Ya es el segundo curso en el que Neruda aparece por las clases justo la semana que uno se hace más viejo y algo más sabio (por decir algo). Y mira que Nerudas hay muchos, desde la melancolía amorosa de El hondero entusiasta y los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, hasta el amor militante de Los versos del capitán. El Neruda terrible de la guerra, que apunta la impureza de la poesía en la denuncia de la sangre por las calles en España en el corazón. El Neruda de América, claro, el que encuentra, descubre y comprende las ruinas de Machu Picchu y comienza rememorando el mundo antes de la peluca y la casaca del hombre europeo, la América sin nombre cuyo aroma recorre de raíz la poética y la filosofía del Canto General. El Neruda de las cosas elementales, el Neruda del Nobel, el Neruda de Allende y su controvertida muerte tras el golpe militar de 1973.
Sin embargo, y me cuesta entender por qué, hay versos que se convierten en soniquete semanal, mientras los autobuses van y vienen y uno se queda un rato a solas con sus fantasmas. “Sucede que me canso de ser hombre. Sucede que entro en la sastrería y en los cines marchitos… Sin embargo… sería bello ir por las calles con un cuchillo verde y dando gritos hasta morir de frío… No quiero seguir siendo raíz en las tinieblas…”. El Neruda del “Walking around”, de la Residencia en la tierra de 1935, del poema “No hay olvido”, que da título a la reseña de hoy. El Neruda que viaja a Europa camino de su puesto como cónsul en Rangún y en Singapur y ve la pobreza, ve la muerte en hospitales donde los huesos saltan por la ventana, la miseria del hombre de la calle. Los mercados ya no son el aliento de la vida sino que son el emblema evidente de la podredumbre del hombre ante su propia existencia. Esta idea, que vertebra buena parte del arte desde finales del siglo XIX, al menos desde la recepción de Schopenhauer y el martillo de Nietzsche, irrumpe irrefrenablemente en un Neruda que ha conocido el Surrealismo y que funde definitivamente la ruptura sintáctica de la Vanguardia y la reflexión sobre la condición humana que articulará el arte de la década de los 30 y los 40. La misma que Federico García Lorca en Poeta en Nueva York o, en otro plano, la de Huidobro con Altazor.
Hoy, que casi es once de marzo y han pasado diez años desde la masacre de Atocha y los cercanías de Madrid, quiero rescatar ese soniquete del “Walking Around” y sobre todo del “No hay olvido”:
Si me preguntáis de dónde vengo, tengo que conversar con
cosas rotas,
con utensilios demasiado amargos,
con grandes bestias a menudo podridas
y con mi acongojado corazón.
No son recuerdos los que se han cruzado
ni es la paloma amarillenta que duerme en el olvido,
sino caras con lágrimas,
dedos en la garganta,
y lo que se desploma de las hojas:
la oscuridad de un día transcurrido,
de un día alimentado con nuestra triste sangre.
(…)
Pero no penetremos más allá de esos dientes,
no mordamos las cáscaras que el silencio acumula,
porque no sé qué contestar:
hay tantos muertos,
y tantos malecones que el sol rojo partía,
y tantas cabezas que golpean los buques,
y tantas manos que han encerrado besos,
y tantas cosas que quiero olvidar.
Creo que ya no olvidaré cómo aquella mañana nos enterábamos, en el autobús que nos llevaba a la Universidad, de que muchos chicos y chicas como nosotros no pudieron llegar ya nunca, la voz rota de la profesora suspendiendo la clase y el bochorno de los días posteriores con el legionario Acebes al mando de un gobierno que se sabía perdido en las elecciones y que se asomaba a la culpabilidad como solemos asumir la culpa de lo verdaderamente grave, injusto y zafio (¿verdad, señorita?): mintiendo, mintiendo, repitiendo las mentiras hasta convertirlas en duda y no asumiendo la verdad, el perdón. Señores, os hemos llevado a una guerra interesada, nos hemos equivocado. No vamos a perdonarnos nunca lo que ha pasado. Pero no, mentimos, llevamos teorías falsas hasta la saciedad del suicidio, como en el caso inspector de Vallecas que tuvo la fortuna de encontrar una mochila con explosivos que resolvió el caso y que se ha sometido a un linchamiento público que acabó con el suicidio de su mujer y con depresiones crónicas.
