Acabo de leer la «Declaración de Nueva York» y como en otras ocasiones he vuelto a constatar que toda ella se reduce a una serie de manifestaciones grandilocuentes que hemos visto y oído tantas veces y que en poco o nada han servido más allá de una mera declaración de intenciones y buenos deseos. La Declaración de Nueva York es el resultado de «la reunión plenaria de alto nivel de la Asamblea General sobre la respuesta a los grandes desplazamientos de refugiados y migrantes», celebrada en la sede de Naciones Unidas el pasado mes de Septiembre en la que participaron numerosos jefes de estado, entre ellos el rey Felipe VI.
Qué duda cabe que de no haber mediado la ONU y algunas de sus organizaciones como UNICEF, ACNUR o la FAO entre otras, la situación de cientos de millones de personas en el mundo serían aún mucho más dramática de lo que ya de por sí lo es. Pero no es menos cierto que una institución que tiene un profundo desarraigo democrático, en el que la decisión de los 5 países que con su particular derecho al veto rigen el destino de una institución que abarca todo el orbe, hace muy difícil que el interés por la justicia social y los derechos humanos acabe primando por encima del de las grandes corporaciones industriales y financieras que de facto extorsionan, someten o controlan a la mayor parte de cada uno de sus propios gobiernos.
Según la ONU, en 2015 casi 250 millones de personas migraron de sus países de origen en busca de una vida mejor y de ellos 65 millones fueron personas desplazadas por la fuerza. Más de 20 millones de refugiados, en el sentido más estricto de la expresión. El caso más próximo, reciente y escandaloso que hemos presenciado en el entorno europeo en los últimos tiempos ha sido el de los millares y millares de personas que huyen de la guerra de Siria hacia El Dorado europeo y cuya respuesta ha vuelto a sacar los colores a las autoridades de la Unión, por no decir ya la ola de xenofobia desatada en numerosos países europeos al rebufo de las tibias respuestas tanto de la UE como de cada uno de sus gobiernos. Al final, como en otros tantos casos, el tema se ha zanjado pasando un tupido velo informativo sobre el asunto –todas las ONG, desde las grandes como Médicos sin fronteras hasta las pequeñas organizaciones locales, fueron expulsadas de los campos de refugiados de Grecia por orden de la UE-, mientras los refugiados son deportados masivamente a Turquía a unos centros o campos donde no está permitida la entrada ni a las ONG ni a periodistas. Y todo ello a cambio de un suculento cheque para el gobierno turco, por cierto como ha vuelto a evidenciarse recientemente, de más que dudosas aptitudes democráticas. Consecuencia directa de estos últimos hechos ha vuelto a activarse el corredor Libia-Italia y solo en el último mes de Septiembre se cuentan por millares las personas ahogadas en el Mediterráneo, unas procedentes de zonas en conflicto y otras inmigrantes procedentes del África subsahariana.
La Declaración de Nueva York recoge también de manera explícita, aunque sea por evidente, que el problema de la migración forzosa sea en forma de refugiados o de inmigrantes irregulares, viene dada por los problemas existentes en sus países de origen. Una afirmación de lo más supina y aunque no reniega en sus deseos el documento por afrontar la cuestión y exhortar a los miembros de la Asamblea a ello, no es menos cierto que la experiencia nos invita a ser sumamente pesimistas en este sentido. Y lo que es peor aún, es que ni siquiera el propio organismo tiene la capacidad para poner los medios necesarios para dar cumplida cuenta de sus deseos.
Las grandes potencias, entre ellas la Unión Europea, llevan décadas destruyendo el hábitat y manipulando los gobiernos de todos esos estados víctimas de la guerra y de la más vil expoliación de sus recursos. Si analizáramos cada caso, uno a uno, veríamos la influencia de los intereses extranjeros en todos los conflictos que actualmente sacuden el planeta. Y no menos en aquellos países donde aún su riqueza natural es extraordinaria y los recursos de su subsuelo fuentes de particulares tesoros, son vapuleados socialmente empujando a sus nativos a la emigración.
¿Puede poner la ONU coto a esto? Hoy por hoy no. ¿Qué tiene que ocurrir para que ello fuera posible? En primer lugar un cambio en la percepción del problema por parte del conjunto de la ciudadanía en los países receptores de inmigrantes, sea en la manera que sea. Mientras se siga viendo al inmigrante como un peligro y no como la consecuencia de unas deficientes políticas de esos mismos estados para con sus países de origen resultará imposible que los ciudadanos sean conscientes de la realidad que les rodea. De hecho en la actualidad, como en el caso de la crisis de los refugiados europea, cuando la cuestión deja de ser tema de portada en los telediarios, viene a ser como si hubiera quedado resuelta.
Además del drama vivido por los afectados de la diáspora, el primer resultado de las políticas de negación, rechazo y ocultación de los gobiernos interesados y la inusitada incapacidad para hacer frente al problema de las instituciones internacionales, unido a las consecuencias de una tan recalcitrante como agotadora crisis económica a la que no se le ha dado respuestas al conjunto de los ciudadanos, es el resurgimientos de poderosos movimientos xenófobos que parecían desterrados definitivamente tras el holocausto. Tanto es así que en numerosos países europeos ya gozan de una importante presencia parlamentaria y aspiran en lugares tan inverosímiles en otro tiempo como Francia o Holanda a hacerse con el gobierno en un breve espacio de tiempo. Hasta en la mismísima Alemania están desplazando en algunos landers a la CDU de Ángela Merkel. O en Austria han estado a punto de asaltar la presidencia de la república y no digamos ya en el Reino Unido donde el nuevo gobierno de la Sra. May parece estar haciendo suyas las arengas xenófobas del UKIP.
La ciudadanía debe esforzarse por saber más allá del discurso que le ofrece toda una industria mediática al servicio del poder más absoluto, encargada de adormecer a la misma despertando solo de ella sus instintos más primarios. Debe descubrir el cómo y el porqué de un Mar Mediterráneo convertido en un reguero de cadáveres, Oriente Medio en un polvorín constante, África y Sudamérica, a pesar de sus riquezas, en una pesadilla para sus habitantes o Indochina en un paraíso sin escrúpulos para la industria de occidente. Entre otros muchos fenómenos a cual más dantesco que pormenorizarlos haría inabarcable este artículo.
Solo así podremos situar en nuestros más altos puestos de representación política personas más justas y capaces al verdadero servicio de los ciudadanos, por encima de sus intereses personales, los de su partido y de otros intereses espurios. Lo que facilitará, en el mismo orden de cosas, que las instituciones supranacionales tengan verdadera capacidad para construir un mundo mejor para todos. Tarea ardua difícil pero no imposible por cuanto solo se trata de tener la voluntad para ello.
Hace solo unos días caía en mis manos el último libro de ese personaje tan singular que es Miguel Ángel Revilla. Su título: «Ser feliz no es caro», quizá pudiera servir como proposición para solucionar los terribles males de este planeta.