«La OTAN llevaba buscando enemigos desde los años noventa para encontrar una razón para su supervivencia y al final ha vuelto a un territorio conocido para encontrarlos. El pasado ha vuelto para perseguirnos».
(Iñigo Sáenz de Ugarte, periodista, 1963- ).
¿Puedes culpar a países pobres como el mío por recurrir a China?, se preguntaba la periodista de las Islas Salomón Dorothy Wickham, en su artículo del New York Times (27/06/22). En su columna la autora reconoce los servicios prestados por los EE.UU. décadas atrás hasta que perdió su interés por el archipiélago y este quedó supeditado a los escasos recursos disponibles en aquellas lejanas tierras en medio del Pacífico.
Ahora, las Islas Salomón vuelven a estar en el ojo del huracán de la estrategia geopolítica estadounidense cuando China ha empezado a construir allí infraestructuras que, aún con la desconfianza de la propia Wickham, parecen que están sembrando la discordia con el gigante norteamericano en su envite por seguir fiscalizando el océano más grande del planeta.
Es evidente que las Islas Salomón no puede decirse que representen, como en la II GM, el mejor acicate, pero en esa eterna lucha por el control del espacio a cualquiera que aspire a dominarlo no le hace ascuas una porción más de tierra, por pequeña que sea esta.
Así podríamos ir haciendo un recorrido por lo largo y ancho de cada continente donde nos encontraríamos continuas fricciones entre los intereses chinos, estadounidenses y rusos en numerosos frentes con la participación de muchas corporaciones europeas que, en función a sus propios beneficios en cada caso, se posicionan de manera indiferente de una u otra parte.
Pero en este caso es la vieja Europa la que ha vuelto a toparse con el escenario más indeseado.
No muy diferente de los que se suceden día sí y otro también en numerosas zonas del mundo ante la mirada impasible de los responsables de la política europea –no en vano el Mediterráneo se ha convertido en el mayor cementerio de personas que huyen del hambre y la guerra-, pero que ha sacudido el continente de forma tan cruel como inesperada y, para colmo, cuando todavía no se ha repuesto de una pandemia y una crisis sin precedentes.
Una vez más ha quedado expuesta también la inoperancia de la ONU, en manos de su Consejo de Seguridad y del inadmisible derecho a veto de sus principales integrantes, a la hora de prevenir e interceder todo lo necesario para evitar conflictos como el de Ucrania.
Por el momento, es la insensatez de la guerra, de una OTAN engrandecida, de un ególatra como Putin a los mandos de un ejército extraordinario que no lo parece tanto y que tras un año de invasión lo único que nos depara es un futuro incierto y millones de víctimas inocentes de por medio entre muertos, heridos y desplazados.
La OTAN que nunca se fue
La Organización del tratado del Atlántico Norte (NATO, por sus siglas en inglés), se constituye con el Tratado de Washington el 4 de abril de 1949 con la participación de los EE.UU., Canadá, Francia, Bélgica, Países Bajos, Luxemburgo, Reino Unido, Dinamarca, Islandia, Italia, Noruega y Portugal.
Si bien en un principio tuvo más bien un carácter político bajo el marco de la Carta de las Naciones Unidas, tras la guerra de Corea (1950-1953), se convierte en una organización militar bajo la supremacía del mando estadounidense.
En respuesta a la misma y en el contexto ya de la Guerra Fría, liderado por la Unión Soviética, se constituye en 1955 el Tratado de Amistad, Colaboración y Asistencia Mutua entre los países de su órbita, más conocido como Pacto de Varsovia.
Tras el hundimiento del régimen soviético y la caída del Telón de Acero, el 1 de julio de 1991 se disuelve el pacto de Varsovia y tanto sus integrantes como una nueva Rusia se van incorporando progresivamente a las democracias liberales.
La inmensidad del territorio ruso, más de 17 millones de km2 lo que equivale casi a dos veces la superficie de los EE.UU. y que dan lugar a 11 husos horarios, donde se cuentan más de 190 grupos étnicos nativos que hablan unos 100 idiomas diferentes, tal como nos confesaba la guía rusa que nos acompañó en nuestro viaje a San Petersburgo, ya en tiempos de Medvédev y Putin, hace difícil asimilar la democracia en un país tan multicultural y diferente a los estándares europeos.
En cualquier caso en Rusia fue fructificando una incipiente democracia que permitió el establecimiento de otro modelo de sociedad más al uso occidental. Ha sido ahora, tras la invasión a Ucrania cuando McDonald’s, la famosa cadena de hamburgueserías, ha cerrado sus puertas tras haber permanecido 32 años en la plaza Pushkin de Moscú y junto con ella el resto de sus más de 800 restaurantes.
