Aunque parece que atribuida falsamente a Bismarck la frase «España es el país más fuerte del mundo, los españoles llevan siglos intentando destruirlo y no lo han conseguido», en cualquier caso viene a reflejar con bastante acierto los enormes patinazos de nuestra historia.
Contextualizando a grosso modo la misma, a buen seguro que el mayor error de nuestra historia contemporánea lo constituyera el retorno a España de Fernando VII y con él el fin de la España liberal refrendada por la Constitución de 1812, «la Pepa», una de las más avanzadas de su época.
Para mayor escarnio, escenificado aun con más contundencia una década después con aquel «Vivan las cadenas», que ponía en evidencia el estremecedor ardor absolutista de esa parte del pueblo español.
Ello significó, con respecto a las potencias europeas, que España se perdiera las revoluciones liberales, industriales y agrarias del SXIX y mantenerse en un atraso casi secular hasta bien avanzada la segunda mitad del SXX.
No todo y con eso cualquier intento por democratizar al unísono de sus homólogos la sociedad española, como el Sexenio Democrático con la Primera República de por medio o ya en el SXX la II República, fueron zancadilleados reiteradamente por la alta burguesía hasta quedar sepultados por sucesivas asonadas militares.
Por fin, tras la muerte del general Franco, España empezó un nuevo camino hacia la democracia, aunque la Transición permitiera que la larga sombra de la dictadura a través de la jerarquía empresarial, militar y judicial siguiera extendiéndose durante décadas sin que los sucesivos gobiernos supieran o lo que es peor aún siquiera se interesaran con el debido celo por deshacerse de la misma.
Valga en extremo el caso de la corrupción política, uno de los vicios comunes a todos los regímenes totalitarios que en España ni siquiera la democracia ha podido dejar de magnificarlo. Quizá tenga que ver en ello que este país sea el que cuente de lejos con el mayor número de aforados de toda la Unión Europea; quizá lo suficiente para entorpecer la acción de la justicia.
La misma en la que por cierto una buena parte de jueces y fiscales también gozan de forma tan excepcional de dicho privilegio.
Tales defectos adquiridos, unidos a la consolidación del modelo neoliberal a partir de la década de los 90, ha supuesto un claro déficit en el desarrollo del estado del bienestar español. Tanto es así que todavía habría que esperar hasta 2006 para que uno de los pilares del mismo como es el de la atención de las personas dependientes pudiera echar a rodar; en cualquier caso una ley, la de la dependencia, que todavía está en pañales y de la que queda mucho que desear.
La pandemia
La pandemia ha venido a poner sobre la mesa muchas de estas deficiencias, sobre todo las de unos maltrechos servicios públicos, especialmente en el caso de la salud y la educación. Los mismos que durante años se han ensalzado hasta aburrir por los responsables políticos y ahora han quedado en evidencia.
En cualquier caso no por el trabajo y cualificación de muchos de sus profesionales sino por su evidente falta de recursos. Algo que desde tiempo inmemorial vienen reclamando los mismos ya que a pesar de tanto enaltecimiento la frialdad de los datos demuestra que el total del gasto público en España está por debajo de la media de la Unión Europea y lejos de los países de similar desarrollo.
Al margen de bulos infundados, claramente interesados en denigrar la democracia, como el de exagerar el número de políticos, sus salarios o la cantidad de parlamentarios –a pesar del Senado-, no es menos cierto que el consumado grado de desafección a la clase política solo tiene un culpable: ella misma.
A pesar de todo, muchos, entre los que modestamente me encuentro, hemos visto en el extraordinario órdago que representa la pandemia actual una nueva oportunidad –quizá la última-, para que nuestra denostada clase política cobre los bríos necesarios para hacer frente a la misma con solvencia y cambiar el rumbo de la nave española en beneficio del conjunto de los ciudadanos.
Sanidad y educación
Mientras, España sigue a la cola en cuanto al personal de enfermería de la U.E. nada menos que la mitad de la media europea, lo que significa que necesitaríamos 125.000 profesionales más para alcanzarla, según datos del Consejo General de Enfermería. Tanto como la consabida precariedad de nuestros médicos recién salidos de la universidad que se ven obligados a marcharse del país en busca de futuro.
En lo que respecta a la educación, las CC.AA. dicen necesitar ahora con motivo de la pandemia 39.000 profesores más, principalmente en secundaria y FP, para acercarse a los ratios de alumnos por clase recomendados por sanidad y el propio ministerio.
