Cuando vuelves a ver una película como Black Narcissus (Narciso negro), te asalta un sentimiento de pleno regocijo que se prolonga tras su visionado amparado por lo cromático, exaltado, exótico y cuidado de esta propuesta británica de una pareja que pareció tocar con una varita mágica una etapa de la historia del cine. Paradójicamente, ese mismo sentimiento fulgurante se ensombrece teñido de añoranza por la misma razón: por constituir un cine extinto que desplegó su encanto y mejor momento en la etapa clásica, pero al que la evolución misma del cine, por diferentes circunstancias, fue orillando, pasando a estar en desuso e incluso considerado arcaico despectivamente. Estamos ante el cine de estudio, aquel cine de antaño creador de fastuosas producciones, aquel que en las entrañas de su esqueleto fue testigo de las más grandes fabulaciones que deleitaron al público mediante creaciones cercanas a lo onírico. Decía Jean Epstein: “Al igual que el sueño, el cine puede desplegar su tiempo propio, es capaz de diferir ampliamente del tiempo de la vida exterior, de ser más lento o más rápido que éste último (…) El cine es el instrumento más apropiado para expresar el mundo de los sueños, para la descripción de esta vida mental profunda”.
Powell y Pressburger fueron a contracorriente con esta producción en plena postguerra que alimentaba una de las corrientes más importantes de la historia, aquel neorrealismo que surgía de la escasez de medios, que se adaptaba a la destrucción de los estudios italianos y grababa a pie de calle con consternación el horror mientras se lamía sus heridas dejando una gran huella e influencia dentro y fuera de Italia. No, los “arqueros” apostaron seguir por el camino del cine fabulador, de la adaptación literaria, de decorados exquisitos que recrearan la belleza sublime a través del artificio. Una tendencia muy contraria a la tradición documentalista de su país que resurgiría en los sesenta con el Free Cinema o a la rompedora Nouvelle vague. Arriesgaron por esa realidad alterada que supliera “insolentemente” la esencia de las montañas del Himalaya mediante unas pinturas en vidrio y maquetas que ejercen de simulación de lo objetivo. Optaron por continuar los trazos de un cine que se respeta, realizado por un amplio equipo humano y técnico, que se construye bajo los postulados de la desbordada creatividad, el ingenio de la mente humana tan opuesto a la amenazante Inteligencia artificial que nos gobierna actualmente y que hace tambalear las estructuras del arte.
La pareja de cineastas (Powell más para el lenguaje visual y Pressburger para lo literario) generó en su carrera un tipo de cine independiente, atemporal, repleto de imaginación que no seguía los cánones del momento; rompedor y muchas veces incomprendido. Al hilo de esta cuestión, Jonas Mekas, en un manifiesto en contra con motivo del centenario de la creación del cine, argumentaba que éste había sido creado por dios para filmar la belleza de la creación y los sueños del espíritu humano, pero que ante su desvirtuación por la ambición del dinero, dios crearía después a los cineastas independientes y de vanguardia para que fueran por el mundo con su cámara cantándole a la belleza y divirtiéndose, pero que lidiarían con tiempos difíciles sin hacer dinero con ese instrumento. Y en ese sentido los dos directores podrían haber recogido ese espíritu vanguardista que les colocó en un escenario al margen de lo que se realizaba por sus coetáneos y que les aportaría tantos éxitos como disgustos. Porque con su lenguaje visual traspasaban lo habitual, transitaban por una semiótica cinematográfica muy singular y reconocible, rozando lo barroco, la exquisitez, la desmesura del color y el cuidado extremo de su puesta en escena, en el que parece que cada plano ha sido perfectamente meditado, compuesto e ideado para lanzar una expresión y significado plásticos extraordinarios. Aunque también sabían dotar de guiones insólitos que escapaban de lo clásico tal como apreciamos en Coronel Blimp (1943) o A Matter of Life and Death (1946), ejemplos de un cine intemporal y bizarro a pesar de tener como telón de fondo la guerra.
Así es Narciso negro (1947) también, una apuesta muy diferente en contexto después de sus anteriores éxitos adaptando una novela de Rumer Godden enmarcada en un palacio cerca de Darjeeling en la India. Siguiendo la estela de un cine de estudio elaborado y ese paisajismo compuesto del que habla José Luis Guerin en uno de los cinco cortos que componen la serie El paisaje fílmico, opta por recrear la realidad de forma mixta. Influido por esa pintura renacentista que recogía distintos elementos de varios paisajes y los sintetizaban en una obra, el fabuloso diseño de producción –comandado por Alfred Junge– ideaba la realidad del Palacio de Mopu con sus precipicios, alturas enormes y montañas nevadas del Himalaya como fondo mezclando la naturaleza y arquitectura de allí para pintarla con una imaginación y destreza asombrosas en los Estudios Pinewood, en Inglaterra. Pero a la vez la exuberante vegetación exótica era recreada en el condado de Sussex que imitaba perfectamente el efervescente colorido de las flores y el verdor de sus árboles. Factores que afianzan esa concepción unívoca del cine como generador de una gran mentira que hace que a miles de kilómetros de su antigua colonia pueda surgir un espacio que la simule a nuestros ojos perfectamente y que sugiera una historia con tantas resonancias de esa cultura con un entorno privilegiado.