Sin enemigo a la vista mientras el Pacto de Varsovia tocaba a su fin la OTAN permaneció expectante a su futuro.
El resurgir de la OTAN o vuelta al principio
Inna Afinogenova era una estrella del canal ruso de noticias RT (antigua Russia Today), para la audiencia latinoamericana, que decidió abandonar la cadena y salir de Rusia por no estar de acuerdo con la guerra y no aceptar la censura del Kremlin al respecto.
Afinogenova, en lo que se refiere a la guerra de la propaganda deja en su mensaje una reflexión muy interesante. La acreditada periodista se dice capaz de asumir que un país en guerra como Rusia censure sus medios de comunicación. Pero lo que resulta menos entendible es que las presuntas grandes democracias occidentales que no están en guerra y por decisión de la propia Unión Europea coarten la libertad de información de sus ciudadanos bloqueando a los canales de noticias rusos. Actuando así del mismo modo que el propio Putin al que se le acusa de autócrata por semejante motivo.
Que nosotros «somos los buenos», no parece caber la menor duda –al menos desde el punto de vista de nuestro modelo social basado en la paz y la libertad-, pero que «lo seamos tanto», como se pretende hacer ver queda al beneficio de la duda.
O lo que es lo mismo que esta guerra tiene un culpable primordial que es Vladimir Putin y su órbita de aduladores y secuaces dispuestos a cometer todo tipo de atrocidades, de eso no cabe la menor duda.
Pero que la OTAN ha actuado de manera irresponsable estos últimos años, pasándose de frenada con un tipo como el propio Putin, flirteando con un país tan inestable y frontera de ambos mundos como es Ucrania, tampoco puede decirse que haya estado a la altura de las circunstancias.
Máxime cuando Ucrania llevaba años envarbascada con una guerra encubierta con territorios en disputa con su gigantesco vecino mientras el resto del continente miraba a otro lado. Lo que todavía hace más evidente que si bien los países que integran la OTAN no querían la guerra, tampoco puede decirse que hayan hecho demasiado por evitarla.
La inusitada expansión de la organización atlántica, difícilmente justificable una vez finiquitada la guerra fría, y esa peculiar relación amor/odio con el presidente ruso no pueden decirse que hayan sido las mejores bazas para evitar un conflicto del que a saber todavía lo que puede dar de sí y hasta donde pueden llegar sus implicaciones.
Ya cometieron un gravísimo error los aliados con sus «políticas de apaciguamiento» a la espera de que Alemania con un hiperbólico Adolf Hitler a la cabeza calmara sus ínfulas sin que sirviera de nada, con los resultados que todos conocemos y de los que, entre otros, España sufrió también duramente sus consecuencias.
Puede parecer que ha pasado mucho tiempo desde entonces pero a la vista de la cantidad de conflictos que siguen causando dolor y muerte a lo largo y ancho del mundo, se diría que poco o nada aprendimos de ello.
Putin: de héroe a villano.
«Somoza es un hijo de puta pero es nuestro hijo de puta», la frase esgrimida en primer lugar por Franklin D. Roosevelt y años más tarde por Henry Kissinger se refería a los miembros de la familia Somoza que mantuvieron una feroz dictadura en Nicaragua entre 1937 y 1979 con el apoyo de los EE.UU.
Un término que podría aplicarse del mismo modo a sátrapas de la índole de Muamar el Gadafi, Sadam Huseín, los príncipes y reyes de las actuales monarquías feudales del Golfo Pérsico o personajes de cualquier calaña como es el caso del mismísimo Osama bin Laden, entre otros muchos.
Siempre y cuando a los intereses geoestratégicos y económicos de las grandes potencias occidentales les venga a cuento.
De hecho ya viene ocurriendo en la propia OTAN con Recep T. Erdoğan que gobierna Turquía con mano de hierro desde hace años –que junto a Mohamed VI en Marruecos actúa también como pistolero a sueldo de la U.E. para el tema migratorio-, mientras el resto de aliados hacen la vista gorda al respecto.
Tal ha sido el caso, hasta el 24 de febrero del pasado año tras la invasión de Ucrania, de Vladimir Putin como máximo representante de un país como Rusia con un extraordinario potencial aunque solo lo sea por sus enormes proporciones, por ende sus numerosas posibilidades económicas, pero sobre todo por sus inmensos recursos naturales.