Someter la conciencia de los buenos debería ser delito. Pero no lo es. Y aquellos señores que no sabían, que inventaron, y que hoy siguen reuniéndose cada viernes en Moncloa. Porque no tenemos memoria, porque duele, como duelen las malas conciencias. Y vuelvo a la poesía.
Hace unas semanas escuchábamos a Antonio Carvajal en la Casa Bardín en el ciclo “Alimentado lluvias” en su aburguesamiento gongorino y su retablo culturalista recitar un poema que recordaba el 11m y que forma parte de Un girasol flotante, que le valió por fin el Premio Nacional de Poesía. Despójenlo de los ropajes de mármol pétreo del hombre que mira la catedral de Rouen mientras explotan los trenes, del hombre que se acuerda de Ricardo Corazón de León mientras en Madrid suenan las ambulancias. Entren al poema, sin llorar, y recuerden. No hay olvido, aunque sí tantas cosas que olvidar.
Mi buen Antonio Ramos, mi consuelo:
Las aguas de la Historia bajan sucias
por nuestros días, como baja espesa
la Sena por Rouen, bajo inconcretos
cielos, luces confusas, apretado
caserío, plegado en valle y bruscos
ribazos, pero siempre sometido
–no sé si dócilmente– a la alta flecha
que un cenit busca y le responde mudo.
Pero no es mudo el ámbito. Las ondas,
los rayos, los alambres, retransmiten
el horror de otro crimen: y las carnes
y las sangres deshechas y mezcladas
en Madrid se presentan a mis ojos
en Rouen, flechas duras con que hierve
mi sangre, que mi carne también trozan.
Y aprendo nueva soledad: La muerte
ante los ojos, toda, y sin consuelo.
¿Con quién hablar, a quién decir la pena?
Si se mejora el mal comunicado,
el mal no dicho crece. Y estoy solo,
con otra soledad: la del extraño
en sus propias costumbres prisionero.
Madrid, once de marzo, año de gracia
dos mil cuatro; Rouen, la misma fecha:
coincidente la hora de los hombres,
no la luz, no los usos. Pero siempre,
siempre cabe un consuelo, una esperanza.
Salgo a la tarde fría, voy derecho
hacia la catedral. Suena una música
de otro lugar y miro con los ojos
queme educó Monet. Entro en el sacro
recinto. Y me sorprende una escultura:
Ricardo Corazón de León yace
en efigie, muy cerca del altar.
¿No murió lejos de esta fe, este sitio,
y el propio tiempo que esta imagen muestra?
Aquel rey trovador, aquel cruzado
a quien gustó la guerra como gustan
las codornices al halcón, fue víctima
de más de un crimen. Hecho prisionero
por el Duque de Austria contra ley,
su rescate tardaba y, en el planto
que compuso en espera del rescate,
fijó una verdad triste: Los amigos
amaban más sus oros y sus platas
que a su rey prisionero. Si valieran
la oración, la blasfemia, rezaría
por vosotros, mis muertos de Madrid
y por ti, mi señor, que tantos sueños
de infancia y juventud alimentaste:
Madre nuestra, esperanza: Que a nosotros
y a tus hijos futuros pronto llegue
el reino de la paz, digo la limpia
libertad convivida en el respeto
del otro porque es otro. Madre tierra,
tú que ofreces tus frutos para todos,
no permitas que nadie los usurpe,
los acumule o niegue; no nos prives
de tu paz, pan de vida.
Amén.
Amén.