Los enormes decorados creados para tal fin poseen ecos del pintor ruso Nikolái Roerich, que vivió en el Himalaya donde pintaría e interpretaría de muchas formas sus elevadas y cambiantes montañas tal como haría Cézanne con la de Sainte-Victoire de la que hablé en otro texto. Esas pinturas realizadas sobre cristal poseen la virtud y manifestación de una belleza tan afectada, de una simulación tan fingida y a la vez tan conseguida, que terminan por hacerte sucumbir. Somos conscientes del “engaño”, de la existencia de unos trucos visuales extraordinarios que nos hacen creer y caer temerosos por esos despeñaderos rendidos a su magia, rendidos a la capacidad del cine de ser más atrayente que la realidad, de crear espacios de ensueño que levitan cada plano. Por ello, cuando en el documental Made in England: The Films of Powell and Pressburger (2024), conducido por Martin Scorsese –reivindicación de la obra y vida de la pareja– se revelan algunos trucajes de esta película no me termina de agradar, a pesar de la curiosidad suscitada. Prefiero vivir en ese entorno fabulador y creérmelo, en esa invención onírica del emplazamiento quasi divino del templo, en la energía que emanan sus montañas, en el constante azote del viento y lo vertiginoso e imposible de su campanario. Porque eso es el cine, no hay que olvidarlo. No todas las producciones pueden tener ese nivel, pero sí hay que exigir que éste siga teniendo su lenguaje propio, el cual le diferencia de la literatura y el teatro, aunque siga siendo eterno deudor de la pintura. El cine es y debe seguir siendo eminentemente visual, tiene que distinguirse por su puesta en escena, huir de la fidelidad a lo real en la que se sumió hace tiempo y reivindicar su expresión plástica como elemento distintivo.
El descenso al abismo por la renuncia a lo espiritual cayendo en lo carnal se representa en ese campanario al borde de un amenazante precipicio al vacío (emblema característico e influyente de la película).
Y de ese elemento diferenciador Narciso negro es un gran ejemplo, una película atrevida en su tiempo (estamos hablando de la década de los cuarenta) en temática –unas monjas de Calcuta son trasladadas a un palacio donde anteriormente vivía el General con su harem para formar una escuela y un hospital– que causó un gran revuelo. Y aunque el tema de la renuncia a los votos, la represión, la pulsión natural, el deseo, la pérdida de la fe integren un guion que emprende un camino abierto que hace que no se pueda restringir a un solo género (comienza como aventuras, cine colonial, luego pasa a un melodrama para confluir en terror), lo que la hace más interesante es lo fabuloso de sus aspectos formales, sonoros y la narración visual con una sólida base pictórica.
Comenzar con reminiscencias de Johannes Vermeer en esa madre superiora que lee una carta frente a una ventana en Calcuta habla del cuidado de cada detalle de puesta en escena. Poner de manifiesto la progresiva zozobra de esas monjas por el influjo del medio con una poderosa energía en sus ropas, telas y cortinas ondeando permanentemente con el viento ya sea en el exterior como en interior, te contagia; la pulsión que emana de los eróticos frescos de las paredes que decoran sus coloridas y amplias estancias o el sentimiento de enclaustramiento en las numerosas jaulas de todos los tamaños en una sala o el angosto y austero espacio donde rezan son perfectamente perceptibles. Veo la influencia de la sensualidad descarada que desprende para ellas el agente británico Dean en cada escena en que aparece con escasa ropa, el despertar de las pulsiones en el baile de la bella huérfana que recogen y en esas flores enormes que emergen en primavera con sus colores exaltados. El descenso al abismo por la renuncia a lo espiritual cayendo en lo carnal se representa en ese campanario al borde de un amenazante precipicio al vacío (emblema característico e influyente de la película) donde tañe cada día la gran campaña –medio que une lo divino y lo terrenal en conflicto– la vulnerable hermana Ruth, la cual va adquiriendo más protagonismo conforme avanza la trama.
Y el uso de la luz. Si el cine es luz o falta de ella desde sus comienzos, aquí constituye su gran pilar. Los destellos de los trajes del hijo del General, de la naturaleza, de la pureza del blanco de los hábitos, de la nieve de las montañas ensalzados por el technicolor, van mutando a planos en que ganan en oscuridad. Hacia una puesta en escena con esencia de la pintura de Caravaggio que resalta las sombras, lo siniestro, una luz que se filtra por rendijas, encuadres que se vuelven fantasmagóricos, sombras proyectadas de las celosías sobre las monjas en pasillos oscuros. Desaparecen los rostros iluminados a la luz del día, para dar sitio a ojos inyectados en sangre en cuerpos que hierven, a planos dorsales que aportan desconfianza en la noche. Estos elementos son los que hacen de esta película una grata experiencia sensorial, en gran medida articulada por el buen hacer también del director de fotografía, Jack Cardiff, capaz de hacer tangible con su iluminación la gran cantidad de sentimientos acumulados, de materializar el drama, de concluir en la fatalidad. Veamos esta forma de engendrar el cine como un acto de resistencia, como una muestra de los últimos coletazos de un cine condenado a extinguirse que ahora reverbera y se reivindica. Un cine el de este gran tándem con diferente sabor, que transmite pasión, meticulosidad, misterio, oficio, magia, inventiva, del que Pressburger decía: “Siempre sentí que éramos amateurs en un mundo de profesionales, los amateurs se acercan más a lo que hacen y les impulsa el entusiasmo, que es algo mucho más poderoso que lo que impulsa a los profesionales”.
TÍTULO ORIGINAL: Black Narcissus. AÑO: 1947. DIRECTORES: Michael Powell y Emeric Pressburger. PAÍS: REINO UNIDO. DURACIÓN: 100 min. INTÉRPRETES: Deborah Kerr, David Farrar, Sabu, Kathleen Byron, Flora Robson, Jean Simmons. GÉNERO: Drama, aveniras, terror. GUION: Michael Powell, Emeric Pressburger, Rumer Gordon(novela). MÚSICA: Brian Easdale. FOTOGRAFÍA: Jack Cardiff. PRODUCCIÓN: The Archers.