La pintura tiene mucho de literatura en imágenes. La sintaxis pictórica, cuando es buena y tiene estilo propio, narra las cosas a la perfección para que los lectores/espectadores reflexionemos, no sin que antes nos estimulen algo nuestra capacidad de asombro. En esta sección que inauguramos, trataremos de analizar la prosa de algunos de los pintores más expresivos, más retóricos, más cuajados de literatura, entendiendo que el estilo afecta siempre al contenido porque son la misma cosa. La cabra loca de nuestra imaginación hará el resto y comprobaremos si la pintura, al igual que la escritura, es o no una lectura de nosotros mismos.
Los pintores de cámara se ganaban el pan sacando retratos favorecedores de reyes, conde-duques, militares, navegantes, obispos y otros próceres de lo estamental que iban siempre buscando el medio de asegurarse su parcelita de posteridad para cuando eso del óbito. Razones de Estado, muy poderosas siempre, pero también de vanidad, las más poderosas de todas, fueron, son y serán las mejores excusas pagaderas del talento ajeno que, al fin y al cabo, siempre está en venta y al servicio del mejor postor (o impostor). Así es como gracias a los pinceles de los grandes maestros tenemos hoy unas pinacotecas que ponen imagen a esos fotogramas de la Historia que un día estudiamos para aprender, olvidar o hacer crucigramas.
Pero los pintores de cámara fueron una cámara de pintores que, además de llenar lienzos con Sagradas Familias, príncipes de Asturias, meninas, cortesanos y Pasiones crísticas, como eran observadores de oficio, aprovecharon siempre que pudieron para levantar acta notarial del mundo real y su vida misma. La realidad de cada época es como el casado infiel, que tiene a su esposa, amante y poseedora oficial, pero luego está la querida de turno, mucho más prosaica, circunstancial y estragada de argumentos, por eso a lo mejor la política siempre ha consistido en ir poniéndole mercerías para que se entretenga y no moleste demasiado. Pasa que los intelectuales de verdad tienen algo de costumbristas y, claro, les sale el rollo víndico o directamente el bocazas que todos llevamos dentro y entonces se ven las cosas que nadie quería que se vieran (que la mercería no es suficiente).
La actualísima España de las clases populares es el país de los descendientes urbanícolas de aquella apoteosis rural que nos ha llenado las calles de funcionarios de clase A hipotecándose un dúplex en el que meter frigoríficos con forma de ataúd, su ataúd de clase para el panteón social o económico (entendiendo que social y económico sean hoy cosas distintas, que ya es entender para los que entienden). Esa incomodidad de existencia (hipotecas funerales, frigoríficos grises) es la que llevan/llevamos los descendientes de Rinconete y Cortadillo, la Celestina, Lázaro de Tormes y, por supuesto, la fauna social de muchos cuadros más o menos conocidos. Habitamos sin reconocerlo las tristes vidas de ese invento tardofranquista de la clase media, descendiendo, insisto, de aquellos hidalgos que, sin haber comido, al sol en invierno y a la sombra en verano, paseaban con sus engañosos mondadientes lo más sustancial que había llegado a su boca en todo el día: la madera del palillo.
Ocurre que el ángel del cinismo es frío, peligroso y amargo, y los hijos lentos y vengativos de la primera peste que nos trajo la libertad, que fue el aburguesamiento, preferimos mirar para otro lado o pensar solamente en el Quijote para fingir que todo eso no va con nosotros. Pero, ¡ay cuando a los pintores les da por hacer de retratistas!
El problema es que al escritor (pongamos Quevedo o Cervantes) hay que leerle y entender lo que dice, pero la imagen plástica siempre es más directa. Hasta que Goya se puso a remojar los pelos del pincel en su tabla, nadie pintó las Españas zarrapastrosas y hambrientas, cutres y catetas como Diego Velázquez. La velazqueña es una España resignada en su hambre que recuerda mucho a los tercios de Flandes, que no cobraban la soldada pero ahí seguían, por honor, semivivos de hambre, reúma y tuberculosis, a las órdenes imperiales del duque de Alba, que entre capón y faisán coordinaba las miserias de las tropas en los Países Bajos. El siguiente paso del rebaño social no llegaría hasta Goya, digo, que pintó un país que ya se miraba en otros paisajes mucho más versallescos y estaba entrando en el eurojuego de la divagación, el pensamiento acuñado y el guerracivilismo. Hablaremos de él un día, tal vez dos.
