Ganamos justicia más rápidamente si hacemos justicia a la parte contraria.
(Mahatma Gandhi, 1869-1948)
Válgame desde que recuerdo y del mismo modo los que me conocen, que siempre me he reconocido socialdemócrata. Y lo que por fortuna creo más importante muy por encima de siglas y de tan infaustos personajes que se atribuyeron en su día el mismo ideario como Felipe González y demás secuaces. De ahí que nunca haya tenido motivos de renegar de mis ideas y principios.
Por eso poco o nada me afecten en tal sentido los vaivenes de Pedro Sánchez sobre la línea que demarca el tablero ni el contumaz ego de Pablo Iglesias ya que tales veleidades nunca me desviaron un ápice de mis pensamientos y a la hora de prestar mi voto, cuando así ha sido el caso, siempre lo he hecho en virtud al programa que más sintonizara con ellos.
Sin embargo, de la noche a la mañana, heme aquí como tantos otros y a juicio de toda una suerte de advenedizos de nueva cuña, convertido en una especie de recalcitrante necio por unas propuestas para lo que entiendo podría ser un mundo tan capaz como este pero con un más justo reparto de la riqueza generada entre todos. Otra manera de vivir lejos de la desazón diaria de aquellos obsesionados por presumir ser algo más que el cuñado o el vecino.
Pero lo más preocupante de semejante sinrazón es el grado de mordacidad con que el sistema capitalista se defiende, en especial el más apegado a la ortodoxia neoliberal, que es el que nos ha tocado compartir desde la década de los 80. Viéndose más ahora en un brete tras los destrozos causados por el mismo desde entonces y que ha puesto todavía más en evidencia un bichito cien veces más pequeño que una bacteria.
Recuerdo como tras la moción de censura que llevo a Pedro Sánchez al gobierno le advertía a un buen amigo que no tardaríamos en asistir a toda una serie de desvaríos por parte de la oposición neoconservadora y desde la caverna mediática, mucho más allá de la asunción o no del propio formato de censura, para desbancar a toda costa lo que se presumía un gobierno de carácter progresista.
La experiencia griega.
No es que se tenga uno por clarividente si no que ya conocíamos el precedente de Syriza en Grecia al que el orden prestablecido no solo había derrotado sin paliativos si no que había sido capaz de convencer a buena parte de la opinión pública europea en general y española en particular de que la joven agrupación que por aquel entonces dirigían Sipras y Varoufakis había sido la causante de todos los males helenos tachándolos de antisistema. A pesar ello de que solo llevaban unos meses en el gobierno y se acababan de topar de bruces con un país en la más absoluta bancarrota consecuencia de la díscola gestión de sus predecesores.
En aras del más elemental sentido común solo hay que buscar en las entrañas del capitalismo más pertinaz para darse cuenta que instar al mundo a un modo más racional y con ello darle visos de futuro a una sociedad tan devastada hoy por hoy va a resultar una tarea hercúlea, no ya desde las cimas más altas del poder si no desde los propios cimientos de la naturaleza humana.
La primera proposición del modelo capitalista es la generación y acumulación de riqueza. La razón fundamental de lo que se ha dado en llamar «el crecimiento perpetuo», aun en un mundo de recursos limitados. Dos premisas que de forma ineludible conducen a otros dos de los males endémicos del ser humano: la avaricia y la codicia.
Que estas no tienen límites es de suma evidencia, vista la desdicha que ha hecho la humanidad de sí misma y cuya ceguera es tal que ha acabado poniendo incluso en un brete la salud del planeta.
Resulta obvio entonces que ante otras maneras la horda capitalista hará todo lo posible, cuanto en este en su mano –que es mucho-, hasta desestabilizar si cabe la propia civilización de la manera más tendenciosa, para mantener sus cuotas de poder a toda costa.
La erótica del poder es aún peor que la inabarcable acumulación de riqueza. Porque cuando esta se hace inagotable por muchas vidas, solo queda en tan vastos individuos la irrefrenable e inusitada sensación de poder que proporciona la misma.