Es decir, alrededor de los 20/25 alumnos por aula, cuando según los criterios más especializados abogan en cualquier época por los 15/20 alumnos. O lo que es lo mismo, España necesitaría aún varios miles de profesores más de los demandados para aproximarse a ello.
Por eso a algunos nos molesta tanto cuando intentan darnos lecciones tipos de la catadura de González o Aznar cuando ellos ni supieron ni quisieron cambiar las cosas en la forma debida. Hasta acabar el primero cambiando de banquillo mientras el segundo lo mejor que hizo fue homologar a España como paraíso del ladrillo.
Salvo en el caso de Vox que como todas las formaciones de su mismo espectro necesitan del caos para ampliar su espacio, los grupos políticos parecieron formar piña en torno a la acción del gobierno al frente de la pandemia, hasta que al poco tiempo volvieron a surgir las desavenencias. Por unos u otros motivos pero dentro de ese gallinero en que se ha convertido la política española los últimos años.
Tiempos que corren
Una inusitada condena al partido en el gobierno anterior por delitos de corrupción, su inédita derrota en una moción de censura, una interminable campaña electoral con sucesivos plebiscitos, el fin del bipartidismo, el primer gobierno de coalición de la historia reciente, la ensoñación independentista, su réplica en el nacionalismo patrio y, lo peor de todo, la pérfida ralea de muchos de sus protagonistas, han hecho de la política española una auténtica jauría de desavenencias que hace extraordinariamente difícil avanzar en la dirección correcta.
Por otra parte, resulta evidente que la desescalada en España se ha hecho atropelladamente en una carrera sin par entre las CC.AA. a ver quién recobraba antes la actividad vital, pero dejando en exceso buena parte de la misma a merced de la responsabilidad ciudadana. Cuando no con un reguero de medidas contradictorias entre si dictadas por las propias autoridades.
Tal grado de exacerbada polarización política ha acabado poniendo en entredicho la capacidad de nuestros próceres para hacer frente a la pandemia, por lo que llegados a ese extremo todavía resulta más difícil por su parte exigir la debida responsabilidad a terceros cuando carece de la misma quien habría de asumirla en primer término.
Por acotar el asunto valga como ejemplo la estrafalaria escenografía de la pasada reunión entre Isabel Díaz Ayuso y Pedro Sánchez en la Real Casa de Correos de Madrid. Cual deslumbrante república bananera de las de antaño, los dos mandatarios orquestaron un espectáculo impropio del caso –el Consejero de Sanidad de la Comunidad y el Ministro del ramo podían haberlo solventado sin mayores alardes-, más propicio a satisfacer egos que de dar debida respuesta a los ciudadanos.
Semejante alarde de incompetencia ha convertido España en el país con mayor número de contagios en esta segunda ola de Europa y a Madrid en la zona cero del continente. The Lancet, la prestigiosa revista médica, ponía hace unos días el dedo en la llaga de lo que todos ya sabíamos. España se precipitó en la desescalada por cuestiones meramente económicas, no hizo los deberes en cuanto a la incorporación conveniente de rastreadores ni contrató al personal suficiente, entre otras muchas veleidades, para hacer frente los innumerables rebrotes que se sabía iban a producirse.
Y ahora precisamente, a causa de ello, el país lo acabará pagando en vidas humanas y con una mayor recesión económica de la que se pretendía evitar. Madrid, donde la epidemia vuelve a estar prácticamente descontrolada, es sin duda el ejemplo más flagrante. Puestos a comparar, mientras la capital de España puso fin a la desescalada a velocidad de vértigo, Nueva York sigue manteniendo el virus a raya gracias a lo estricto de sus medidas desde que dejara de arreciar el primer embiste de la pandemia.
En resumidas cuentas en ese órdago infinito que se ha convertido la política española, la discrepancia no es precisamente una fuente para el enriquecimiento de las ideas, sino que por contra mantiene embrutecidos a los protagonistas de tanto despropósito.
Pero, a pesar de todo, no olvidemos nunca que momentos como este son los que aprovechan los que mancillan la democracia para apelar a cuan súbitos salvadores de la patria, como respuesta a las debilidades del sistema. Y de eso la historia, por desgracia, también tiene mucho que contarnos.