A finales del siglo XIX, después de numerosas transformaciones en su estructura, la
bicicleta adquirió la forma en la que hoy en día la conocemos. Este medio de transporte
llegó para quedarse, el desplazamiento sobre estas dos ruedas transformó la vida de
muchas mujeres dándoles la posibilidad de recorrer y ocupar el espacio público de una
forma diferente, me imagino a flaneurs sobre ruedas recorriendo pequeñas y grandes
distancias en búsqueda de aventuras y aunque ataviadas con ropas que no facilitaban el
pedaleo, contentas por dejar por unas horas o incluso días el enclaustramiento casero y
disfrutar de su independencia.
Desplazarse en bicicleta se convirtió en un desafío por varios motivos: por un lado mediante
su uso saltaban por la borda los roles asignados a las señoritas y por otro lado se ponía en
evidencia la comodidad y la movilidad de la vestimenta de la época.
Montar en bicicleta se convirtió en la revolución del momento ya que las mujeres también
podían usarla. No obstante, las que tenían la posibilidad de hacerlo (mujeres de clase alta)
pagaban un precio, ya sabemos que los creadores de herramientas de limitación corporal
siempre están esperando su momento de creatividad cuando encontramos una posibilidad
de ampliar nuestra biblioteca motriz. Las usuarias de bicicleta tenían que soportar ser
consideradas personas de dudosa moral por su gran atrevimiento vial. El rol asignado por el
género no perdonaba, las mujeres que montaban en bicicleta transgredian las normas
establecidas para su comportamiento, no era algo esperado que una mujer tuviera ganas de
salir de casa a dar una vuelta en bicicleta y además que tuviera ganas de hacerlo sola. El
nivel de control corporal era el siguiente: Los manuales de comportamiento de la época
decían que tanto hablar alto, como mover los brazos lejos del cuerpo, como andar deprisa,
eran signos de mala educación, en definitiva cualquier gesto que se alejara de la pasividad
estaba mal visto si eran ellas las que lo ejecutaban. Imaginaos la cara que se les quedó
cuando vieron a una mujer montando en bicicleta. La más maleducada del barrio.
Con el paso del tiempo muchas dijeron adiós a los corsés que no dejaban respirar y a ropa
interior pesada e incómoda que restaba movilidad, la alternativa fue empezar a usar
bloomers unos pantalones holgados que se convirtieron en la prenda perfecta para ir en
bicicleta por la ciudad. Este cambio de prendas llevaba incluido además de la comodidad
las miradas de la gente que paseaba por la calle, nunca un outfit fue tan cuestionado.
La moral de la época también calaba en la ciencia, la arbitrariedad en el uso de argumentos
científicos para limitar nuestros cuerpos es algo que muy a nuestro pesar tenemos
demasiado presente en nuestras prácticas deportivas. En ese momento habían médicos
que creían entre otras muchas cosas que montar en bicicleta podía causar esterilidad y
trastornos nerviosos, obvia decir que solo afectaba a mujeres. Los argumentos científicos
les llevaron a dar un paso más y llegaron a inventarse enfermedades ficticias para controlar
el uso de nuestros cuerpos una de ellas fue la “Cara de bicicleta”.
El doctor A. Shadwell en el año 1897 escribe por primera vez sobre el término en un artículo
publicado en el National Review una revista de amplio prestigio en la época. El objetivo de
tal originalidad era evitar que las mujeres montaran en bicicleta por la independencia y autonomía que suponía ese medio de transporte ya que en esos momentos empezaba a
popularizarse.
Los síntomas de esta “enfermedad” eran los siguientes:
● Cara en tensión por el esfuerzo
● Ojos desorbitados
● Mandíbula apretada
● Ojeras
● Labios demacrados
● Rostro enrojecido
La solución para evitar esos síntomas era muy fácil: ¡Dejar de montar en bici! Así
mágicamente la Cara de bicicleta desaparecía de tu rostro y ya volvías a ser la señorita
tierna y adorable que todos esperaban y no la mamarracha ciclista. Porque claro la cara de
esfuerzo de una mujer haciendo deporte se alejaba de lo que se esperaba de ellas: miradas
tiernas, ojos brillantes y posturas complacientes. Tiempo después los médicos llegaron a
otra mágica conclusión, ¿la cara de esfuerzo no sería porque no tenían experiencia
montando en bici y por eso se cansaban?
Otra de las teorías que se pusieron de moda en la época estaba relacionada con montar en
bicicleta y la capacidad para tener orgasmos. La premisa era la siguiente, el roce de los
genitales contra el sillín propiciaba estimulaciones erógenas, se creaba para ellos la
ecuación el mal: sillín + vulva + roce= orgasmo. O J A L Á. Se quiso prohibir el uso de la
bicicleta porque nos ponía cachondas. Para evitar que nuestras atrevidas ciclistas tuvieran
un orgasmo cada vez que salían a pasear inventaron un “sillín higiénico” que era un sillín
rígido sin relleno que impedía la estimulación continua y constante que ellos presuponían de
la vulva contra el sillín. No era suficiente con controlar nuestra posición en el espacio, la
moralidad les llevó a dar un paso más allá y nuestro placer también tenía que ser
controlado. No sorprende que las investigaciones relacionadas con el placer femenino se
enfocaran en evitarlo y no en conocimientos para saber como aumentarlo.
Las máximas que han servido a lo largo de la historia para limitar nuestras actividades
corporales como las recomendaciones médicas con arbitrariedad de argumentos científicos
(“lo dicen los médicos”,“ no sois capaces fisiológicamente”, “ el útero se va a mover de
sitio”…), la transgresión de roles a través de la apropiación de unas características que
quebrantan nuestra asignación por género y la ocupación del espacio público tienen que
llevarnos a sospechar y cuestionar las recomendaciones que se presentan bajo el paraguas
de “lo hacemos por vuestro bien”. Por suerte a pesar de todas las estrategias de disuasión
antiorgásmicas y antimovimiento las mujeres siguieron montando en bicicleta y disfrutando
de la independencia y libertad que esta actividad les daba.