Dice un buen amigo mío que la postura de Holanda ante la tragedia desatada por la pandemia y el reparto de ayudas entre los países peor parados por la misma en la UE, le recuerda a la postura del vecino del 1.º que se niega a aprobar la reparación del ascensor aun cuando el edificio cuenta con 9 plantas. Y bien que podría valer la comparación.
El que los llamados países frugales -llamados así para evitar una acepción más indecorosa como la de austeros, inflexibles o intransigentes-, Austria, Suecia, Dinamarca, Finlandia y Holanda como su principal estandarte, mantengan una posición tan contraria a la del resto de sus colegas europeos, no nos exime de poder entender tan delirante postura. Tan delirante como las que estos deben entender la del resto.
Sorprende más aún que entre los mismos se encuentren Dinamarca y Suecia, dos países pertenecientes al mundo escandinavo que, hasta ahora, habían representado el paradigma del modelo de Estado del Bienestar tanto en lo económico como en lo social de la historia europea. O que Austria, Finlandia y Holanda mantengan todavía un gasto público por habitante mayor que, por ejemplo, España.
Otra cosa bien distinta que también deberíamos tener en cuenta a la hora de valorar la actitud de estos países es que la misma es el resultado de las decisiones de sus respectivos gobiernos y no podemos saber si, con su debido conocimiento, la mayor parte de la población de cada uno de estos estaría de acuerdo con ello. Por mucho que el primer ministro holandés, Mark Rutte, se excuse de forma bochornosa en la demanda de un trabajador pidiéndole que «no le de dinero a españoles e italianos».
La efervescencia capitalista.
¿Qué puede llevar a sus apoderados públicos y a ciudadanos de países tan supuestamente avanzados como Austria, Dinamarca, Holanda, Suecia y Finlandia a adoptar una actitud tan insolidaria con el resto del continente y ante las dramáticas consecuencias de una pandemia de carácter mundial como la del Covid-19?
¿Cómo es posible que no les importe que un buen número de males se ceben sobre otros países, vecinos y aliados, especialmente sobre el pueblo que es quien va a padecer más dolorosamente sus consecuencias y solo entender tales ayudas desde una postura tan despreciable como el de la usura?
La respuesta a semejantes interrogantes serán sin duda motivo de estudio para generaciones venideras sobre la manera de entender el modelo social pero, con toda probabilidad, partirán del deterioro de conceptos tan hasta hace poco considerados valores propios de nuestra noción de humanidad como son la solidaridad, el bien común, la dignidad, el respeto mutuo y un sinfín de etcéteras.
Conceptos que han ido saltando por los aires tras décadas de inusitada veneración al becerro de oro de la más pura ortodoxia capitalista en su versión más dogmática y radical representada por el neoliberalismo. Traducida en una sociedad altamente individualista formada al amparo de su principal premisa: el acaparamiento de riqueza sin límite.
La crisis económica de 2008 y la forma de su supuesta salida de la misma es el más reciente ejemplo de ello. Aquella crisis fue el resultado de la infinita avaricia de un mundo financiero fuera de control que llevaba décadas operando al margen del mundo real pero cuyas consecuencias resultaron catastróficas para este último y de la que muchos de sus inductores no solo se marcharon de rositas si no que aprovecharon tamaño desastre para enriquecerse aún más a costa del menoscabo de la calidad de vida de la mayoría de ciudadanos.
O lo que es lo mismo, tras casi 13 años del estallido de aquella crisis, la mayor parte de la población en todo lo que llamamos mundo desarrollado tiene peores condiciones laborales y de renta que antes de 2008. Mientras que los grandes capitales han aumentado sus beneficios propiciando que los desequilibrios hayan crecido de manera más que sensible desde entonces, siendo España el ejemplo más cercano de ello.
Ahora, distinguidos personajes de la farándula política como Christine Lagarde o Luis de Guindos, la primera desde su anterior puesto como presidenta del FMI y el segundo desde su cargo de ministro de economía del gobierno de Mariano Rajoy, ambos ahora cabezas visibles del BCE, o la mismísima Ángela Merkel, todos ellos en su día principales adalides de las políticas de austeridad que propiciaron el colapso de buena parte de la economía europea llevando a millones de personas a una drástica reducción de rentas, quien sabe si a la vista de los estropicios causados, han reconvertido su visión del mundo y apuestan por ese concepto tan denostado por ellos mismos en su momento como es el de la solidaridad entre los pueblos.
Luces y sombras de la historia.
Mientras tanto la caverna mediática nacional-española, con su habitual y rancio patrioterismo de sones y trompetas, no ceja en su empeño de culpabilizar al gobierno de Sánchez del desacuerdo como si fuera el único que tuviera vela en este entierro. E insistiendo una y otra vez en el mismo mantra: no se puede gastar lo que no se tiene. Lo que por fortuna nunca fue impedimento suficiente para que muchos pudieran comprar una casa, un coche o poner un negocio al alza.