Velázquez es un pintor que lleva dentro el Barroco y se enlobreguece de dentro afuera porque quiere salirle a patadas. La España zarrapastrosa, digo, es la España del Siglo de Oro, muy beata y con mucho gluglú en las tripas; y está llena de cuadros en los que la comida, o más concretamente su escasez, es la gran protagonista. A pesar de lo que van diciendo por ahí los cansinos voceros de la leyenda negra que nos adjudicó la sagacidad inglesa, los españoles hemos pasado siempre mucha hambre y por eso, hasta hace casi nada, nuestro respeto hacia el condumio siempre ha sido reverencial porque incluso en el siglo XX todavía estábamos hechos unos Carpantas. Ahora que somos modernos se ha puesto de moda el veganismo, esa religión condescendiente, junto con las dietas y otras ocurrencias cool, resultado todo de nuestra hidalguía congénita, ahora nacarada y con doble de lacitos. Se nos ha olvidado que todavía hoy deberíamos hacer todos un examen de conciencia antes de sentarnos a la mesa, siquiera por respeto a los que no tienen mesa ni nada que ponerle encima al plato que va sobre el mantel (cuando hay mantel, cuando hay plato).
Los germanos siempre fueron gente de mucha pitanza con mala grasa y peor digestión para la que todo compango era bueno, por eso nuestros emperadores Austrias, que eran los que le hacían los encargos a Velázquez, comieron mucho, comieron como emperadores, y acabaron todos gotosos y diabéticos. Los Austrias bajaban las grasas con vino de San Martín de Valdeiglesias, que fue el caldo de la gota y las ensoñaciones políticas del conde-duque de Olivares. Y don Diego, antes de ir a la Corte a pintar meninas, veía al pueblo en las tabernas más borracho que alimentado, oliendo a hepatitis, cirrosis y piorrea, aquejado de hambre y juegos de azar, en una atmósfera espesa de chotuno muy distinta a la del Escorial, pongo por caso.
Y comenzó su carrera el artista pintando esa epifanía llamada Vieja friendo huevos, un cuadro de primera etapa que resulta ser una misa prosaica en la que la cocinera adopta un gesto místico, muy de la época, con la mirada levantada y ensimismamiento teofánico, mientras un monaguillo a su diestra, cabeza gacha, mirada de soslayo, la ayuda a oficiar en ese altar doble donde se produce el misterio coquinario de las claras que se cuajan dentro de una cazuela de barro, cáliz de pobreza que no quitará el pecado pero sí el hambre, que es el mayor pecado del mundo y todo lo más demagogia. Uno no sabe si mirando el lienzo contempla un cuadro o está ante una declaración de principios con pizca de manifiesto social. Ese brazo extendido que llena el vacío del centro (el centro del hombre es el estómago vacío) recuerda a esas manos tendidas de las pinturas religiosas en las que la divinidad señala u otorga, aunque calle. A su diestra, el monaguillo, y ante ambos, la fritanga jumeando, que es el incienso de esa eucaristía que es siempre una cocina en marcha. Aquí no caben beatería ni superstición, sino jugos gástricos. Cuando don Diego pinte luego al conde-duque, cuando saque el tiralíneas para la rendición de Breda o retrate a Sebastián de Morra, el maestro estará pasando a lienzo el carpetovetónico «quiero y no puedo», que es cosa, dicen, tan española como el «puedo y no quiero».
Velázquez es vindicativo desapasionado y yo insisto en creer que la vieja con sus huevos representa mucho más que una escena de almirez y bodegón. Baste contemplar el Cristo en casa de Marta y María, que es otra escena culinaria (mismo mortero de metal cabe los ajos majados), para entender que el pintor no entiende que pueda estar el Señor de la Resurrección conviviendo en una misma Iglesia con un cristiano famélico. Es un sentimiento religioso, sí, pero exento de supersticiones que va directamente al grano, al quid de la cuestión, al pan nuestro de cada día. Porque los hidalgos sabían, como sabemos sus descendientes, que el hambre es lo más pedagógico que hay, y de ahí nuestra obsesión por los frigoríficos que parecen ataúdes. En resumen, el artista sevillano plasma la vida real porque, aunque pintor de la palaciega, es un notario que levanta acta de una España mal enseñada y peor aprendida: la que olvida que tuvo antepasados, cuando no contemporáneos, con el estómago demasiado vacío. Siglos más tarde, Machado resolvería en verso la ecuación declarando que el vacío está en la cabeza. Y es que se piensa muy mal cuando hay desnutrición de cuerpo.
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