul con largas pestañas. Inaccesible, turbadora. Se entregaba a la escena como en un acto íntimo, aprendía rápido y pocas veces tenía que repetir tomas. Puede que esa dedicación, ese acto de desnudez, le hicieran rechazar a la prensa, contratos publicitarios de miles de dólares y firmas de autógrafos en baños de masas.
Por otra parte, Greta Lovisa Gustafsson, nacida en un barrio obrero de Estocolomo, sufrió necesidades y privaciones desde la cuna. Las disputas entre sus padres eran constantes y a duras penas se mantenía un ambiente de tranquilidad en la familia. Su padre era alcohólico y, en alguna ocasión, contempló cómo lo zarandeaban ante la multitud, entre insultos, humillaciones y risotadas. Ella era la menor y la preferida de éste. Todo ello forjó un carácter recio, una voluntad de hierro y una inalterable capacidad para soñar. La timidez y la sensación de vergüenza la acompañaron toda la vida; así como, el celo que sentía hacia quienes consideraba de su propiedad. Su enfermiza inclinación a las relaciones demasiado cerradas la hacía absorbente y con tendencia a la ciclotimia. Tampoco fue una alumna brillante y ella era muy consciente de su falta de conocimiento cultural. Cuando ingresó en la Real Academia de Arte Dramático, su profesor de literatura preguntó por el nacimiento del dramaturgo August Strindberg y ella contestó: «Creo… que fue en invierno»[4]Ibíd., p. 42.
No es extraño que, cuando algo no le gustaba, cogiera su sombrero y se fuera; ni que desapareciera de Hollywood cuando terminaba una película, huyendo a su Suecia natal a descansar y a nadar en los fríos lagos nórdicos, cogiendo vuelos e inscribiéndose en hoteles con nombres falsos.
En sus propias palabras: «Nunca pedí que me abandonaran. Sólo dije que quería estar sola. Hay una gran diferencia.»[5]Ibíd., p. 416
Título: Greta Garbo. El dolor de la esfinge |
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