De paso, tirando por tierra como es habitual las aptitudes de los ciudadanos. En esa especie de eterna crisis de conciencia que la Generación del 98 supo transmitir de manera tan extraordinaria en su obra, una parte de la ciudadanía auto condena una y otra vez este país como un territorio de vagos e indolentes aunque, curiosamente exculpándose siempre a sí mismos de semejante anatema.
Sí que es cierto que no pueden faltar reproches en nuestra historia pasada. Desde la vuelta de Fernando VII –para mayor escarnio «el añorado»-, y con él la liquidación de la Constitución de 1812, la vuelta al absolutismo y el consiguiente desapego de las revoluciones liberales e industriales de buena parte de Europa, hasta la reciente caída a los infiernos del actual rey emérito pasando por varias décadas de oscurantismo durante el SXX mientras el resto de occidente avanzaba muchas marchas por delante, se trata de sucesos harto elocuentes que han dejado huella en nuestro pasado reciente.
Pero todo país tiene sus luces y sus sombras. Alemania y sus dos guerras mundiales, Francia y su gobierno de Vichy o la cruenta historia de la monarquía belga cuando hacía de una porción de África su cortijo.
Y la Unión Europea sigue cometiendo errores de bulto. Cómo esperar la unión política de los 27 sin tan siquiera son capaces los mismos de una armonización fiscal debida entre éstos. En el mismo seno de la Unión Irlanda, Luxemburgo, Malta, Chipre y la mismísima Holanda serían consideradas paraísos fiscales si no pertenecieran a la misma. Eso, sin citar hasta hace poco los dispendios británicos de Man, Yale o Gibraltar en pleno corazón europeo.
De dogmático suele tachar esa misma furibunda al gobierno de España o, en general, a todo aquel que no comulga en sus mismos altares. Curioso reproche de los que son incapaces de escapar a sus propios dogmas y mantras.
La necesidad de un futuro.
Ello no es óbice para entender que sea necesario exigir que las ayudas en forma de transferencias –aportaciones sin devolución-, a cada país sean gastadas de manera eficiente. En lo que más nos toca, España, no se trata que esa inyección masiva de dinero vaya a parar a nuevos aeropuertos en cada capital de provincia, autopistas de circunvalación a ninguna parte, líneas de AVE ineficientes o palacios de congresos en cada pueblo. Obras faraónicas inútiles pero tan propicias de nuestros gobernantes para mayor gloria de los mismos.
Por ahondar en el caso que más nos interesa, ya hemos referido en alguna ocasión que España lleva cometiendo el mismo error en su modelo de desarrollo desde el derrumbe de la autarquía franquista a finales de los 50. Basar toda la economía de un país como el nuestro en la especulación inmobiliaria y en el turismo playero, mientras pilares fundamentales como la educación, la ciencia y la industria manufacturera quedan en un segundo plano, conduce de manera inexorable a una secuencia laboral altamente inestable, de altísima temporalidad y por consiguiente de baja renta.
A lo que debemos añadir el continuo deterioro de unos servicios públicos -cuyo debido desarrollo nunca llegó a materializarse de forma decidida-, por el camino de la permanente reducción de inversión en los mismos, con resultados perniciosos hasta derivar en forma de tragedia en el ámbito sanitario durante la presente pandemia. Cuando no de modelos de privatización más costosos y más que dudosa fiabilidad en muchos casos.
Sí, son necesarias reformas estructurales de envergadura que nunca han sido tomadas debidamente en cuenta en España y que son estrictamente necesarias si queremos dotar de presente y futuro a nuestro país cara a las generaciones venideras. Reformas de calado (*) que no pueden ser flor de un día y que necesitan un laborioso proceso de maduración.
Pero nunca como proclama y exige el primer ministro holandés basadas en la depreciación de un modelo laboral ya de por si sumamente deficiente y en el latrocinio de las pensiones de nuestros mayores.
(*) Amanece Metrópolis: Pactos de futuro II (En todo o en parte: el temario)
Actualización.
Justo, a última hora de la tarde de ayer, parece que los próceres europeos han llegado a un acuerdo. A la baja, faltaría más, que resta las pretensiones iniciales de la propuesta franco-alemana que respaldaban 22 de los 27 países de la Unión. Una forma singular de entender también la democracia que perjudica a la mayoría en beneficio de unos pocos, precisamente de los más ricos.
Diría yo, por finalizar, que estos controvertidos criterios de «unanimidad» de algunas instituciones europeas resultan tan fuera de lugar como los de la Comunidad de Vecinos de mi buen amigo con la que arrancábamos al principio de este artículo.