El cineasta Andrés Duque, autor de obras tan únicas y diferentes como Ensayo final para la utopía (2012) o Color perro que huye (2010) vuelve a acercarse, como ya hiciera en su aclamada Iván Z (2004), a una figura a la que no solo admira, sino a la que nos invita a conocer a través de sus artes, esa persona o personaje se llama Oleg Nikolaevich Karavaichuk. Estrenada mundialmente a principios de febrero en el Festival Internacional de Cine de Rotterdam, el documental se alzó poco después con el Premio a Mejor Película en el Festival Internacional de Cine Documental de Navarra, Punto de Vista. El documental de Duque, con gente como Luis Miñarro en la producción, está llamado a ser uno de los grandes nombres del cine español este año, ese otro cine español, independiente y luchador, que nos sigue regalando maravillas que parecen gritar ¡mírame! a un país que no podrá ignorarlas por mucho más tiempo si no quiere perderse definitivamente.
Pero ¿quién es Oleg? Ante todo Oleg es un artista en el más puro sentido de la palabra, un ser que solo comprendemos que existe en tanto en cuanto se expresa como ente artístico. Si nos atenemos a la historia, siempre más leyenda que realidad, Oleg Karavaichuk es un famoso pianista, toda una figura en San Petersburgo que se pasea por el Museo Hermitage a su antojo disfrutando del honor de ser el único en el mundo al que le está permitido tocar el piano real, según dicen, de Nicolas II. Pero, cuando más adelante vemos a Oleg, con los ojos cerrados, tocando un piano que no existe, al menos en las dimensiones espaciales que la cámara capta, sabremos que hay algo más en ese ser que sobrepasa a un simple buen pianista.
Con ochenta y ocho año, Oleg se basta él solo para recordarnos que el documental también puede ser magia e invención. Oleg existe, es de verdad, pero es un personaje de ficción, y uno de los buenos. Su forma de expresarse, de moverse, de hablar y, sobre todo, de tocar el piano son tan ficcionales, tan atrayentes, que uno no puede dejar de pensar en que la labor, una de ellas al menos, del cine documental sea precisamente esa, capturar el alma de personas así, las que nacen y viven para protagonizar historias y transmitir sensaciones. El cazador de almas, Andrés Duque, desaparece por completo ante su personaje, lo deja estar y moverse a su antojo, al contrario que en Iván Z, un documental mucho más movido en donde el director habla con su protagonista y la cámara se mueve cual grabación casera (en el mejor sentido de la palabra). Andrés Duque coloca la cámara de manera muy cuidada, primero en un pasillo del Hermitage y ahí, de repente, aparece Oleg con una actitud que ningún monologuista sería capaz de inventarse, nos cuenta una historia que suena a leyenda, él mismo atravesando la nieve en condiciones extremas para llegar por primera vez al Hermitage, suena a cuento, hay un momento en el que parece que se va a alejar, pero nos equivocamos, da la vuelta y se acerca aún más a una cámara que ya será, hasta el final, completamente suya.
Después de la mágica aparición de su protagonista, el documental sigue con la magia y su truco estrella, Oleg ante el piano real. El extraño anciano empieza a tocar, la vitalidad y el talento que alberga son evidentemente superiores a lo que un espectador sin previo aviso imaginaba. A la orden de «sigue tocando» el trance se completa y Oleg nos deleita con un espectacular concierto donde parece fundirse con el fastuoso instrumento, viendo su menuda figura una llega a crear que en cualquier momento se va a derretir pero siempre vuelve y resurge de sus cenizas para seguir tocando. Cuando Oleg finaliza su espectáculo simplemente se detiene, como si nada hubiera pasado, acaba el concierto como quien acaba de apagar la tele y se levanta del sillón, cuesta creer y ver que tal exhibición se realice con tanta facilidad. Ya en casa, Oleg y la sabiduría de Duque nos darán otros dos recitales para que acabemos de creernos el movimiento de esas manos, no menos torcidas y endebles que el resto del cuerpo.
Pero no todo es piano, aunque con eso bastaría, Oleg es un artista en la forma más pura de la palabra, su vida y su forma de ser, es decir, toda su persona parece ser en sí misma arte, sus artes, inseparables de su profesión. Por ello, Oleg también habla ante la cámara. Habla, entre otras cosas, de Stalin para alabar su inteligencia cuando su trabajo y su familia tuvieron graves problemas con el régimen. Habla también de una época pasada, junto a los Zares, con un brillo en los ojos que parece rememorar una imagen que nunca pudo llegar a vivir en carne propia. Para Oleg la humanidad se puede resumir en su abeto favorito, el cual su vecino taló para evitar la sombra sobre su sauna. La humanidad, por tanto, va hacia un lugar en el que el arte no tiene cabida.
En el último momento, Oleg habla y toca el piano, lo mejor para el final, los dos trucos al mismo tiempo debió de pensar Andrés Duque. Su discurso es difícilmente transmisible sin oírlo del propio Oleg, la disonancia y la consonancia de la música influyen en la mucosa del cuerpo, al igual que una buena camisa de seda parece decir. La conversación parece desencaminada y sin sentido, al menos práctico, pero Oleg lo une todo, como la música, como el mismo, su personalidad y sus pensamientos, diversos o, más bien, infinitos. El misterioso personaje que ocupa la pantalla durante la hora escasa que dura esta exquisita pieza de cámara parece querer explicarnos esa dimensión, cercana a la nuestra, donde se mueven los artistas, poseedores de una sensibilidad especial invisible al resto de los mortales. En esa extraña dimensión, las sensaciones llegan y el cuerpo y la mente del receptor se transforman, muchos la han llamado inspiración, Oleg parece llamarlo mucosa y sabe cómo manejarla a su antojo, lleva muchos años viviendo con ella mientras toca el piano. Las camisas de seda y las disonancias musicales parecen ser el más simple y sencillo secreto de la vida para el músico ruso. Es posible que Oleg y las raras artes no de soluciones, ni conste de un mensaje claro a transmitir, ni siquiera su personaje puede ser examinado o conocido hasta descubrir sus más racionales hábitos y costumbres, esto no es información, no son datos. El nuevo documental de Andrés Duque es, en esencia, un viaje musical e histórico, guiado por un capitán de barco menudo, inclinado y con boina, llamado Oleg, que nos enseñará las artes, sus artes, lo abstracto, el sentimiento, las formas, finalmente, que este anciano tiene, a todas luces acertadas y estimulantes, de relacionarse con la vida.