La era Trump.
Pero la ambición contiene un poderoso gen infeccioso y los ejemplos no faltan para ello. Un multimillonario tan excéntrico e infame como Donald Trump que está sembrando la desazón en la escena mundial, arrastrando a su país a un cataclismo sin precedentes a consecuencia de su gestión de la pandemia, logró la jefatura del estado –con la ayuda de las deficiencias del modelo electoral estadounidense-, en buena medida poniendo por bandera el rechazo al Obamacare, un comedido modelo de sanidad pública para las clases menos favorecidas.
De fuerte calado, sobre todo en la América profunda, Trump fue capaz de rendir a una gran parte de la ciudadanía bajo la premisa de que no tenían por qué facilitar con sus impuestos los servicios públicos al resto de sus conciudadanos. Y lo más curioso es que el mensaje donde más calaba era, precisamente, en esas mismas clases menos pudientes. Un mensaje que nunca sabremos fructificó entre buena parte de la población gracias a la locuacidad del mensajero o porque realmente anida en la conciencia de sus receptores.
El 15M.
En los primeros días del 15M, aquella primavera de 2011, la prensa conservadora creyó ver en el mismo un movimiento de revuelta contra el gobierno del PSOE de Rodríguez Zapatero que aplaudió en un primer momento. Hasta que poco después se volvería drásticamente en su contra al percatarse que no se trataba de una manifestación contra dicho gobierno si no una respuesta, debidamente argumentada además, contra un modelo económico en primera instancia y político después que había conducido a la mayor crisis sistémica desde la 2.ª Guerra Mundial y que se había consumado con la crisis financiera de 2008.
Podemos, vino a aglutinar buena parte de las premisas que no solo el 15M, si no de buena parte de la sociedad española que veía como la deriva del mundo financiero y el gran capital estaba sacudiendo la economía real de las familias, mientras la clase política les daba la espalda. Lo que acabó llevándole, tras diferentes procesos electorales, a convertirse en una fuerza influyente tanto a nivel parlamentario como en las comunidades autónomas y numerosos ayuntamientos.
Desde ese mismo momento las fuerzas conservadoras, en un enérgico ejercicio de resistencia, fueron desatando todo tipo de acusaciones contra la organización, sus responsables y sus ideas.
De vuelta a Europa.
En Febrero de 2016 tras diversos avatares y tras el descalabro del Partido Socialista francés, del que había sido un conocido dirigente de su ala más izquierdista llegando a ser ministro en su día del gabinete de Jospin, Jean-Luc Mélenchon funda Francia Insumisa, otro movimiento en la misma órbita que los citados Syriza y Podemos y que en 2017 consigue quedar en cuarto puesto en las elecciones presidenciales del país galo.
Por su parte Jeremy Corbyn, un antiguo sindicalista británico, consiguió hacerse con el liderazgo entre 2015 y 2020 del Partido Laborista con un programa claramente de corte socialdemócrata hasta que tras su severa derrota en las elecciones generales de 2019 decidió abandonar el cargo. En el caso de Corbyn su principal enemigo lo encontró en las filas conservadoras de su propio partido, presas de la transformación que tuvo el mismo con Tony Blair, uno de los padres del socio-liberalismo europeo, y su conocido sometimiento a la City y el poder financiero. Además su posición ambigua en relación al Brexit le acabó jugando una mala pasada con sus electores en un momento donde el nacionalismo se llevaba buena parte del protagonismo en el Reino Unido.
De necios sería poner en duda, tanto en el caso de Podemos como el de Francia Insumisa o el legendario Partido Laborista británico, errores propios y en especial de sus principales líderes que han ayudado a una sensible pérdida de confianza en los mismos. En el caso de Pablo Iglesias, su conocido egocentrismo le ha conducido a un híper liderazgo de la organización que le ha hecho perder buena parte de la transversalidad que significó en su día el principal baluarte de la misma.