Así las probadas masacres de las tropas rusas sobre la población, tras sus incursiones en Chechenia o Siria, apenas si habían tenido repercusión en la esfera occidental hasta la invasión de Ucrania.
Putin es un ultra nacionalista en lo político, absorto por el liberalismo económico, y de ahí sus conocidas simpatías con todos los movimientos de la extrema derecha de reciente guisa donde se le ha tenido y a buen seguro se le sigue teniendo, aunque no se alarde ya de ello, como «un auténtico patriota». Apelativo que le han calificado en numerosas ocasiones y un «ejemplo a seguir» para todos ellos tal como se ha afirmado en otras.
Por mucho que, desde determinados lobbies mediáticos en España, en busca una vez más de rédito electoral, se le intente tachar de irreductible comunista. Tachar de comunista a Vladimir Putin por haber ostentado un cargo destacado en la antigua KGB sería como tachar a Adolfo Suárez de fascista por haber sido jefe provincial del Movimiento y gobernador civil en los años 60, entre otros cargos afines al régimen franquista.
En cualquier caso Vladimir Putin ha gozado del beneplácito de occidente mientras tanto sus trapacerías no afectaban en exceso. Ni siquiera al día de hoy, la invasión de Ucrania ha conseguido deteriorar sus relaciones con Donald Trump, un tipo que sigue contando con millones de seguidores en EE.UU.
Hasta que sus brutales acciones contra el pueblo ucraniano han vuelto a poner en evidencia lo que ya era sobradamente conocido por haber sucedido con antelación tanto por aquellos mismos lares como en otras regiones del mundo.
Mientras tanto Putin insuflaba en Rusia una poderosa corriente nacionalista que aspira a devolver al país su glorioso estatus de épocas pasadas. Fortalecida aún más por lo que él considera el continuo desprecio de occidente y la humillación continua de una OTAN presta a estacionarse a las puertas de Moscú.
En resumidas cuentas: la guerra.
Por mor de la propaganda bélica, esa otra guerra que se desata siempre paralela al campo de batalla, poco o nada sabemos más allá de que el conflicto no va a ser tan efímero de cómo podía preverse hace un año dada la desproporción inicial entre ambos contendientes.
Lo que sí se sabe es que solo gracias a la resistencia del pueblo ucraniano y la extraordinaria ayuda de occidente en materia de armamento y formación las tropas ucranianas están haciendo frente a los invasores.
A tenor de numerosos analistas y militares tanto en los EE.UU. como en Europa, Ucrania no tiene ninguna posibilidad de ganar esta guerra pero puede alargar el conflicto tanto que el desgaste que ello supone para el Kremlin le aboque a una retirada como ya le ocurriera otrora en Afganistán o más recientemente a los EE.UU. en el mismo escenario.
A cambio el número de víctimas, sobre todo en base a la tradicional estrategia de «tierra quemada» de las fuerzas rusas, será terrible y cada vez más difícilmente soportable por ambas partes.
Al día de hoy se cifran, sin posibilidad de confirmación alguna, hasta en 200.000 los combatientes muertos entre las tropas rusas pero no se sabe nada, todavía con menos certeza, de las víctimas civiles y militares en la parte ucraniana por la lógica de la propaganda de la guerra.
Pero las escenas de destrucción en las ciudades y pueblos ucranianos son tan desoladoras que puede hacernos una idea tanto del tamaño de la tragedia como de cuanto pueden ocultarse los datos propios y exagerar los ajenos en pos de la moral de la población y las tropas.
Por tanto, la guerra de Ucrania es en parte otro de los errores de esa realpolitik que acuñara Bismarck acerca de las tan manidas relaciones de las democracias liberales con regímenes de todo el mundo donde la democracia o brilla por su ausencia o resulta un mero sucedáneo al antojo de sus próceres. Jugar con fuego conlleva riesgos extraordinarios y la historia nos devuelve una y otra vez a darnos de bruces con las secuelas de semejantes desatinos.
Aún si la guerra se queda solo en tierras ucranianas una ola de destrucción y muerte habrá asolado un país por completo pero sus derivadas acarrearán millones de damnificados por todo el mundo, mientras el establishment y las élites siguen haciendo su agosto tirando de recursos como la inflación, la crisis energética y cualquier otro que se ponga a mano.
Sin necesidad de recurrir a propuestas más ruines, como el negocio de las armas o la reconstrucción, en definitiva, si algo nos queda claro a estas alturas es que ninguna de las partes implicadas tiene el menor interés en que la paz sea algo más que una quimera en medio de otra maldita guerra.