Por las calles de Málaga corren murmullos sobre como Picasso nunca pudo olvidar el mar que le vio nacer. Los que defienden esta idea cuentan que aunque rara vez regresara a su ciudad natal y se afincara gran parte de su vida en Francia, la huella de la ciudad malacitana se dejaba sentir en los paisajes marítimos y las palomas que pintaba una y otra vez en reminiscencia de su infancia andaluza.
Del eco de ese murmurllo nace el hilo conductor de la exposición que hasta el 9 de septiembre acoge el Museo Carmen Thyssen Málaga: «Mediterráneo. Una Arcadia reinventada. De Signac a Picasso», la cual forma parte del proyecto internacional «Picasso- Méditerranée», capitaneado por el Musée National Picasso-Paris.
Es la presencia del Mediterráneo en la obra de algunos de los artistas más importantes del siglo XX lo que conecta a las 62 obras cedidas por hasta 33 instituciones internacionales, entre las que se encuentran el Centre Pompidou de París, el Museo Nacional de Arte Reina Sofía, el Museo Sorolla y el Museu Picasso de Barcelona. El mar es presentado como punto de unión entre la modernidad y la tradición de mano de artistas españoles y franceses de la talla del propio Pablo Picasso, Joaquín Sorolla, Paul Signac o Henri Matisse, que lo usan como reivindicación de la esencia de una identidad compartida. Como explica Lourdes Moreno, la directora del Museo Carmen Thyssen Málaga y comisaria de la muestra:
«El Mediterráneo representa una identidad artística compartida, la esencia de una cultura común que, rodeada del aura mítica de una edad de oro perdida y reencontrada, ofrecía un punto de partida al que poder regresar para inventar un arte nuevo desde los orígenes, en los inicios de la modernidad y en plenas vanguardias, y que supondrá la reafirmación de los artistas como herederos modernos del antiguo Mare Nostrum»
Un Mare Nostrum que queda plasmado en pinturas, esculturas, grabados y cerámicas que abarcan el postimpresionismo, el simbolismo, el fauvismo o el novecentismo catalán. La muestra no solo es rica en disciplinas, sino que cuenta con un discurso narrativo magníficamente estructurado que nos lleva desde una primera parte centrada en la tradición más clásica como fuente de la expresión artística, a una segunda donde somos testigos de lo cotidiano revestido de cierto carácter hedonista. Nos encontramos así ante diferentes perspectivas de la vida costera en su versión más idealizada. Aquí, el mar es donde se encuentran las raíces, escenario que se observa con melancolía desde la ventana, lugar de disfrute pero también de calma, en el que si el paisaje comparte protagonismo, lo hace solo con las figuras femeninas que funden sus curvas con las olas.
No importa si nos dejamos llevar por el enfoque más clásico de las formas esculturales de Maillol en Mediterráneo (1905) y el luminismo de Sorolla en El niño de la barquita (1904), o si permitimos que nos sorprenda el colorido de Braque en Marina. L’ Estaque (1906) y las pinceladas impresionistas de Signac en Saint- Tropez. El muelle (1899), porque desde Valencia hasta la Costa Azul, todos las técnicas y perspectivas parecen confluir perfectamente hasta conformar un diálogo en torno al paraíso terrenal bañado por aguas azules.
Dentro de ese diálogo destaca la figura incombustible de Pablo Picasso, que con sus 23 obras expuestas, en su mayoría pertenecientes a su periodo de retorno al orden, nos brinda la oportunidad de reencontrarnos con el artista menos mainstream y por ello quizás, más enigmático. Fe de ello dan Los pichones (1957), cuya temática y técnica suelen ser de las más comentadas entre los visitantes por pertenecer a la faceta menos reconocible del malagueño.
Con todo ello, la influencia del mar sobre la vida, aquella de sobra conocida por los que habitan en ciudades costeras, se traspasa al arte en «Mediterráneo.Una Arcadia reinventada. De Signac a Picasso». La muestra en su totalidad actúa como un embrujo que atrapa al visitante desde la primera escultura de Rodin que le acoge a la entrada, al último cuadro de Sorolla que le despide a la salida, dejándole la sensación de haber comprendido finalmente ese legendario sosiego de los países imaginados por los poetas, y es que, una exposición en la que Matisse, Picasso y Signac comparten la misma sala, no podía ser menos que la Arcadia.