Pero en cualquier caso estamos ante movimientos impulsores de una manera de hacer política y construir la economía, heredera en buena parte de aquella que estuvo vigente en Occidente desde los tiempos de Franklin D. Roosevelt y su New Deal, hasta la llegada de Ronald Reagan y Margaret Tatcher, principales adalides de la versión más ortodoxa del capitalismo a través de sus modelos de privatización de los servicios públicos, desregulación de los mercados financieros, deslocalización industrial y un largo etcéteras de medidas que en definitiva vienen a constituir lo que se conoce como laissez faire.
A las que tras la crisis de 2008 se añadieron las conocidas recetas de austeridad y precariedad laboral en aras de un bien mayor que la pandemia de 2020 ha puesto de manifiesto que jamás llegó para la mayor parte de la población.
Los antecedentes.
Antes que el thatcherismo causara furor en Europa, aquella otra manera de hacer política a la que de una manera u otra se afanaban de modo parecido los partidos liberales, demócratas cristianos, socialdemócratas e incluso comunistas de la época dio pie a diferentes organizaciones como el Benelux o la CECA hasta que llegaron los Tratados de Roma de 1957, embrión de la actual Unión Europea. Poco o nada tienen que ver los integrantes y dirigentes de aquellas organizaciones, con sus defectos y virtudes y sea cual fuera su signo político donde primaba el bien común con los que han acabado destripando buena parte de sus esencias durante las últimas décadas en pos del individualismo más procaz.
Por eso las inflamadas acusaciones contra los integrantes de todos estos nuevos movimientos, se simultanean y repiten en todos los casos y tanto a los Corbyn, Iglesias o Mélenchon y seguidores por extensión, se les acusa de chavistas, bolivarianos, pro iraníes e incluso de simpatizar con el régimen norcoreano y pretender la reedición del antiguo estado totalitarista soviético. Comparando incluso sus propuestas con las de dichos regímenes y donde las arengas para criticar los excesos o defectos de sus protagonistas son solo el medio para denigrar las ideas que los representan.
Denuncias y colaciones, por muy falsas y tergiversadas que puedan parecernos que a base de reiterativas a través especialmente de las redes sociales, parte de la prensa conservadora y una verborrea inflamatoria por parte de algunos representantes públicos, es inevitable que acaben calando en una parte de la población.
Una propaganda de lo más deplorable a la que para colmo se han sumado toda esa ola de partidos ultra derechistas a lo largo y ancho de todo el continente, fruto de la fallida respuesta de las clases dirigentes ante la crisis de 2008, la crisis migratoria y un rancio fervor nacionalista que vienen a ensanchar el tablero político recordando desafíos de tiempos no tan remotos. Arremetiendo de forma tan despiadada, vehemente y directamente proporcional como entonces conforme se acentúa su distancia por la izquierda.
El camino a elegir.
Nos encontramos en un nuevo episodio de la dilatada batalla, en la intrínseca realidad del capitalismo pero cada vez más desigual, entre los seguidores de un modelo de economía controlada y encauzada hacia el Estado del Bienestar y los aduladores de una economía que campe a sus anchas a la espera de su propia auto regulación como si se tratara de un ecosistema natural a riesgo de las debilidades humanas.
La respuesta de la cumbre europea a la pandemia, a regañadientes como siempre y menos exitosa de lo deseable, en cualquier caso parece significar una momentánea victoria de los primeros y un cambio de rumbo en un proyecto político y económico como el de la Unión Europea que parecía naufragar víctima de su cada vez mayor falta de empatía con los ciudadanos a los que dicen representar.
Nos queda un largo camino por recorrer, todavía en medio de una crisis sanitaria sin precedentes desde hace más de un siglo. Esperemos que, aunque haya sido a costa de semejante tragedia, seamos conscientes de la necesidad de ese cambio de sentido si queremos construir una sociedad mejor para todos.