¿Por dónde empezamos? Podríamos hacerlo por lo de Cifuentes o por el juicio de los ERE, ambos ahora en el candelero. O por la Gürtel, la Púnica, Lezo y un sinfín de casos de corrupción, «casos aislados» que diría el presidente del gobierno, que al día de hoy siguen acaparando los tribunales de justicia de este país, que se dirimen en dura competición entre sus más fieles seguidores «a ver quién es el que la tiene más grande» y confunden a la opinión pública poniendo a todos en el mismo rasero a través de sus incombustibles baterías mediáticas. Podríamos hablar también de Cataluña o de como un problema político se oculta tras una presunta causa judicial, mientras los verdaderos problemas de la gente se tapan bajo una sucesión de símbolos y banderas. Del imparable aumento de los desequilibrios sociales, de ese veintitantos por ciento de subida salarial de los ejecutivos del IBEX por el 0.8 % de sus empleados. De la temporalidad y la precariedad laboral, de la huida masiva de nuestros jóvenes allende de nuestras fronteras y hasta de las miles de personas que pierden la vida frente a nuestras costas víctimas de la desesperación causada por la guerra o el hambre, mientras miramos a otro lado y permitimos que las entrañas del Mediterráneo se conviertan en un depósito de cadáveres.
Tal vez podríamos dedicarle también un largo espacio a las bondades de la Ley Mordaza y su frontal ataque contra la libertad de expresión que nos devuelve a tiempos pasados. Del citado acoso mediático y de la vulneración manifiesta de sus propios principios, informar, enseñar y entretener, en los grandes medios de comunicación. De las pensiones, de la sanidad y la educación pública, podríamos hablar de tantas cosas… E incluso si cabe de la impunidad con que el estraperlo, como si de la posguerra se tratara, causa estragos en la economía de buena parte de este país, síntoma indiscutible de esa precariedad a la que hacíamos mención antes.
¿Ganas de salir corriendo? Pues sí, muchas, no es para menos ante un panorama tan desolador. Pero es algo que resulta imposible para la mayoría, salvo para esas miríadas de jóvenes que huyen de este país, muchos de los que llaman la generación mejor preparada de la historia y acabarán echando raíces en cualquier otro lugar del mundo. Algunos no nos cansamos de denunciar tamañas evidencias y hasta nos embarcamos algo más, en una lucha aún más desigual que la de David frente a Goliat. ¿Qué está ocurriendo en nuestra sociedad? ¿Cómo hemos alcanzado tal grado de degradación y deshumanización? ¿Qué fue de la utopía, aquella línea inalcanzable en el horizonte que cada vez se aleja más en vez de acercarse?
Es el culto a lo individual, expresión máxima de una teoría liberal reconvertida a un modelo fundamentalista que jamás hubiera cabido siquiera en la mente de Adam Smith, el llamado padre de la economía moderna, o de cualquiera de los abanderados del Tratado de Roma, embrión de la actual Unión Europea, que ha venido a arrasar todo lo aprendido tras el desastre de la 2ª. Guerra Mundial y que en España parece haber encontrado su principal exponente. No le faltaba razón a la Sra. Tatcher cuando afirmaba con suma jactancia que su mayor éxito político había sido «Tony Blair», el líder del legendario partido laborista británico que colocó la primera piedra para quedar fuera de juego la socialdemocracia, uno de los baluartes del Estado del bienestar.
Del mismo modo que Grecia representa el escarmiento por intentar rebelarse a un sistema tan corrupto, cegado por un poder mucho más allá de lo meramente económico y obsesionado con el desmantelamiento de dicho Estado del bienestar y de todo lo público, España pretende ser el alumno más aventajado de tan peligroso modelo. Un modelo en el que el llamado «pensamiento único», no permite cabida a cualquier otro, salvo el caso de Portugal que con mucha mano izquierda –nunca mejor dicho-, y poco ruido va resurgiendo de sus cenizas, aun con extremas dificultades, pero primando los derechos de las personas por encima de los intereses del capital.
España representa todo lo contrario a su vecino portugués. La ultra ortodoxia liberal del gobierno del Partido Popular, marchamo del integrismo alemán basado en la austeridad, está representando un hito en la historia moderna: un país que crece y crece mientras la inmensa mayoría de sus ciudadanos lo hacen en sentido contrario. Pero al fin y al cabo un éxito, cuando los derechos de dicho capital prevalecen sobre los de las personas. España puede vanagloriarse de, por una parte de tener a los consejeros de sus grandes empresas a la altura de los mejor pagados de Europa, un colectivo de auténtico lujo cuando se trata de la alta dirección, y por otra estar a la cola en cuanto a calidad de vida, en relación a sus vecinos europeos de similar desarrollo.
O lo que es lo mismo, como concentrar cada vez en menos manos toda la riqueza generada, en detrimento de los salarios de la mayoría y de los ingresos de los pequeños empresarios y autónomos, curiosamente, los primeros empleadores de este país. Una singular forma de ese mantra llamado Competitividad y que otros tildan como la «achinización» del modelo productivo: trabajar más para ganar cada vez menos.
Uno más de los enormes problemas de este país a los que la política debería dar respuesta. Lejos de ello como ya advirtiera el profesor Tierno Galván: «La política ha dejado de ser una política de ideales para convertirse en una política de programas» o como redefiniera Frank Zappa, se ha acabado convirtiendo en un «espectáculo de la industria». Una Transición incompleta –quizá la única posible en aquellos convulsos momentos-, una larga etapa con un Felipe González que si bien situó a España en el mapa europeo acabó renunciando a sus principios persuadido por la erótica del poder, un Aznar cegado por el neoliberalismo y su particular idiosincrasia, un Zapatero que apuntilló el hundimiento de la socialdemocracia y un M. Rajoy que ha venido a romper todos los moldes de lo que debe ser un primer ministro, han sumido el arte de hacer política en este país en lo más profundo de un pozo al que no se le atisba el fondo.
Un gobierno que no gobierna, un PSOE que ni está ni se le espera y Ciudadanos, el chico de moda que sirve igual para un roto que un descosido pero con una habilidad sin igual para desplazarse de un lado a otro del tablero político según sople el viento la ocasión lo requiera y huela la putrefacción en casa de su adversario más directo, viven todos en una eterna campaña electoral y cualquier decisión o acción política está condicionada por ello.
Por su parte Podemos, el partido que recogiera aquella bocanada de aire freso que representó el 15M en 2011, sigue más preocupado en sus cuitas internas y sus tramas organizativas que del pragmatismo necesario en una escena nacional que se derrumba a pasos agigantados. Un hándicap más que añadir a sus propios errores por pequeños que sean y la continua campaña de acoso y derribo que, desde sus inicios, sigue sometido por tratarse de una anomalía en el sistema.
España es todavía una democracia joven que no ha tenido tiempo de asentarse como tal ni en su clase política ni en buena parte de la ciudadanía, víctima de su propia historia y de la horda neoliberal que ha sacudido todo el planeta desde la caída del Muro de Berlín. Y eso que su Constitución de 1812 fue de las más avanzadas de su época, pero en uno de los mayores errores históricos de este país, tras la expulsión de las fuerzas napoleónicas, con el retorno de la monarquía absoluta de Fernando VII aquella primera Carta Magna cayó fulminada e impidió a la nación española tener su debida revolución liberal y las sucesivas revoluciones industriales que le siguieron después al unísono de sus vecinos europeos, lo que le acabó colocando en clara desventaja con respecto a los mismos. Los desastres del 98, el colapso de la 2ª. República y la dictadura franquista marcaron también el SXX de tal manera que hubo que esperar hasta el último cuarto del mismo para la integración plena de España en Europa.
No es que España no sea una democracia consolidada, ni muchísimo menos, pero su falta de arraigo, su probada incapacidad para librarse de antiguas ataduras –España es el único país de la cultura occidental que sigue rindiendo culto a un dictador, subvenciona una fundación que exalta su figura y, a duras penas, permite el reconocimiento a la dignidad de sus víctimas-, y los vicios adquiridos por una clase política heredera del régimen anterior que no supo romper con su pasado de manera concluyente, parecen mantenerla en un continuo exabrupto que provoca cada vez mayor desarraigo en el pueblo.
Y es en éste último, el pueblo, donde ha de estar la clave para reaccionar. Son los ciudadanos, aun con sus tremendas dificultades -que entre otras cosas es la forma con que se defiende el sistema postergándolos a la mera supervivencia y resignándoles al desánimo para con la cosa pública-, los que han de sobreponerse y exigir de sus representantes públicos que cumplan en la forma debida sus obligaciones en pos del bien común. De no ser así un futuro cada vez más sombrío se cierne sobre nuestra civilización, tanto que de no mediar la reacción debida acabará atrayendo ese futuro distópico del que tantos autores nos advirtieron hace décadas consecuencia de los avances de una sociedad ensimismada por los avances tecnológicos en beneficio de sus más mezquinas ambiciones.